BLAKE ASHFORD
(15 años)
Todavía tengo la imagen grabada en la cabeza: Peter tragando saliva, nervioso, y yo lanzándole la propuesta como si fuera un simple negocio. “Yo te la consigo, pero quiero mirar.” Lo mejor fue ver cómo la incredulidad de su cara se mezclaba con la excitación. No me creyó del todo, pero lo suficiente como para aceptar el trato. Eso me basta.
Ahora falta lo más difícil: Valeria.
Sé que no aceptará de entrada. Ella es de las que finge ser la chica perfecta: sonrisa en público, notas decentes, capitana de porristas. Una máscara bien pulida. Pero yo la conozco detrás de esa máscara. Sé cómo se muerde el labio cuando está a punto de correrse. Sé cómo aprieta mis hombros cuando pierde el control. Sé cómo me ruega que no me detenga aunque en la vida real nunca ruegue nada.
Lo que tengo que hacer no es convencerla de inmediato. Es sembrar la idea, poco a poco, hasta que ella sola empiece a darle vueltas. La mente siempre se abre primero por donde entra la curiosidad.
Después de clase, como siempre, la espero en el pasillo. Ella finge que no me ve, como si no fuera directo a buscarme. Me sigue a paso rápido hasta el aula de música, nuestra guarida. Cierro la puerta y ella se sube al banco de un salto, como si lo hubiera hecho toda su vida.
—Tienes esa cara rara otra vez —me dice, cruzando las piernas.
—¿Cuál cara? —pregunto, fingiendo inocencia.
—La que pones cuando estás tramando algo.
Sonrío. Ella me conoce, pero no lo suficiente.
Me acerco, pongo mis manos en sus rodillas y las separo un poco. Ella me mira de arriba abajo, ya acostumbrada a mi manera de no pedir permiso.
—¿Y si te digo que sí estoy tramando algo? —le pregunto.
—Te creo —responde de inmediato, sonriendo.
Me río y la beso. Sus labios tienen ese sabor dulce que siempre me engancha. Valeria es buena en esto. Mejor que muchas. Por algo sigo con ella. Pero hoy no estoy aquí solo por eso.
La beso un rato, dejo que se acomode contra mí, que sus manos busquen mi cuello. Y cuando siento que está relajada, suelto la primera piedra:
—¿Alguna vez has pensado en hacerlo con dos?
Se separa un poco, frunciendo el ceño. —¿Qué?
—Lo que escuchaste. Dos chicos, tú en medio.
Su cara es un poema. Primero risa nerviosa, luego un empujón en el pecho.
—Estás loco, Blake.
—¿Por qué loco? —pregunto, sonriendo—. Es solo una fantasía.
—No. —Sacude la cabeza, intentando mantener seriedad—. Eso no.
La observo en silencio. Veo cómo su respiración cambia apenas, cómo sus mejillas se tiñen de un rojo leve. Dice “no”, pero el cuerpo nunca miente.
—Todos tienen fantasías, Valeria —susurro, acercándome a su oído—. Solo que algunos no las confiesan.
—Pues esa no es la mía. —Se cruza de brazos, fingiendo indignación.
—Claro. —Me hago a un lado, como si me diera igual—. Aunque apuesto a que más de un chico aquí se ha hecho una paja pensando en ti con otra persona.
Ella abre la boca, escandalizada. —Eres un imbécil.
—Sí, pero un imbécil que dice la verdad.
Se ríe a pesar suyo. Y ese es el primer paso: ya no está enojada, ahora está jugando.
Los días siguientes sigo con el mismo juego. No insisto demasiado, no la presiono. Solo dejo caer comentarios en el momento justo.
En el comedor, cuando se inclina a hablar con una amiga, le digo en voz baja:
—Seguro ese de la mesa de atrás ya está imaginándote en su cama.
Me pega en el brazo, sonriendo nerviosa.
En el gimnasio, cuando se agacha a recoger su botella de agua, me acerco por detrás y murmuro:
—Si supieras lo que darían por estar en mi lugar…
Me mira de reojo, entre fastidiada y excitada.
