BLAKE ASHFORD
(14 AÑOS AÑOS)
Han pasado dos años desde que crucé las puertas de este internado y todavía siento ese olor a madera vieja y a paredes que han escuchado demasiados secretos. Al principio me pareció una cárcel con uniformes elegantes, pero ahora entiendo que es un campo de entrenamiento. Aquí nadie viene a ser feliz. Aquí venimos a aprender a ganar.
Las mañanas siguen siendo un maldito desfile de campanas, pasos rápidos y uniformes perfectamente planchados. Me levanto, me miro en el espejo y ajusto la corbata. El reflejo que devuelvo es el de un nerd aplicado: cabello peinado, lentes en la cara, expresión seria. Eso es lo que todos ven. Y me sirve. Porque nadie sospecha de un nerd. Nadie piensa que el chico silencioso que levanta la mano en clase es el mismo que, por dentro, mide debilidades como si fueran monedas.
La rutina es siempre la misma. Clases avanzadas desde temprano, matemáticas que para muchos parecen imposibles, derecho comparado que debería ser para universitarios, debates interminables donde cada palabra cuenta. Yo hablo lo justo. Respondo con precisión. Nunca muestro cansancio. El papel de chico modelo me queda como un guante. Por fuera. Por dentro, cada palabra que escucho es información. Cada gesto de mis compañeros es un mapa. Quién tiembla al ser cuestionado, quién se pone rojo cuando lo contradicen, quién sonríe para ocultar inseguridad. Los demás estudian las materias. Yo estudio a las personas.
Después vienen los deportes. Aquí no se trata solo de entrenar, se trata de sobrevivir a la competencia. Fútbol, natación, esgrima. Yo sigo con el tiro con arco y el taekwondo. Y sí, sigo siendo de los mejores, pero ya no lo hago para que mi padre esté orgulloso. Lo hago porque no soporto perder. No es orgullo. Es obsesión. Si alguien me gana, no duermo. Me quedo despierto repasando cada movimiento, cada error, hasta que encuentro la grieta. Y cuando la encuentro, la uso. No descanso hasta quebrar al que se atrevió a superarme. Y cuando lo logro, me siento vivo.
Dicen que los Ashford nacemos con competitividad en la sangre. Tal vez. Pero lo mío es diferente. Yo no quiero ser el mejor solo por el título. Yo quiero ser el que controle quién puede ganar y quién no. El que decide cuándo alguien se levanta y cuándo se queda en el suelo.
He hecho amigos aquí, o al menos eso creen. Chicos que me buscan para estudiar, para entrenar, para beber a escondidas en el dormitorio cuando los guardias se hacen los ciegos. Me río con ellos, cuento chistes, incluso pierdo alguna partida de ajedrez a propósito para que no sospechen. Pero no confío en ninguno. Nunca confío. Los observo, los manipulo. Aprendí a decir lo que quieren escuchar, a usar su ego contra ellos. Es increíble lo fácil que es empujar a alguien con un halago en el momento correcto, o con una broma que suene inocente pero clave en el lugar preciso.
Lo curioso es que me divierte. Mientras ellos creen que soy uno más del grupo, yo solo estoy tomando notas mentales. Sé quién se acuesta con quién, quién roba de la cafetería, quién llora cuando piensa que nadie lo ve. Y aunque nunca lo digo en voz alta, me siento como un dios escondido entre mortales.
A veces pienso que Liam debería aprender esto. Pero él es diferente. A él no le interesa fingir. Cuando algo no le gusta, explota. He visto esa ira en su cara, esa furia que no se puede controlar. Lo peor es que es brillante, mucho más brillante de lo que cualquiera sospecha. Su cerebro va más rápido que el mío, que el de todos. Lo sé porque lo he visto resolver problemas en segundos que a mí me toman minutos. Su IQ está por las nubes, aunque nadie parece notarlo porque se distrae, porque se enfada, porque siempre está al borde de pelearse con alguien.
Yo soy el único que entiende a Liam. El único que ve el genio detrás del niño enfadado. Por eso lo protejo. Varias veces tuve que salvarlo de meterse en problemas graves. Una vez estuvo a punto de romperle la cara a un imbécil que se burló de él en clase. Tuve que agarrarlo, sacarlo a la fuerza antes de que lo expulsaran. Él no lo agradece, claro. Me odia cuando lo detengo. Pero yo sé que si no lo hago, se arruinará solo.
