El corsé le apretaba las costillas sobre todo luego de esas palabras de su futuro esposo, la creía hermosa y esa era un buen inicio, pero aquello la asfixiaba, haciendo que sus pechos, redondos y prominentes, se alzaran con cada respiración. Las miradas de los cuatro hombres ya estaban sobre ella, aunque fingían ocuparse de sus copas de vino. Ella mantuvo la cabeza alta, como Marcel le había ordenado, pero sus manos temblaban en el regazo.
El almuerzo sería una prueba, y ella lo sabía.
Necesitaba hacer que Silas la creyera una buena esposa, porque esa era la única oportunidad que tendría de tener un esposo como él.
Ya era un milagro aquel hombre se presentara allí como su prometido.
La mesa estaba cubierta con un mantel de lino blanco, los cubiertos de plata brillando bajo el candelabro. Sirvientes con delantales perfectos esperaban en las esquinas, listos para servir. Marcel estaba a la cabecera, su bastón apoyado contra la silla. A su derecha, Monsieur Roche, el comerciante gordo con la cara roja. A la izquierda, Monsieur Vigny, el viejo terrateniente de barba blanca. Monsieur Dubois, el abogado calvo, estaba junto a Roche. Y frente a Bernadette, Silas Deveraux. Su traje n***o absorbía la luz, y sus ojos grises la estudiaban con una mezcla de curiosidad y frialdad. Ella evitó mirarlo, aunque sentía su presencia como un peso.
Marcel alzó su copa.
—Caballeros, un brindis por la hospitalidad de Villa Lys. Y por mi hija, Bernadette, cuya belleza no tiene igual.
Los hombres asintieron, murmurando aprobaciones. Roche dio un sorbo ruidoso.
—Una joya, Marcel. Aunque muda, una joya.
Bernadette apretó los dedos contra el vestido. Marcel sonrió, pero sus ojos eran duros.
—Su belleza es su virtud. Miren ese rostro, esos ojos. Cualquier hombre estaría orgulloso de tenerla a su lado. ¿No es así, Silas? Porque despertarse cada mañana y poder abrir los ojos y ver a esa belleza, ya es ganancia. La felicidad de un hombre depende mucho de cuán bella sea su esposa. Y ella es muy bella.
Silas alzó una ceja, su copa inmóvil.
—Es… notable.
Marcel frunció el ceño, como si la respuesta no fuera suficiente. Se inclinó hacia adelante.
—No hay mujer en Rouen que se compare con ella. Su cabello, su figura. Es perfecta para un hombre que valore lo que importa. Y es obediente, Silas. Nunca una queja, nunca una palabra fuera de lugar.
Vigny soltó una risita seca.
—Porque no habla, Marcel. Eso ayuda.
Los hombres rieron, salvo Silas, que mantuvo los ojos en Bernadette. Ella sintió que su cara ardía, pero no bajó la mirada. No esta vez. Marcel seguía hablando, como si temiera que Silas se echara atrás.
—Miren su porte. Esa cintura, ese busto. Es una mujer en todo el sentido. Los doctores lo confirmaron: está lista para dar hijos, para cumplir su deber. ¿Qué más se puede pedir?
Dubois murmuró algo a Roche, y ambos rieron bajito. Bernadette apretó los dientes, su ansiedad creciendo como una marea. Era un objeto, un caballo de exhibición, y su padre estaba desesperado por venderla. Los sirvientes comenzaron a servir la sopa, el aroma a hierbas llenando el aire.
Nadie le habló directamente. Nadie lo hacía nunca, pues no podía dar una respuesta, ¿para qué dirigirle la palabra? Quizás por eso los demás se sentía con la libertad de comentar sobre ella, no podía defenderse.
Marcel dio un sorbo a su vino.
—Bernadette, toca el piano. Muestra a nuestros invitados lo que vales.
Ella se levantó, el vestido crujiendo, y caminó hacia el piano n***o en la esquina del salón.
Tocó una pieza de Chopin, rápida, intensa, las notas saliendo como un torrente. Cada acorde era un grito que no podía soltar, cada pausa una resistencia. Los hombres dejaron de hablar. Incluso Roche, con su cuchara a medio camino, se quedó quieto. Silas se inclinó hacia adelante, sus ojos fijos en ella, como si quisiera ver dentro de su alma.
