El desayuno había sido perfecto, como siempre. La vajilla de porcelana pintada a mano, el pan tibio recién horneado, la mermelada de rosas, el café n***o servido en silencio por Claudine. Todo, impecable. Y sin embargo, Amélie no probó más que un par de bocados. Cuando terminó, dejó la taza en su sitio, se puso los guantes de encaje y salió sola a dar su paseo matutino por los jardines de la mansión D’Artois. Ese día no quería testigos. El cielo estaba limpio, despejado. Los senderos recién barridos crujían bajo sus zapatos. Caminó por el borde del estanque, luego se adentró entre los rosales altos, los mismos que ella misma había elegido plantar tres veranos atrás. Recordaba perfectamente cómo Silas se burló de sus caprichos botánicos. «Tantas flores y aún no sabes lo que quieres»,

