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Más brillante que una estrella

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Blurb

Windy City no está preparada para Phoebe Somerville, el bombón más moderno, escandaloso y curvilíneo de Nueva York que acaba heredar el equipo de fútbol Chicago Stars.Y Phoebe no está definitivamente preparada para el entrenador estrella de los Stars, Dan Calebow, rubia y salvaje leyenda viva de Alabama.Calebow es todo lo que Phoebe aborrece, machista, exigente y de mentalidad cerrada. Y la nueva y bella jefa es todo lo que Dan desprecia, una chica bonita e impertinentemente tonta que no sabe ni hacer la O con un canuto. ¿Por qué se siente atraído por el desvergonzado bomboncito como un cohete teledirigido? ¿Y por qué el encanto de niño bueno de Dan hace que la cosmopolita Phoebe se sienta torpe, muda y asustada de muerte? Repentinamente hay mucho más que un campeonato en juego. ¡Porque la pasión es el nombre de este partido y hay dos tercos participantes jugando!

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Capitulo 1
Phoebe Somerville se enfrentó a todo el mundo en el entierro de su padre sin más apoyo que un caniche francés y un amante húngaro. Se sentó ante la tumba como una reina salida de una película de los años cincuenta, con el pequeño caniche blanco echado en su regazo y un par de gafas de sol de diamantes falsos protegiéndole los ojos. Fue difícil para los asistentes decidirse quién parecía más fuera de lugar: el caniche con su pelo perfectamente cortado luciendo un par de lazos color melocotón en sus orejas, el húngaro increíblemente guapo de Phoebe con su larga y brillante coleta o la propia Phoebe. El cabello rubio ceniza de Phoebe, con mechas platino, caía sobre sus ojos como a Marilyn Monroe en La tentación vive arriba. Sus labios húmedos, llenos, pintados en un tono delicioso de peonía rosa, estaban ligeramente abiertos mientras miraba el ataúd n***o brillante de Bert Somerville. Llevaba un traje chaqueta de seda color marfil, discreto, pero el escandaloso bustier dorado que llevaba debajo era más apropiado para un concierto de rock que para un entierro. Y la falda, con un cinturón de cadenas doradas, cada una de las cuales estaba rematada por una hoja de parra, tenía una abertura lateral hasta la mitad de su bien proporcionado muslo. Era la primera vez que Phoebe regresaba a Chicago desde que se había escapado cuando tenía dieciocho años, tan sólo algunos de los presentes conocían a la hija pródiga de Bert Somerville. Sin embargo, por las historias que habían oído, ninguno de ellos estaba sorprendido de que Bert la hubiera desheredado. ¿Qué padre querría pasar su patrimonio a una hija que había sido la amante de un hombre cuarenta años mayor que su propio padre, incluso aunque ese hombre hubiera sido el reputado pintor español, Arturo Flores? Y además, allí estaba la vergüenza de las pinturas. Para alguien como Bert Somerville, los cuadros de desnudos eran cuadros de desnudos, y no importaba que docenas de los desnudos abstractos que Flores había pintado de Phoebe, honraran ahora las paredes de museos en todo el mundo, eso no cambiaba su parecer. Phoebe tenía cintura esbelta y piernas bien proporcionadas, pero sus pechos y caderas eran curvilíneos y femeninos, como en un tiempo casi olvidado cuando las mujeres parecían mujeres. Tenía cuerpo de chica mala, el tipo de cuerpo que, incluso a los treinta y tres años, podría ser exhibido con el ombligo al aire en la pared de un museo. Era el cuerpo danone de una rubia tonta, pero el cerebro de ese cuerpo era realmente inteligente, y Phoebe era el tipo de mujer que no debería ser juzgada por las apariencias. Su cara no era más convencional que su cuerpo. Había algo demoledor en la estructura de sus rasgos, aunque era difícil de decir qué era exactamente, si su nariz recta, su boca firmemente delineada o su mandíbula fuerte. Quizá era el diminuto lunar