Intensidad en el ático

3115 Words
BLAKE ASHFORD (15 años) Un año. Ha pasado un año desde aquella primera vez que subí al ático con mis amigos para ver la película porno que Peter había robado. Recuerdo sus caras rojas, sus manos nerviosas, la incomodidad de sentirse expuestos. Yo no. Yo solo observaba, con calma, sin taparme, entendiendo que mi cuerpo reaccionaba como tenía que hacerlo. Desde entonces, mucho ha cambiado. Ahora soy otra cosa en el internado. Soy el “niño prodigio”. El chico que nunca falla en un examen, el que siempre tiene la respuesta correcta. El que gana en el debate de derecho, el que saca las mejores notas en matemáticas, el que nunca pierde en el tiro con arco ni en taekwondo. Los maestros me usan como ejemplo, los entrenadores como referencia, los prefectos como amenaza: “Compórtate como Ashford.” Mis compañeros me odian en silencio, o me admiran con miedo. Y yo me alimento de eso. En este año también he subido varias veces al ático con mis amigos. Ellos siguen igual: Peter sacando discos viejos, Joseph cubriéndose con la chaqueta, Mark haciéndose el valiente y Daniel lanzando comentarios de chicas “fáciles”. Yo sonrío, me río con ellos, pero la verdad es que ya no lo necesito. Ahora tengo mi propio celular, mis propios accesos, mis propias búsquedas. El porno dejó de ser solo cuerpos desnudos. Empecé buscando variedad, como cualquiera. Rubias, morenas, tríos, escenas típicas. Pero pronto me aburrí. Me di cuenta de que lo que me atrapaba no era el simple hecho de ver a dos personas follando. Era algo más. El control. La forma en que uno imponía el ritmo, cómo el otro se sometía. Descubrí que lo mío no era el porno convencional, sino el de dominación. De poder. No fue casualidad. Ya había visto lo que un gesto de autoridad puede provocar, cómo un simple movimiento puede hacer que alguien se someta. El porno de dominación me mostraba lo que mi mente ya había empezado a imaginar: que el sexo no es solo placer, es jerarquía, es control. En ese mismo tiempo me volví sexualmente activo. Valeria fue la primera. Después vinieron un par de porristas. No voy a mentir: me gusta. Me excita tenerlas encima, me excita sentirlas gemir. Pero mientras las follo, mi mente va más allá. Fantaseo con más cosas, con escenas más oscuras, más sucias, más mías. Lo que me excita de verdad es cuando siento que la otra persona pierde el control, cuando yo soy el que dirige cada movimiento. Por eso, aunque disfruto el sexo, siempre termino queriendo más. Y el porno que consumo me da ese “más”. Me quedo horas viendo cómo uno domina, cómo el otro obedece. No son solo posiciones, son roles. Y me atraen más que cualquier caricia directa. Esa noche subo al ático buscando aire. No tenía plan. Solo quería escapar del dormitorio y del ronquido insoportable de Joseph. El pasillo está oscuro, como siempre, iluminado apenas por las luces de emergencia. Mis pasos son silenciosos, aprendí a caminar sin hacer crujir las tablas. Mientras subo la escalera de madera, recuerdo las veces que estuve ahí con mis amigos. Risas nerviosas, porno barato en una pantalla pequeña. Ahora se siente lejano, infantil. Yo ya no soy ese. Yo ya probé lo real. Y aún así, me encuentro subiendo, como si algo me llamara. Estoy por llegar cuando escucho ruidos. No son los mismos de siempre. No es Peter presumiendo su “tesoro”, ni Daniel contando chistes malos. Esto es distinto. Primero escucho música, bajita, apenas un murmullo rítmico. Luego, risas. Risas contenidas, pero más fuertes que las de mis amigos. Hay voces graves, voces femeninas también. Mi corazón late más rápido, no por miedo, sino por esa anticipación que me invade cada vez que estoy a punto de descubrir algo prohibido. Me acerco a la puerta. Está entreabierta, dejando escapar una línea de luz amarillenta. Me inclino y miro por la rendija. Y ahí está. No son mis amigos. Son los mayores. Un grupo de siete u ocho, chicos de los últimos años, y al menos tres chicas. Reconozco a una del equipo de teatro, a otra de música. El ambiente es otro. Botellas en el suelo, chaquetas y camisas tiradas, vasos medio llenos. Un parlante portátil reproduce una melodía repetitiva, hipnótica. Y en medio de todo, ellos: riendo, bebiendo, tocándose sin vergüenza. Me quedo inmóvil. No es