Somos distintos. Él deja que la ira lo gobierne. Yo dejo que la obsesión me guíe. A él lo domina la emoción. A mí, la necesidad de ganar. Pero en el fondo somos iguales: no sabemos perder. Y eso nos conecta más que cualquier otra cosa.
Liliana… ella es otra historia. Antes parecía fuerte, segura, la favorita de mi padre. Ahora la veo diferente. Se ha vuelto sumisa. Está siempre detrás de Nicholas, ese imbécil al que odia cada fibra de mi ser. Lo veo en las vacaciones, en las reuniones familiares. Nicholas habla, y Liliana asiente como un perro faldero. Me repugna. No soporto verla así, apagada, como si hubiera renunciado a ser algo más que su sombra.
Y Nicholas… Nicholas es el tipo de persona que detesto. Sonrisa falsa, palabras dulces en público, pero lo he visto. Lo he visto mirar con desprecio, lo he escuchado hablar como si todos fuéramos inferiores. Y sé que le pone la mano encima a Liliana. Ella nunca lo dice, pero yo lo noto. Y cada vez que lo pienso, me hierven las entrañas.
No confío en nadie, pero sí protejo a los míos. A Liam de sí mismo. Y a Liliana, aunque ella ya no se dé cuenta, de ese parásito que la consume.
El internado me ha enseñado más que todos los años en casa. Aquí aprendí a usar máscaras. Aprendí que puedo ser el chico nerd aplicado mientras por dentro calculo cómo hundir a alguien. Aprendí que la disciplina que me impusieron no sirve para complacer a mi padre, sirve para disfrazar mis intenciones. Y me gusta. Me gusta ver cómo todos creen que soy confiable, mientras en realidad solo los uso como piezas en mi tablero.
No se trata de perfección. Se trata de control.
Y yo nunca dejo que nadie me controle.
Una noche...Nos escabullimos como ratas. La madera del pasillo cruje y todos se quedan congelados, como si un guardia fuera a aparecer de la nada. Yo solo sonrío. El internado está lleno de rincones muertos, y el ático es uno de ellos.
Antes era un aula de arte, dicen. Ahora está abandonada, llena de caballetes rotos, bancos polvorientos y un olor a madera húmeda. Para nosotros es el refugio. Aquí los mayores suben a follar a escondidas. Nosotros todavía no tenemos ese privilegio, pero lo usamos para beber lo que podemos robar y hablar de lo que no diríamos en voz alta.
Esta noche somos cinco. Mark, Peter, Daniel, Joseph y yo. Cada uno con su chaqueta abultada para ocultar botellas medio llenas. Nos sentamos en círculo, y Peter saca algo distinto de su mochila. No es alcohol. Es una caja de plástico n***o.
El ático huele a polvo y madera húmeda. Nos sentamos en círculo, botellas escondidas entre las chaquetas. Peter saca el disco y sonríe como si trajera oro. La pantalla chisporrotea y de pronto aparece: una mujer desnuda, un hombre encima, gemidos que parecen rebotar en las paredes.
Todos se quedan mudos. Los ojos abiertos, las respiraciones cortas. Joseph se ríe nervioso, como si la risa pudiera tapar la erección que trata de ocultar con la chaqueta. Daniel cruza los brazos sobre su regazo, inútil, porque el movimiento lo delata. Mark se inclina hacia adelante, demasiado, como si la cercanía con la pantalla lo fuera a salvar.
Yo solo me recuesto contra la pared y los miro. La película me excita, sí, siento la presión crecer entre mis piernas. Pero no me da vergüenza. No tengo que taparme como ellos. Ya sé lo que es esto. Leí en un libro de anatomía que la erección es solo sangre llenando los cuerpos cavernosos. Una respuesta normal del cuerpo a un estímulo. Luego lo confirmé en internet: se alivia con masturbación. Biología pura. Nada que esconder.
—Mierda… —murmura Joseph, ajustando la chaqueta más arriba.
—Está buenísima… —susurra Mark, sin apartar la mirada de la pantalla.
—Dicen que Lucy, la del grupo de teatro, es fácil —lanza Daniel, como si de pronto necesitara una vía de escape.
Las risas son nerviosas. Peter levanta las cejas. —¿Quién lo dice?
—Lo escuché en el pasillo. Que ya se dejó con un par de los mayores.