n***o y escandalosamente erótico que coronaba su pómulo. O tal vez eran sus ojos. Los que los habían visto antes de que se pusiera rápidamente sus gafas de sol de diamantes falsos habían tomado nota de la forma en que se rasgaban en sus bordes, de alguna manera casi demasiado exóticos, para encajar con el resto de su cara. Arturo Flores frecuentemente había exagerado esos ojos ámbar, algunas veces pintándolos más grandes que sus caderas, otras superponiéndolos a sus maravillosos pechos. Durante todo el funeral, Phoebe se mantuvo calmada y serena. A pesar de la humedad que impregnaba el aire de julio que igual que las aguas que se deslizaban por el cercano río DuPage, atravesando varios de los suburbios occidentales de Chicago, no proporcionaba ningún alivio al calor. Un toldo verde oscuro daba sombra a la tumba y a las primeras filas destinadas a la gente más importante que estaban situadas en semicírculo alrededor del ataúd n***o ébano, pero el toldo no era lo suficientemente grande para dar sombra a todo el mundo, y mucha de la gente engalanada estaba parada bajo el sol, donde habían comenzado a debilitarse, no sólo por la humedad sino también por el perfume abrumador de casi cien centros florales. Afortunadamente, la ceremonia había sido corta, y como no había ningún tipo de recepción posterior, pronto podrían dirigirse hacia sus frías piscinas y regocijarse en secreto del hecho de que le hubiera tocado a Bert Somerville en lugar de a ellos. El brillante ataúd n***o estaba posado encima de la tierra sobre una alfombra verde que había sido colocada directamente delante del lugar donde Phoebe se sentaba entre su hermanastra de quince años, Molly, y su primo Reed Chandler. La pulida tapa estaba cubierta de estrellas florales de rosas blancas adornadas con cintas celestes y doradas, colores de los Chicago Stars, el equipo de la Liga Nacional de Fútbol del que Bert había tomado las riendas hacía diez años. Cuando la ceremonia finalizó, Phoebe cogió a la caniche blanca en sus brazos y la puso a sus pies, provocando que un rayo de sol refulgiera en la tela dorada de su bustier y en los diamantes falsos de sus gafas de sol. El efecto era innecesariamente dramático para una mujer que ya era en realidad lo suficientemente dramática. Reed Chandler, el sobrino de treinta y cinco años de Bert, se levantó de su silla al lado de la de ella y se movió para colocar una flor sobre el ataúd. La hermanastra de Phoebe, Molly parecía consciente a medias. Reed simulaba estar apesadumbrado, aunque era un secreto a voces que iba a heredar el equipo de fútbol de su tío. Phoebe cumplió su papel y colocó su flor en el ataúd de su padre y se negó a que la antigua amargura la invadiera. ¿Qué objeto tenía? No había podido ganarse el amor de su padre mientras estaba vivo, y ahora finalmente podría dejar de esforzarse. Extendió la mano para dar una reconfortante caricia a su joven medio hermana, que era totalmente desconocida para ella, pero Molly se apartó como siempre que Phoebe trataba de acercarse. Reed volvió a su lado, y Phoebe instintivamente retrocedió. A pesar de todas las organizaciones benéficas de las que ahora era m*****o, no podía olvidar lo matón que había sido de niño. Rápidamente le volvió la espalda, y con voz jadeante y ligeramente ronca que armonizaba perfectamente con su espectacular cuerpo, se dirigió a los que estaban a su alrededor. —Es maravilloso que hayan podido asistir. Especialmente con este horrible calor. Viktor, querido, ¿puedes coger a Pooh? Tendió la blanca perrita a Viktor Szabo, que volvía locas a las mujeres, no sólo por su apostura exótica, sino porque había algo obsesivamente familiar en ese hermoso húngaro. Algunos correctamente lo identificaban como el modelo que había posado, depilado, con los abultados músculos lubricados y la cremallera abierta, para una campaña publicitaria a nivel nacional de vaqueros para hombres. Viktor tomó la perra. —Por