como el porno de mis amigos, ni como el que veo en mi celular. Esto es real. Esto es caos. Un chico se deja caer en un banco viejo, y una de las chicas se sienta sobre él, riendo mientras le pone una mano en el cuello. Otro levanta la botella y da un trago largo antes de besar a la que tiene al lado. El grupo aplaude, los anima. El calor me recorre entero. Esto no tiene guion, no tiene cámara. Esto es lo prohibido hecho carne, justo delante de mis ojos. Me echo un poco hacia atrás, contengo la respiración. Nadie sabe que estoy ahí. Nadie sospecha. Y ese detalle, ese secreto, me excita más que cualquier gemido en pantalla. No es solo ver. Es ver sin ser visto. Apoyo la espalda contra la pared, me obligo a calmar la respiración. Vuelvo a asomarme. El chico del banco se ríe fuerte, y la chica le tapa la boca con la mano. Otro tropieza con un caballete, derribándolo con estrépito, y todos se ríen. Una tercera chica los manda callar, pero termina besando al primero que la abraza. El desorden me fascina. Recuerdo a Valeria, recuerdo a las porristas. El sexo me gusta, claro, pero esto… esto es diferente. No estoy participando. No estoy tocando. Y aún así, me siento más vivo que nunca. Porque aquí, en las sombras, tengo el control absoluto. Ellos creen que están libres, que están rompiendo reglas. Y yo, viéndolos, sé que soy el que tiene la ventaja. Me quedo quieto, pegado al marco de la puerta, como si el mínimo movimiento pudiera romper el hechizo. La música sigue sonando, tenue, con un bajo repetitivo que vibra en el suelo de madera. Las risas llenan el ático, mezcladas con murmullos, con gemidos entrecortados que apenas logro distinguir. El calor dentro es diferente. No es el del verano ni el de un entrenamiento. Es otro, más denso, más húmedo. Casi puedo sentirlo en la piel aunque estoy fuera. El chico del banco se deja caer hacia atrás y la chica sobre él ríe, apoyando la frente en su hombro. Sus manos se mueven como si olvidaran que hay más gente alrededor. Otro par a un lado se besa con urgencia, torpes, como si el alcohol dirigiera sus cuerpos. Me fijo en los detalles. El brillo en los ojos de la chica que reconocí del teatro, la forma en que un mayor le susurra al oído mientras ella asiente, nerviosa pero sonriente. El movimiento de las manos, demasiado libres, demasiado seguras. Siento la presión en mi entrepierna y no me incomoda. Al contrario. Me gusta reconocer lo que mi cuerpo responde, me gusta no tener que taparme como hacen mis amigos. Lo que me atrapa no es la escena en sí, sino lo que representa. El caos. La ruptura de todas las reglas que nos taladran cada día. Los mayores, que en clase se sientan erguidos y repiten respuestas como si fueran soldados, ahora se dejan caer, se ríen, se pierden en exceso. Y yo lo veo todo. Pienso en Valeria. Pienso en las porristas. Con ellas siento placer, claro. Con ellas tengo control, soy yo quien marca el ritmo. Pero esto… esto es diferente. Aquí no estoy tocando, no estoy imponiendo nada directamente. Aquí mi poder es otro: el de observar. El de ser testigo de algo que nadie debería ver. Ese pensamiento me eriza la piel. Uno de los mayores tropieza y casi cae encima de la botella que rueda hasta mis pies. Me echo hacia atrás, el corazón golpeándome el pecho. La recojo rápido, sin hacer ruido, y la coloco al lado de la puerta. Nadie nota nada. Vuelvo a asomarme. El chico se reincorpora, riendo, y la chica que estaba con él le lanza un cojín viejo en la cabeza. Todos estallan en carcajadas. El ambiente parece una mezcla de fiesta infantil y ritual prohibido. Y eso me excita aún más. Porque ellos creen que son libres, pero yo soy el único que ve la imagen completa. Yo sé que no son más que piezas sueltas de un caos que yo contemplo desde arriba, como un dios escondido. Me acomodo, respiro hondo, y me concentro. La chica del teatro está ahora contra la pared, mientras uno de los mayores la arrincona con sonrisas y susurros. Ella ríe, pero sus ojos parpadean nerviosos. Ese detalle me llama la atención. No está incómoda del todo, pero tampoco segura. Es esa mezcla lo que me enciende. El límite difuso entre el deseo y la duda. Me sorprendo a mí mismo memorizando cada gesto. La inclinación de su cabeza, la manera en que sus manos se aferran al