El martillo del juez cayó tres veces.
Tres golpes que resonaron como campanadas fúnebres en la Gran Sala de Justicia de Lirion.
«¡Culpable!
¡Culpable!
¡Culpable!
Alejandro de ningún clan, por el asesinato de Lord Cassian Vexar, es condenado a cadena perpetua en la Prisión de Eclor, Nivel Inferior.
Que los dioses tengan piedad de su alma… porque allí abajo nadie más la tendrá.»
La sala noble estalló en una mezcla de aplausos crueles y susurros venenosos.
Mujeres con abanicos de plumas de fénix se tapaban la boca fingiendo horror.
Hombres con túnicas bordadas de oro brindaban discretamente con copas de cristal de lumen.
En el palco principal, Darius Vexar, veintidós años, cabello n***o perfecto, ojos ámbar que parecían tallados en hielo, se levantó lentamente y aplaudió con una sonrisa que no llegaba a los ojos.
Alejandro, de pie en el banquillo de los acusados, con las manos encadenadas por grilletes de supresión de éter que le quemaban la piel, alzó la cabeza.
Tenía el labio partido, la mejilla hinchada, sangre seca en la comisura de la boca y una sola certeza que ardía más que cualquier odio:
Yo no maté a tu padre, hijo de puta.
Pero nadie le creyó.
La daga encontrada en su mano tenía sus huellas.
El veneno era el mismo que él llevaba para curar heridas de batalla.
Y el testigo estrella, un sirviente tembloroso llamado Miko, había lloriqueado tan convincentemente que hasta la viuda de Lord Vexar se había desmayado de puro teatro.
Cuando los guardias lo arrastraron fuera del banquillo, pasó justo debajo del palco de Darius.
El bastardo se inclinó sobre la barandilla y le susurró al oído, tan bajo que solo él pudo oírlo:
«Disfruta del Pozo, perrito.
Dicen que allí abajo hasta los huesos se olvidan de cómo se llamaban.
Y cuando te pudras, me quedaré con todo lo que era de mi padre… y con la chica que tanto mirabas en el mercado.»
Alejandro se detuvo en seco.
Los guardias tiraron de las cadenas, pero él no se movió.
Alzó la cabeza y le sonrió con los dientes manchados de sangre.
«Tres meses, Darius.
Tres meses y saldré a cobrarte con intereses.
Y cuando lo haga…
rezarás para que el Pozo me haya matado.»
La bofetada del guardia fue tan brutal que le abrió la ceja y lo hizo caer de rodillas.
Pero valió cada gota de sangre.
Por primera vez en todo el juicio, la máscara de Darius se agrietó.
Un destello de miedo real cruzó sus ojos ámbar.
Camino a Eclor – El mercado flotante
El carro de presos atravesó el mercado flotante de Lirion al atardecer.
Las islas de cristal brillaban con luces de éter, los vendedores gritaban ofertas de píldoras de cultivo y talismanes de buena suerte.
La gente se apartaba con asco al ver pasar el carro n***o con el sello de la muerte.
Y allí estaba ella.
June.
Cabello plateado que reflejaba la luz del sol como si estuviera hecho de luna líquida.
Ojos verdes esmeralda que parecían ver directamente al alma.
Túnica sencilla de sanadora aprendiz, manchada de hierba y sangre seca de pacientes.
Llevaba una cesta llena de raíz de loto estelar y flores de luna sangrante.
Se había quedado paralizada al ver el carro.
Sus miradas se cruzaron.
El mundo se detuvo un segundo eterno.
Un guardia, para presumir delante de los curiosos, abrió la puerta trasera y empujó a Alejandro al suelo de la plataforma flotante.
Le puso la bota en la nuca y gritó:
«¡Mirad, ciudadanos de Lirion!
¡Este es el asesino del Lord Vexar!
¡El que se atrevió a alzar la mano contra la nobleza!
¿Alguien quiere escupirle antes de que baje al Pozo?»
La multitud empezó a gritar insultos.
Alguien lanzó una manzana podrida que le dio en la mejilla.
June apretó la cesta hasta que sus nudillos se pusieron blancos.
Dio un paso al frente, ignorando las burlas.
«¡Su bazo está roto y tiene hemorragia interna!» gritó con voz fría y profesional que cortó el aire como una espada.
«¡Si lo golpean otra vez, morirá antes de entrar!
¡Y entonces alguien tendrá que explicar al Consejo por qué perdieron un prisionero que vale cien mil lumen de recompensa!»
El guardia parpadeó.
La multitud calló de golpe.