No necesito más. Sé cómo funcionan las semillas: pequeñas, insistentes, hasta que germinan.
Una tarde, después de entrenar, la llevo al aula de música otra vez. Está cansada, sudando, pero igual se sienta en mi regazo y me rodea con los brazos. La beso, la hago gemir suave contra mi boca. Y cuando siento que está entregada, vuelvo al tema.
—Imagina esto —susurro contra su cuello—. Tú, yo… y alguien más mirándote.
Ella se tensa. —Otra vez con lo mismo.
—Solo imagina. —La beso más fuerte, mis manos recorriendo su espalda—. Imagina lo sexy que sería verte enloquecer mientras alguien más mira.
Su respiración se acelera. No dice nada, pero no me detiene.
—¿Lo ves? —le digo, sonriendo contra su piel—. Tu cuerpo no miente.
—Cállate —murmura, pero su voz suena más débil.
La vuelco sobre el banco, la beso hasta que pierde el hilo. Y cuando llega al clímax, le susurro otra vez, amarrando la idea al placer:
—Sería aún mejor con alguien más.
Ella gime, se estremece, y después me empuja suavemente.
—No. —Su voz tiembla un poco—. No quiero eso.
Asiento, fingiendo rendición. —Está bien. Olvídalo.
Pero no lo olvida. Nadie olvida lo que escucha en medio del placer.
En los días siguientes noto los cambios. Pequeños, casi invisibles. Cuando le hago un comentario sobre “dos”, ya no me insulta, solo me dice “estás enfermo” y se ríe. Cuando la beso, a veces me muerde más fuerte, como si quisiera castigarnos a los dos por pensar en lo prohibido.
La renuencia sigue ahí, pero ya no es sólida. Ahora tiene grietas. Y yo soy paciente.
Una noche, después de otra práctica, nos escapamos de nuevo al aula. Ella se sienta en el banco, jadeando un poco. Yo la observo y sonrío.
—¿Qué? —pregunta, viendo mi cara.
—Nada. Solo pienso que podrías volverte adicta a la atención.
—¿Qué atención? —dice, frunciendo el ceño.
—La de los demás. —Me acerco, poniéndome entre sus piernas—. La de un chico más, por ejemplo.
—Otra vez… —empieza, pero yo la beso antes de que termine.
Mis labios la callan, mis manos bajan por su cintura. La siento rendirse poco a poco. Y cuando la dejo sin aliento, susurro:
—¿Sabes lo que más me excita? Imaginar cómo te verías perdiendo el control mientras alguien más te observa.
Ella tiembla.
—Blake… —murmura, débil.
La beso otra vez, sin dejarla pensar demasiado. Cuando por fin me mira, sus ojos tienen ese brillo extraño. No es un sí, pero ya tampoco es un no rotundo.
La dejo tranquila después de eso. Cambio de tema, hago bromas, la hago reír. Sé que así funciona: le quito el peso, la dejo pensar que todo es un juego. Pero en su cabeza, la idea ya está creciendo.
Cuando me voy esa noche, sonrío para mí mismo.
Peter no tiene idea de lo fácil que será.
Valeria no va a aceptar mañana, ni pasado. Pero va a empezar a imaginarlo. Y cuando lo haga, ya no habrá vuelta atrás.
Porque la mente siempre se abre por donde entra la curiosidad. Y yo sé exactamente cómo regar esa semilla.
El aula de música huele a madera y polvo viejo. Siempre nos refugiamos aquí, pero hoy no vine a refugiarme. Hoy vine a reclamar.
Valeria está sentada sobre el banco, esperándome con los brazos cruzados. Me sonríe con ese aire de superioridad que tanto me gusta romper. Ella es mayor, más vivida, siempre me lo recuerda con alguna broma. Pero cuando cierro la puerta y quedamos solos, no hay bromas que valgan.
—¿Otra vez con esa cara? —dice, arqueando una ceja.
