El abrazo no se rompió. Amélie seguía llorando en silencio, con el rostro escondido en el pecho de Silas, como si aún no pudiera creer que lo tenía entre los brazos otra vez. Él la sujetaba con fuerza, pero sin apremio, como si el mundo entero pudiera quedarse suspendido ahí. Su mano le acariciaba la espalda, una y otra vez, y en su garganta vibraba una culpa antigua, insoportable. —Perdóname —murmuró, con los labios rozando su sien—. Perdóname por no haber sido suficiente. Amélie negó con la cabeza sin separarse de él. Sus dedos se apretaron contra la tela de su camisa. —No digas eso —susurró, apenas audible—. No fue tu culpa. Ninguna de esas decisiones fue nuestra. Silas cerró los ojos, tragando saliva, sintiendo cómo el peso de los años se colaba entre sus costillas. —Aun así... de

