El carruaje se detuvo con un balanceo suave frente a la tienda. Bernadette sintió el freno como un nudo que aflojaba y, al mismo tiempo, otro que se cerraba en el centro del pecho. Silas empujó la portezuela y, antes de que el lacayo pudiera adelantarse, tendió la mano. No fue un gesto brusco sino medido, casi ceremonioso: primero la palma abierta, luego el pulgar que ofrecía apoyo; la otra mano, lista para sostenerle el codo. Cuando ella pisó el estribo, él se inclinó apenas, calculando la distancia exacta para que no tropezara con la falda. —Con cuidado —murmuró—. El empedrado es traicionero. La ayudó a descender y, ya en tierra, ajustó con un gesto leve el chal sobre sus hombros. Sostuvo la puerta para que no se cerrara de golpe contra su falda, apartó un paso a un transeúnte que vení

