El cielo de la tarde estaba limpio, con una brisa suave que aliviaba el bochorno del verano. Marcel Laurent descendió con paso firme los escalones de la residencia, seguido por Camille y Bernadette, ambas vestidas con sencillez, pero con una elegancia que no pasaba desapercibida. La excusa era clara: llevaban demasiadas semanas encerradas, primero en el castillo Deveraux, luego en esta casa que ahora las acogía, y Marcel consideraba que un paseo por el pueblo era justo y necesario. Camille iba del brazo de Marcel, conversando con entusiasmo, mientras Bernadette los seguía en silencio, un poco más pálida de lo habitual. Llevaba su cuaderno bajo el brazo, aunque intuía que no podría escribir ni una línea sin levantar sospechas. Desde su último encuentro con el abogado Dubois no había tenido