—Con esta cara es suficiente para que vengas —respondo, y la tomo de la barbilla.
Ella me mira desafiante, pero no se aparta. Ese es su juego: mostrar resistencia, cuando en el fondo le encanta ceder.
La beso sin prisa, pero con un peso que la obliga a inclinarse hacia mí. Mis manos recorren su cintura, subiendo hasta sentir cómo se estremece. Valeria gime bajo, casi sin querer.
—Blake… —susurra, como una advertencia.
—Shh. —La mando callar con un roce de labios en su cuello.
La recuesto contra el piano, y el sonido grave de las teclas vibrando bajo su espalda nos arranca una risa nerviosa. No paro. Me gusta esa mezcla de risa y gemido, me gusta cuando la máscara de la asesora se resquebraja.
El aula de música huele a madera y polvo viejo. Siempre nos refugiamos aquí, pero hoy no vine a refugiarme. Hoy vine a reclamar.
Valeria está sentada sobre el banco, esperándome con los brazos cruzados. Me sonríe con ese aire de superioridad que tanto me gusta romper. Ella es mayor, más vivida, siempre me lo recuerda con alguna broma. Pero cuando cierro la puerta y quedamos solos, no hay bromas que valgan.
—¿Otra vez con esa cara? —dice, arqueando una ceja.
—Con esta cara es suficiente para que vengas —respondo, y la tomo de la barbilla.
Ella me mira desafiante, pero no se aparta. Ese es su juego: mostrar resistencia, cuando en el fondo le encanta ceder.
La beso sin prisa, pero con un peso que la obliga a inclinarse hacia mí. Mis manos recorren su cintura, subiendo hasta sentir cómo se estremece. Valeria gime bajo, casi sin querer.
—Blake… —susurra, como una advertencia.
—Shh. —La mando callar con un roce de labios en su cuello.
La recuesto contra el piano, y el sonido grave de las teclas vibrando bajo su espalda nos arranca una risa nerviosa. No paro. Me gusta esa mezcla de risa y gemido, me gusta cuando la máscara de la capitana de porristas se resquebraja.
—Eres un mocoso insoportable —dice, pero ya tiene las manos en mi nuca, apretando para que no me aparte.
—Soy el mocoso que te hace temblar —le contesto, dominando el ritmo de sus respiraciones.
Empiezo lento, castigándola con pausas. La llevo hasta el borde y me retiro. Ella se arquea, desesperada, buscando más. Le niego justo lo suficiente para que su cuerpo clame por mí.
—No juegues conmigo… —jadea, la voz rota entre placer y frustración.
—No estoy jugando. —La sujeto por las muñecas contra el piano—. Estoy enseñándote.
Sus piernas me aprisionan la cadera, su cuerpo entero tiembla buscando el clímax. Y es ahí, cuando la tengo perdida, que inclino mi boca a su oído:
—¿Ves lo que hago contigo? Con uno soy suficiente para volverte loca. ¿Te imaginas si alguien más mirara?
Ella ahoga un gemido fuerte, casi un grito. Intenta negarlo, pero su cuerpo me traiciona. El temblor que recorre sus muslos es más honesto que cualquier palabra.
—Blake… —su voz es suplicante, y nunca pensé escucharla así conmigo.
La suelto de golpe, solo para verla incorporarse y buscarme con desesperación. La vuelvo a atrapar, esta vez sin darle tregua, intenso, profundo, hasta que la oigo romperse bajo mis manos. Su risa se mezcla con un jadeo, y su cuerpo se rinde entero, hundiéndose contra mí.
Cuando por fin cae sobre mi hombro, temblando, le acaricio el cabello. No digo nada, la dejo respirar. Sé que las palabras ahora no importan: lo que la convenció no fue mi voz, fue el incendio que le provoqué.
Ella se separa despacio, los labios aún rojos, el pecho subiendo y bajando. Me mira con una mezcla de rabia y fascinación.
—Eres un demonio —dice, apenas audible.