—Joder… —Mark se mueve incómodo, y por debajo de la chaqueta empieza a presionarse la entrepierna, creyendo que nadie lo nota. Pero todos lo notamos.
Yo sonrío apenas. No digo nada de lo que pienso. Solo suelto un comentario mordaz:
—¿Lucy? No creo que quiera con idiotas como ustedes.
—Vete a la mierda, Blake —responde Joseph, rojo, pero riendo como si fuera parte del juego.
Las risas crecen, y mientras tanto la mujer de la pantalla gime, arqueando el cuerpo. Yo me concentro. No solo la miro, la estudio. Cómo el hombre la toma por la cintura, cómo la empuja, cómo le muerde el cuello. Cada detalle lo memorizo. No porque me provoque fantasías baratas como a ellos, sino porque sé que algún día me servirá.
Los demás parecen luchar contra su propio cuerpo. Se acomodan, se tapan, respiran hondo. Yo disfruto viéndolos. Me divierte que se avergüencen de lo que es obvio.
Por un segundo me pasa algo por la cabeza: la idea de sacarme la v***a y tocarme frente a ellos. No como necesidad, sino como experimento. ¿Qué harían? ¿Gritarían? ¿Se quedarían mirando? ¿Se unirían? La idea me divierte. Me arranca una sonrisa que nadie entiende. Pero no lo hago. No todavía.
Me quedo quieto, disfrutando de la película y, sobre todo, disfrutando de la incomodidad de mis amigos. Ellos tratan de ocultar lo que sienten. Yo no. Yo aprendo. Cada gemido, cada toque, cada movimiento lo archivo en mi cabeza. No es placer lo que busco, es conocimiento.
Y mientras los otros luchan por cubrirse y fantasean con Lucy, yo entiendo que esta noche no es solo la primera vez que veo porno. Es la primera vez que noto lo distintos que somos. Ellos se esconden. Yo observo. Ellos se avergüenzan. Yo aprendo.
(...)
Las noches en el internado son largas. El silencio después de la medianoche tiene un peso raro, como si las paredes guardaran secretos. Y a mí me gusta escuchar. Me gusta moverme por los pasillos cuando todos duermen, cuando los guardias se confían y las luces apenas alumbran.
Una de esas noches, buscando aire, escucho un ruido extraño. Risas apagadas, un quejido suave. Me acerco. La puerta del almacén de limpieza está entreabierta. Me asomo apenas, sin ser visto.
Lo que veo me golpea más fuerte que cualquier película. Dos compañeros míos, enredados, sudorosos, con las manos desesperadas. La chica se muerde el labio, él la sostiene con fuerza por la cintura. El movimiento es torpe, pero real. No son actores fingiendo. Son ellos. Carne de verdad, placer de verdad.
Me quedo quieto, sin respirar. La sangre me hierve. Y lo entiendo: esto me excita mucho más que la pantalla en el ático. Porque no es algo preparado, es algo prohibido. Nadie debería estar viéndolo, y yo lo estoy viendo. Ese es el punto. Ese es el fuego.
Siento cómo mi cuerpo reacciona, la presión sube como si fuera a estallar. Y por primera vez, no me conformo con observar. Esa noche, en mi cama, dejo que esa imagen me consuma. Mis compañeros, jadeando, la chica con el cuello expuesto, él sujetándola como si tuviera todo el poder del mundo. Eso me lleva a hacerlo. A probar lo que había leído, lo que había escuchado.
Y lo descubro: el alivio es brutal, intenso, casi doloroso. Un clímax que me deja sin aire, que me obliga a morder la almohada para no hacer ruido. Cuando termino, me quedo en silencio, el pecho subiendo y bajando, los ojos clavados en la oscuridad.
No pienso en culpa. No pienso en vergüenza. Pienso en poder. En lo que significa ver sin ser visto, dominar la escena sin formar parte de ella.
El porno me mostró cuerpos. Pero el voyerismo me mostró otra cosa: el control. Ellos no sabían que los miraba. Yo tenía la ventaja. Yo era el dueño del secreto. Y ese secreto me excitó más que cualquier gemido grabado.
Esa noche entendí algo nuevo sobre mí. No solo me atrae el sexo. Me atrae el control. Me atrae observar, decidir qué ver, cuánto ver, cómo guardarlo en mi cabeza. Me atrae la dominación, incluso desde la sombra.
Me duermo tarde, con una sonrisa que nadie entendería. Y sé que ya no hay vuelta atrás.