supuesto, vida mía —contestó él con un acento que, aunque notable, era menos pronunciado que el de cualquiera de las hermanas Gabor, que habían vivido en los Estados Unidos muchísimas más décadas que él. —Mi cariñín —ronroneó Phoebe, no por Pooh, sino por Viktor. Para sí, Viktor pensaba que Phoebe lo estaba presionando demasiado, pero era húngaro e inclinado a ser pesimista, así que le lanzó un beso de forma conmovedora mientras tranquilizaba a la caniche en sus brazos y se colocaba en la mejor pose para exhibir su cuerpo perfectamente esculpido. Ocasionalmente él movía su cabeza a fin de que la luz atrapara el destello de los abalorios de plata discretamente tejidos en la dramática cola de caballo que caía sobre parte de su espalda. Phoebe extendió su mano de delgados dedos, con las uñas largas y pintadas de rosa peonía con mediaslunas blancas, hacia el corpulento senador que se había acercado a ella para mostrar sus condolencias y que parecía considerarla un pedazo particularmente delicioso de bizcocho. —Senador, muchas gracias por venir. Sé lo ocupado que debe estar, es usted un verdadero encanto. La regordeta esposa de pelo gris del senador le echó a Phoebe una mirada de desconfianza, pero cuándo Phoebe la saludó, la mujer mostraba calidez y cordialidad en su sonrisa. Más tarde, se daría cuenta que Phoebe Somerville parecía más relajada con las mujeres que con los hombre. Lo que no dejaba de ser curioso para una obvia come-hombres. Pero era una familia extraña. Bert Somerville para empezar, tenía un largo historial de matrimonios con showgirls de Las Vegas. La primera de ellas, la madre de Phoebe, había muerto al tratar de dar a luz al hijo que Bert había deseado tan ardientemente. La tercera, la madre de Molly, había perdido la vida en un accidente de avioneta hacía trece años camino de Aspen, donde planeaba celebrar su divorcio. La única esposa de Bert que todavía vivía no habría ni cruzado la calle para asistir a su entierro, así que mucho menos iba a volar desde Reno. Tully Archer, venerable entrenador defensivo de los Chicago Stars, se apartó de Reed para acercarse a Phoebe. Con todas sus canas, sus blancas cejas y la nariz roja, parecía un Santa Claus sin barba. —Algo terrible, Señorita Somerville. Terrible. —Se aclaró la voz con una tosecilla—. No creo que nos conozcamos. Es algo raro no haberme tropezado con la hija de Bert en todos los años que hace que lo conozco. Bert y yo nos conocíamos desde hacía mucho tiempo y lo voy a echar de menos. No es que normalmente coincidiéramos en las cosas. Podía ser condenadamente terco. Pero, bueno, al final siempre nos poníamos de acuerdo. Él movía su mano y hablaba incansablemente sin establecer nunca contacto visual con ella. Cualquiera que no siguiera el fútbol podría haberse preguntado cómo era posible que alguien al borde de la senilidad pudiera entrenar un equipo de fútbol profesional, pero los que le había visto trabajar nunca cometían el error de menospreciar sus habilidades como entrenador. Sin embargo, le gustaba hablar, y como no parecía tener intención de interrumpir sus palabras, Phoebe lo detuvo. —Es muy amable por decir eso, Sr. Archer. Un dulce caramelito. Tully Archer había sido llamado muchas cosas en su vida, pero nunca lo habían llamado caramelito, y el apelativo lo dejó sin habla por un momento, lo cual debía haber sido lo que ella buscaba porque inmediatamente se marchó dando media vuelta sólo para ver un regimiento de enormes hombres en fila para ofrecer sus condolencias. Tenían zapatos del tamaño de buques, y cambiaban su posición de un pie al otro, eran cientos de kilos de carne con muslos como arietes y monstruosos cuellos gruesos sobre hombros musculosos. Tenían las manos unidas como garfios por delante de su cuerpo como si estuvieran esperando que el himno nacional acabara para empezar a jugar de un momento a otro, pero ahora, sus cuerpos poco convencionales y demasiados grandes rellenaban