banco detrás de ella, la respiración acelerada. Todo lo registro, como si fuera material de estudio. Y pienso: esto me sirve. Algún día, cuando esté con alguien más, recordaré cómo él la mira, cómo ella responde. El conocimiento es poder. Me quedo tanto tiempo observando que pierdo la noción de los minutos. Podría quedarme toda la noche ahí, mirando cómo el desorden crece. Un par de chicos empiezan a discutir, jugando, peleando por la botella. Otro los separa, riendo. Alguien enciende un cigarrillo y el humo se mezcla con el polvo del ático. La escena se vuelve borrosa, como un cuadro impresionista hecho de sudor y risas. Siento el impulso de entrar, de probar ese caos en carne propia. Pero me detengo. No. Aquí estoy mejor. Aquí tengo lo que ellos no: perspectiva. Porque cuando participas, pierdes el control. Cuando observas, lo tienes todo. Me sorprendo imaginando qué pasaría si descubrieran que estoy aquí. Si de pronto abrieran la puerta y me vieran, parado, mirándolos. ¿Me invitarían a unirme? ¿Me insultarían? ¿Se avergonzarían? La idea me provoca una sonrisa torcida. No lo hago, claro. No me delato. Prefiero quedarme en las sombras, donde pertenezco. La chica del teatro se ríe fuerte y tapa su boca. Uno de los chicos la levanta en brazos y gira con ella. Los demás aplauden, animan. Ella grita de sorpresa, mezcla de miedo y diversión. Ese grito me taladra en el pecho. Siento que no hay vuelta atrás. Esto es lo mío. No es el porno barato en la pantalla de un celular, ni siquiera las fantasías de dominación que busco en internet. Esto es real. Esto es prohibido. Esto es mío. Me echo hacia atrás un segundo, respiro hondo. El corazón late como si hubiera corrido, pero no estoy cansado. Estoy excitado. Vivo. Me obligo a alejarme, a bajar un par de escalones, aunque mis piernas protestan. Quiero quedarme. Quiero seguir mirando. Pero sé que si me descubren, se acabará. Y este secreto es demasiado valioso para arriesgarlo. Bajo la escalera despacio, sin hacer ruido. El murmullo de risas y música se va apagando detrás de mí. Cuando llego al pasillo, me apoyo en la pared y cierro los ojos. El eco del caos todavía vibra en mi cabeza. No pienso en culpa. No pienso en vergüenza. Pienso en poder. En cómo el simple hecho de verlos sin ser visto me coloca por encima de ellos. En cómo ellos creen que rompen las reglas, pero yo soy el único que realmente las domina, porque yo tengo el secreto. Camino de regreso al dormitorio con calma. Nadie se despierta. Nadie nota nada. Me meto en la cama, cierro los ojos. Pero no duermo. En mi mente sigo en el ático. Las risas, los cuerpos, el desorden. El caos. Y sé que desde esta noche, ya no hay vuelta atrás. El sexo me gusta. Sí. Valeria, las porristas, el porno. Todo eso me excita. Pero esto… esto es diferente. Esto me pertenece. Soy un voyeur. Y lo disfruto. (...) Han pasado días desde el caos en el ático y todavía lo tengo metido en la cabeza. Me descubro pensando en eso incluso en clase, cuando debería estar atento a las fórmulas o a los apuntes de derecho. Los demás toman notas como autómatas, yo dibujo en mi mente la escena de aquella noche: el calor, las risas, los cuerpos demasiado cerca. El desorden absoluto. No era el sexo lo que me atrapó, sino el poder de verlos sin ser visto. Esa sensación no se me quita de la piel. Estoy sentado con Peter en los escalones del patio trasero. El aire está húmedo, cargado de olor a césped recién cortado. Peter mastica una barra de cereal como si no hubiera comido en días. Es torpe hasta para eso. Se le cae una miga en la chaqueta y la sacude con la palma, nervioso, como si yo estuviera examinándolo. —Tienes cara de estar pensando en algo raro —dice, masticando aún. Me río. —Siempre pienso en cosas raras, ¿no lo sabías? —Sí, pero hoy es diferente —insiste, arrugando la frente. Lo dejo ahí, no le respondo. Me gusta que la gente se incomode con mi silencio. Siempre hablan más de lo que deberían cuando no tienen respuestas. Y funciona. Peter suspira y baja la voz, mirando alrededor. —Te voy a decir algo, pero no me jodas después, ¿vale? —Depende —le digo, sonriendo de lado—. Si es interesante, no prometo nada. Me mira con esa mezcla de miedo y necesidad que he visto tantas veces. Y entonces lo suelta: —Quiero follarme a