—Soy tu demonio —respondo, seguro, sabiendo que lo que planteé ya no es imposible en su mente.
Valeria se queda callada, pero no aparta la mirada. Y en ese silencio lo sé: ya no necesito convencerla con argumentos. Ya sembré la idea en el único lugar donde no puede resistirse: en su propio placer.
(...)
El ático siempre ha sido mío. Desde aquella primera película con los chicos, desde la noche del caos, cada secreto que descubrí aquí se convirtió en parte de mí. Ahora va a ser el escenario de algo más grande.
Subo primero, cargo la lámpara portátil y cierro la puerta con seguro. Me aseguro dos veces de que no haya huecos en las tablas ni ventanas mal ajustadas. El polvo flota como humo bajo la luz tenue. Perfecto.
Peter llega puntual. n***o, silencioso, obediente. Me gusta. No me mira a los ojos, como le enseñé. Solo espera instrucciones.
—Tres pasos atrás de la columna. Ahí te quedas. —Le marco con cinta negra en el suelo. Él obedece sin un gesto. Bien.
Valeria llega después. Jeans ajustados, chaqueta ligera, el cabello suelto. Más nerviosa de lo normal. Sus ojos me buscan con la pregunta muda: ¿estás seguro?
La tomo de la barbilla. —Conmigo siempre estás segura. —Le beso la frente. Siento cómo su cuerpo se relaja.
Ella ya sabe el juego de hoy. Fue su condición: los ojos vendados. “Para no distraerme”, dijo, pero yo sé la verdad. La venda no es para que no vea, es para que imagine más.
—¿Lista? —pregunto.
—Sí.
Le cubro los ojos despacio, ajusto la tela detrás de su cabeza. Le susurro: —Dime si aprieta.
—No… está bien.
Le tomo las muñecas y las llevo hasta el piano, como tantas veces. Su respiración se acelera.
—Recuerda las reglas —le murmuro—. Tu palabra manda. Si dices “alto”, todo se apaga.
Asiente en silencio.
Peter se queda donde debe, inmóvil. Lo vigilo con la mirada. Ni un movimiento fuera de lugar.
Empiezo a guiar a Valeria. Sus manos sobre el piano, su espalda recta. Le marco el ritmo de respiración, como siempre: tres… dos… uno. Ella entra en compás, confiada.
El placer empieza lento, controlado. La beso, la freno, la llevo al borde y la retiro. Ella gime frustrada, me suplica con un susurro. Yo sonrío.
—Paciencia. —Le acaricio la nuca, firme.
Y es entonces cuando inclino la cabeza a su oído y bajo la voz:
—Hay alguien aquí.
Su cuerpo tiembla.
—¿Qué? —susurra, agitada.
—Alguien que solo mira. —La giro hacia donde está Peter, aunque ella no lo sabe. Sus labios se entreabren en un jadeo—. ¿Quieres sentirte vista?
Ella muerde su labio inferior bajo la venda. Su silencio lo dice todo. No niega.
Le dejo caer un roce, preciso, y ella gime con fuerza. Esa es la confirmación.
Peter se mantiene en su sitio. Sus ojos clavados, las manos tensas a los costados. Ni un ruido. Solo respira. Yo lo escucho. Valeria no.
—Eres espectáculo y reina —le digo a ella, sosteniéndola con fuerza mientras la dejo perderse—. Y él es solo público.
Ella arquea la espalda, me aprieta como si el vendaje fuera parte de su piel. Su cuerpo vibra, jadea mi nombre, pide más. La llevo hasta donde quiero, ni un segundo antes.
El ático se llena de su voz contenida, del golpe leve de las teclas del piano bajo su cuerpo, de la respiración agitada que se mezcla con la mía. Peter observa, pero es invisible para ella. Solo yo existo.
Y en secreto, mientras ella se rinde a mi compás, mi mano derecha activa el móvil que dejé en un ángulo perfecto entre dos partituras viejas. La cámara graba en silencio. Nadie lo nota.