las chaquetas azules y los pantalones grises del traje del equipo. Gotas de sudor brillaban con el tenue calor del sol del mediodía resaltando sobre su piel bronceada como gotas de tinta en una hoja en blanco. Como esclavos de una plantación, el equipo de la liga nacional Chicago Stars había llegado para rendir homenaje al hombre que los poseía. Un hombre sin cuello de ojos rasgados, con apariencia de poder parar un disturbio en una prisión de máxima seguridad, dio un paso adelante. Fijó su mirada tan firmemente en la cara de Phoebe que era obvio que se obligaba a sí mismo a no apartar la mirada para no dejarla bajar a sus espectaculares pechos. —Soy Elvis Crenshaw, defensa central. Lamento realmente lo del Sr. Somerville. Phoebe aceptó sus condolencias. El defensa siguió de largo, mirando con curiosidad a Viktor Szabo cuando pasó por delante. Viktor, de pie a unos metros de Phoebe, había adoptado su postura Rambo, una cosa no demasiado fácil teniendo en cuenta que acunaba una perrita de lanas blanca en sus brazos en vez de un Uzi. Aun así, la postura funcionaba porque casi cada mujer del gentío lo observaba. Aunque la verdad era que si pudiera elegir algo para que su día fuera perfecto, sería la atención de esa criatura erótica con el trasero maravilloso. Desafortunadamente, la criatura erótica con el trasero maravilloso se había detenido delante de Phoebe y sólo tenía ojos para ella. —Señorita Somerville, soy Dan Calebow, jefe de entrenadores de los Stars. —Bueno, hoo-laa, Sr. Calebow —entonó Phoebe dulcemente con una voz que a Viktor sonó como un peculiar cruce entre Bette Midler y Bette Davis, pero bueno, él era húngaro, así que quien sabía. Para Viktor, Phoebe era la mejor amiga del mundo, y se desvivía por ella, devoción que estaba probando al fingir en esta macabra charada que era su amante. En este momento, sin embargo, no quería otra cosa que alejarla del peligro. Ella no parecía entender que jugaba con fuego al coquetear con ese hombre de sangre caliente. O tal vez si lo hacía. Cuando Phoebe se veía acosada, tenía un ejército entero de armas defensivas a su disposición, y rara vez se equivocaba al seleccionar una. Dan Calebow no le había dirigido a Viktor ni una mirada, así que no era difícil para el húngaro clasificarlo en la categoría de esos hombres enloquecedores que tenían la mente completamente cerrada a un estilo de vida alternativo. Una pena, pero era una actitud que Viktor aceptaba con su buen humor característico. Phoebe podía no reconocer a Dan Calebow, pero Viktor seguía el fútbol americano y sabía que Calebow había sido uno de los quarterbacks 1 más explosivos y controvertidos de la NFL 2 hasta que se retiró cinco años antes para dedicarse a entrenar. En la mitad de la última temporada Bert había echado al entrenador de los Stars y había contratado a Dan, que había estado entrenando al principal rival, los Chicago Bears, hasta ese momento. Calebow era un gran león rubio, un hombre con la autoridad de quien no tiene paciencia para desconfiar de sí mismo. Un poco más alto que el uno ochenta y cinco de Viktor, era más musculoso que la mayoría de quarterbacks. Tenía la frente alta y ancha y una nariz firme con un pequeño bulto en el puente. Su labio inferior era ligeramente más lleno que el superior, y una delgada cicatriz blanca marcaba el punto medio entre su boca y su barbilla. Pero su rasgo más fascinante no era esa interesante boca, ni su leonado y grueso pelo, ni la masculina cicatriz de la barbilla. No era nada de eso, eran un par de depredadores ojos verde mar, que estaban en ese momento examinando a su pobre Phoebe con tal intensidad que Viktor medio esperaba que su piel comenzara a echar humo. —Lamento mucho lo de Bert —dijo Calebow, su niñez en Alabama todavía era evidente en sus palabras—. Con seguridad lo echaremos de menos. —Qué amable de su parte decir eso, Sr. Calebow.

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