Valeria. Contengo la risa. Si supiera… si supiera lo que pasa después de clases en el aula de música, cuando ella se sienta en mi regazo y me dice que no tiene prisa por irse a casa. —¿Valeria? —repito, fingiendo sorpresa—. La del pelo castaño, la asesora —Esa. —Se pasa la mano por el cuello, incómodo—. No sé, tiene algo… Lo observo un segundo. Está nervioso, excitado incluso de confesarlo. Me divierte. —¿Y qué piensas hacer? —pregunto, como quien pide un plan de ataque. Peter se ríe, una carcajada seca. —Nada. No soy idiota. No quiero que me expulsen por intentar algo estúpido. —¿"Algo estúpido"? —repito, inclinándome hacia él—. ¿A qué te refieres? Baja la voz aún más, casi un susurro. —Ya sabes… no pienso en… en obligarla. Ahí es cuando me río de verdad. —Dios, Peter. ¿Quién te dijo que tienes que violar a alguien para follártela? Se queda en silencio, sorprendido por lo directo de mis palabras. Me gusta ese silencio. —¿Entonces? —pregunta, desconfiado. —Entonces que hay otra forma —respondo. Lo dejo unos segundos, solo para ver cómo se desespera. Me mira, esperando, como un perro que olfatea la comida pero no sabe si le vas a dar. —¿Quieres que te ayude? —le pregunto, disfrutando la incredulidad en su cara. —¿Ayudarme? —repite, como si no hubiera entendido. Asiento. —Sí. Puedo convencerla. —No me jodas, Blake. —Su risa es nerviosa, incrédula—. ¿Por qué coño harías eso? Ahí está la pregunta que esperaba. Me inclino hacia atrás, dejo que el silencio se estire un poco más. Y entonces suelto lo que tengo en mente: —Porque quiero ver cómo te la follas. Peter parpadea. Se ríe, pero la risa suena rota, nerviosa. —¿Qué? —Eso. Quiero mirar. El silencio se alarga entre nosotros. Puedo escuchar cómo traga saliva. Está incómodo, pero no tanto como para irse. Y esa es la señal de que lo tengo atrapado. —¿Estás de coña? —pregunta al fin. —¿Parezco estar de coña? —respondo con calma. Se queda mirándome. Busca en mi cara algún rastro de broma, pero no lo encuentra. —Eso es… jodidamente raro —murmura. —¿Raro? —me río bajo—. Es simple. Tú quieres a Valeria. Yo puedo convencerla. Y a cambio, yo miro. Todos ganamos. Su respiración cambia. Ya no es la risa nerviosa, ahora es otra cosa: curiosidad. Excitación, incluso. —¿Y por qué demonios querrías ver? —pregunta, todavía con incredulidad. —Porque me gusta. —No le doy más explicación. No la necesita. Se pasa las manos por la cara. Y entonces, de repente, se ríe. Una risa más auténtica, más cargada de adrenalina. —Vale… —dice, mirándome de reojo—. Pero si tú miras cuando yo me la folle, yo miro cuando tú lo hagas. Su frase me arranca una sonrisa. Exacto. Ahí estaba. La curiosidad. La chispa que había notado desde hace tiempo. Porque Peter no es tan simple como parece. En las conversaciones de los chicos sobre sexo, él nunca se conformaba con hablar de misionero o de un 69. Siempre llevaba las cosas más lejos. Hablaba de sexo anal, de tríos, incluso soltó alguna vez lo de mirar a otros. Los demás se rieron, lo llamaron enfermo. Yo no me reí. Yo lo observé. Guardé esa información. Y ahora encaja todo. Peter ya había empezado a buscar otras cosas, otros límites. Su forma de mirar cuando alguien mencionaba porno no era la de un novato, era la de alguien que ya había probado de más. Y yo lo sé. —Hecho —respondo, tranquilo, como si acabáramos de cerrar un trato de negocios. Peter me observa con la respiración agitada. Su rostro mezcla incredulidad y deseo. Es obvio que no me cree del todo, pero la idea ya se metió en su cabeza. Y lo sé: la curiosidad siempre gana. Me levanto y sacudo el polvo de la chaqueta. Peter me sigue, todavía sonriendo nervioso. —Joder, Blake, eres un cabrón —dice, medio riendo, medio serio. —Ya lo sabías —respondo, mirándolo de reojo. Caminamos de regreso al dormitorio. Los pasillos están en silencio, apenas iluminados. Pienso en Valeria, en cómo sonríe cuando me dice que cierre la puerta del aula de música. Pienso en su risa cuando me tira hacia atrás en el banco. Y me imagino la cara de Peter, entrando, participando, creyendo que se lleva el premio cuando en realidad yo seré el único con el control. Porque yo voy a mirar. Voy a dirigir. Voy a tener el poder. Y Peter ni siquiera lo sabe.
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