June se abrió paso entre la gente, se arrodilló junto a Alejandro y le puso dos dedos en el cuello.
Sus dedos brillaron con un hilo de éter verde que olía a bosque después de la lluvia.
«Aguanta», susurró tan bajo que solo él oyó.
«Te sacaré de aquí.
Palabra de June de los Bosques de Plata.»
El dolor de las costillas rotas se suavizó apenas un instante.
Alejandro levantó la vista.
Y por primera vez desde que lo acusaron, sonrió de verdad.
«¿Promesa de sanadora?»
«Promesa de mujer», respondió ella sin apartar la mirada ni un segundo.
El guardia la apartó de un empujón tan fuerte que June cayó de espaldas.
Pero ya estaba hecho.
Algo acababa de nacer entre ellos, algo que ni las cadenas ni la muerte podrían romper.
Nivel Inferior – Primera noche
Lo arrojaron a la celda colectiva del Nivel Inferior como si fuera basura.
Piedra húmeda, olor a orines, sangre vieja y desesperación.
Doce hombres que miraban como lobos hambrientos.
El líder, un gigante lleno de cicatrices llamado Rata de Acero, se levantó sonriendo.
«Regla número uno, novato:
los nuevos pagan peaje con sangre o con carne.
Elige rápido, porque yo elijo por ti si tardas.»
Los demás rieron.
En el fondo, encadenado a la pared, el anciano Zoltar susurró:
«Cuando te ataquen, aprieta el anillo contra el pecho.
Y recuerda:
el primer golpe nunca es el que mata.»
Alejandro se puso de pie lentamente.
Sin éter.
Sin armas.
Solo con el colgante cosido en el dobladillo y el anillo que Zoltar le había pasado disimuladamente en el carro.
Rata de Acero cargó como un toro.
Alejandro apretó el anillo.
Y el mundo se volvió verde.
Un calor abrasador recorrió sus meridianos como si alguien hubiera encendido una hoguera dentro de sus venas.
No era poder descomunal.
Era solo lo suficiente.
Esquivó el puñetazo por milímetros,
le metió el codo en la garganta al gigante
y lo derribó de una patada limpia en la rodilla que resonó como madera rota.
Once hombres se quedaron congelados.
Alejandro se plantó en el centro, respirando fuerte, sangre en la boca.
«¿Alguien más quiere peaje?»
Silencio absoluto.
Zoltar soltó una carcajada ronca que resonó en toda la celda.
«Bienvenido al infierno, heredero.
Mañana, cuando las luces se apaguen otra vez…
empezamos tu entrenamiento de verdad.»
Medianoche – Primera lección secreta
Cuando la celda quedó en oscuridad total, Zoltar habló en susurros:
«Escucha bien, Alejandro.
El anillo y el colgante son las llaves de los meridianos del Dragón de Jade.
Tu linaje fue borrado hace veintidós años por el Clan de las Tinieblas Supremas.
Yo fui el único que sobrevivió para entregártelos.»
Alejandro se acercó, arrastrándose por el suelo húmedo.
«¿Por qué yo?»
«Porque eres el último hijo legítimo de los Guardianes Celestiales.
Y porque Lord Vorath pagará cualquier precio por verte muerto antes de que despiertes tu sangre.»
El anciano le tomó la mano y la puso sobre el colgante.
«Siente.»
Alejandro cerró los ojos.
Y por primera vez sintió el flujo.
No era poder exagerado.
Era una sola vena de éter verde que recorría su brazo izquierdo,
delicada como una raíz, pero viva.
«Primer nivel desbloqueado», susurró una voz dentro de su cabeza.
«Meridiano del Dragón de Jade: 1% abierto.
Fuerza +10%.
Regeneración básica activada.»
El corte del labio dejó de sangrar.
Las costillas rotas dolieron un poco menos.
Zoltar sonrió en la oscuridad.
«Mañana empezaremos con la respiración del Dragón.
En tres meses…
saldrás de aquí caminando sobre los cadáveres de quienes te enterraron.»
Alejandro apretó el anillo hasta que le dolió.
En la superficie, Darius brindaba con champán de lumen en su mansión, riéndose con sus amigos.
En el mercado, June cerraba su puesto, metía sus ahorros en una bolsa y empezaba a caminar hacia Eclor con una determinación que asustaba hasta a los guardias.
Y en la celda, un joven de veinte años que había sido condenado a muerte
empezó a escribir mentalmente la lista de nombres que iba a cobrar.
El primero de la lista:
Darius Vexar.
El segundo:
Quienquiera que estuviera detrás de él.
Y el tercero…
aún no lo sabía.
Pero pronto lo descubriría.