Bernadette estaba sentada en el borde de la cama cuando la criada de la noche anterior, la misma que había llevado la carta, entró con un cesto de aseo y un vestido cuidadosamente doblado sobre el brazo. Cerró la puerta con sigilo y, antes incluso de saludar, inclinó la cabeza hacia ella en un gesto breve, cómplice. —¿La llevaste? —susurró Bernadette, apenas moviendo los labios, lo justo para que el sonido no cruzara las paredes. La mujer asintió con rapidez. —En mano, madame. Tal como pidió. A la duquesa. Nadie me vio. Un alivio tangible le recorrió el pecho. Bernadette le tocó el dorso de la mano en agradecimiento, y luego señaló el baúl. —Hoy… —volvió a susurrar— necesito estar perfecta. La criada comprendió sin preguntar más. Dejó el cesto sobre la mesa, abrió el baúl y empezó a