No lo hago por morbo. Lo hago por poder. El recuerdo escrito en luz siempre me pertenecerá.
Cuando por fin la dejo caer al clímax, Valeria tiembla contra mí, perdida, vendada, confiada. La sostengo para que no se desplome.
—Blake… —jadea, agotada.
—Aquí estoy. —Le beso la frente otra vez.
Levanto la mano hacia Peter. Él entiende. Da un paso atrás, gira y se marcha sin un ruido. Ni siquiera abre los ojos más de lo necesario. Desaparece como un fantasma.
Me quedo con ella, acariciándole el cabello, dejando que respire. Le quito la venda con cuidado. Sus ojos parpadean con lágrimas de placer y desconcierto.
—Se fue —le digo, suave.
Ella asiente, apoyando la frente en mi hombro.
—¿Lo grabaste? —pregunta de pronto, como si me hubiera leído la mente.
—No. —Miento con calma, acariciando su mejilla.
Sonríe, agotada. —Menos mal.
La abrazo más fuerte, y en mi bolsillo vibra el teléfono que ya guarda nuestro secreto.
El ático está vacío. Sellé la escena en mi memoria y en el móvil. Valeria cree que fue un juego que se quedó en el aire, Peter cumplió como espectador mudo, y yo sigo siendo el único dueño del secreto completo.
Pero hay algo que sé: el que mira siempre queda marcado. Y no pasa mucho antes de que Peter venga a buscarme.
Me intercepta en el pasillo, después de clase. Mira alrededor nervioso, como si lo fueran a escuchar. Yo me río para mis adentros: es un mal actor.
—Necesito hablar contigo —dice en voz baja, jalándome hacia el patio lateral.
Me dejo llevar. Cuando llegamos al rincón donde nadie pasa, se gira y me suelta de golpe:
—Eres un cabrón.
Sonrío. —Ya lo sabías.
—No, Blake, no entiendes. —Peter está rojo, alterado—. No puedo sacarme esa mierda de la cabeza. La forma en que la tenías… cómo la controlabas… Joder.
Me cruzo de brazos, lo observo como quien estudia a un animal curioso.
—¿Te gustó mirar?
—¿Gustar? —Se ríe, pero es una risa quebrada, cargada de nervios—. Fue lo más enfermo y lo más excitante que he visto en mi vida.
Se pasa las manos por la cara, desesperado.
—Después de eso… —me mira, como si confesara un crimen—. Pasé toda la maldita noche haciéndome pajas, Blake. Toda. No podía parar. Cerraba los ojos y veía a Valeria gimiendo, viéndote encima, obedeciéndote como si fueras… —sacude la cabeza— como si fueras su puto dueño.
Lo dejo hablar, me gusta ver cómo se desnuda solo.
—Eres un cabrón porque no entiendo cómo lo haces —continúa—. Ella es mayor, tiene experiencia… pero contigo parecía otra. Como si tú… como si tú la hubieras entrenado.
Me acerco un paso, bajo la voz.
—Porque yo no juego a complacer, Peter. Yo marco el compás. Y ella lo sabe.
Él traga saliva, y lo noto temblar un poco. No de miedo. De excitación.
—Necesito más —dice, casi suplicante.
—¿Más? —repito, disfrutando de la palabra—. ¿Quieres volver a mirar?
—Sí. —Su voz es casi un gemido. Luego añade, más bajo—. Y… quiero participar.
Ahí está. Lo que esperaba. La semilla que tarde o temprano iba a brotar.
Lo miro en silencio, dejando que su propia confesión lo queme por dentro. Él desvía la vista, avergonzado, pero no se retracta.
—Déjame probar… aunque sea un poco. No tienes idea de lo que me hizo verla así. —Se pasa la mano por el cabello, desesperado
—. No puedo quitármela de la cabeza.
Yo sonrío despacio. Peter está atrapado.
Y lo mejor es que todavía no tiene idea de que el único que decide hasta dónde llega este juego… soy yo.