Cuando terminó, el silencio fue absoluto. Nadie aplaudió. Marcel asintió, satisfecho.
—Ves, Silas, es una esposa que trae elegancia. Esa música será la gloria de tu hogar. Y de todos tus invitados.
Bernadette volvió a su silla, las manos temblando. Los sirvientes sirvieron el siguiente plato, un faisán asado con salsa de vino. Los hombres reanudaron su charla, pero Silas no apartó los ojos de ella. Después de unos minutos, se levantó y caminó hacia el piano, como si inspeccionara un mueble. Luego, se acercó a Bernadette, deteniéndose frente a ella. Los demás lo miraron, sorprendidos. Nadie le hablaba directamente a la muda.
Silas ladeó la cabeza.
—¿Siempre tocas con tanto fuego?
Bernadette alzó la vista, sorprendida. Sus ojos verdes se encontraron con los de él, grises y duros. Por un segundo, algo en su pecho se agitó, algo que no era solo ansiedad. Era sorpresa. Sonrió, una curva breve, casi imperceptible, y bajó la mirada rápido, como si temiera que él lo notara.
Silas sonrió, una chispa de interés en su rostro.
Volvió a su silla, y el almuerzo continuó. Marcel retomó su discurso, su voz más alta ahora.
—Miren esa piel, caballeros. Como porcelana. Y su cabello, como oro líquido. Silas, no encontrarás otra igual. Es un tesoro, te lo aseguro. Una esposa que no solo es bella, sino que sabe su lugar.
Roche asintió, limpiándose la boca con una servilleta.
—Lástima lo de la voz. Pero con ese rostro, ¿quién necesita palabras?
Vigny se inclinó hacia Dubois.
—Quizás Deveraux prefiera el silencio. Menos problemas.
Rieron, y Bernadette sintió que su corazón se apretaba. Marcel los ignoró, su mirada fija en Silas.
—Ella hará lo que se le pida. Siempre lo hace. ¿No es verdad, Bernadette?
Ella asintió, los dedos apretando el tenedor de plata. No la veía como su hija. Era una mercancía, y él estaba aterrado de que Silas renunciara. Los sirvientes retiraron los platos, trayendo una tarta de manzana. La charla giró hacia los negocios, Bernadette apenas escuchaba. Sus ojos se desviaban a Silas, que comía con calma, como si no tuviera nada que probar. Cada tanto, la miraba, y ella sentía un escalofrío. No sabía si era miedo o algo más.
Cuando el almuerzo terminó, los hombres se levantaron, inclinándose hacia Marcel. Bernadette hizo una reverencia, lenta, perfecta. Roche le guiñó un ojo, Vigny murmuró algo sobre “una pena,” y Dubois pasó sin mirarla. Silas fue el último. Se detuvo frente a ella.
—Hasta pronto.
Se inclinó ligeramente y salió con los demás.
Al cabo de unos segundos su padre se acercó a ella.
Se detuvo justo al frente y la tomó por el cabello, luego de dio una cachetada.
—¡¿Qué demonios haré contigo si él no se quiere casar?! —gritó, se rostro rozando el de su hija, tan cerca que ella sentía la respiración de su padre contra su mejilla.
Quizás había malinterpretado las señales de Silas, pero parecía que sí la quería como esposa, entonces ¿por qué su padre estaba tan enojado?
Comenzó a gritar el vestido, su escote, su cabello, su maldito silencio y luego la empujó para que se fuera, ella caminó de prisa con las manos la cara y las lágrimas empapándolo todo.
¿Silas le dijo algo a su padre al salir? ¿Había sucedido algo más?
Claire entró a la habitación unos minutos después y la ayudó a desvestirse.
—Era… muy guapo—Claire habló despacio al tiempo que la ayudaba con la ropa, quitó las cosas de la cama y luego empezó a vestirla con el vestido más sencillo para estar en casa—. Pero no creo que la quiera como esposo, lo siento.
Cuando se quedó a solas, se tumbó en la cama, acostada de lado, la cara le ardí, también le dolía la cabeza, pero era más grande el dolor de saber que Silas no la iba a querer como esposa.