La hora señalada llegó. Con una mezcla de nerviosismo y la emoción burbujeando en sus venas, Carmen y Katiuska abordaron el autobús.
Soñaban con estudiar juntas, con explorar las culturas y costumbres de un nuevo país. El trayecto al aeropuerto estuvo lleno de charlas animadas sobre las maravillas que les esperaban.
Sin embargo, una charla informativa durante el viaje rompió la burbuja: no todos irían al mismo lugar; los grupos ya estaban distribuidos para diferentes ciudades. Una punzada de incertidumbre se apoderó de ellas, pero su fe en el destino compartido persistía.
En el camino, les ofrecieron un desayuno ligero: un sándwich de jamón y queso con un jugo, un pequeño consuelo ante la magnitud de lo que se avecinaba. Al llegar al aeropuerto, la magnitud del evento las sobrecogió. Cientos de personas abarrotaban la entrada, una marea de rostros llenos de esperanza. Un supervisor apareció para darles la bienvenida y algunas orientaciones. La espera por las visas era inminente. Mientras tanto, la gente se distraía con chistes y juegos de mesa, un oasis de camaradería en la tensa espera.
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A las 12 del mediodía, Luis Valenzuela, uno de los coordinadores, hizo un anuncio que hizo vibrar el aire:
—¡Señoras y señores, acaba de llegar la visa! Los voy a ir nombrando uno por uno para que pasen a abordar el avión con destino a Alemania. A medida que pasen, adquieran sus boletos de ida y vuelta. ¡Tienen que cuidarlos!
La lista comenzó a desgranarse. Cada nombre pronunciado era un suspiro de alivio para algunos, una punzada de ansiedad para otros. Uno a uno, los afortunados cumplían con los protocolos de embarque. Finalmente, el nombre de Katiuska Solimar resonó en la sala.
—Las personas que no he nombrado tienen que esperar en las instalaciones del aeropuerto.
Katiuska se volvió hacia Carmen, sus ojos llenos de una mezcla de alegría y tristeza.
—Bueno, Carmen, hasta aquí te acompaño, pero nos veremos en cuanto llegues. Nos encontraremos otra vez.
—Está bien, Katiuska. Esperaré a que llegue la visa y me pueda ir. Nos veremos allá. ¡Hasta pronto!
Katiuska subió al avión con destino a Alemania, mientras Carmen se quedó en el aeropuerto, un nudo en el estómago. La separación era un golpe, pero también una oportunidad. Se unió a un grupo de tres jóvenes: Teodora y Julia, dos muchachas, y un chico llamado Juan Carlos.
—Hola, mi nombre es Carmen Esmeralda y vengo del estado Miranda. ¿Y ustedes? —inició Carmen, rompiendo el hielo.
—Hola, mi nombre es Teodora. Soy del estado Vargas, Ingeniera Civil. Tengo dos pequeños niños, y mi mamá los cuidará mientras realizo este curso —dijo Teodora, con la voz teñida de una mezcla de determinación y añoranza maternal.
—Hola, mi nombre es Julia. Soy del estado Anzoátegui, soy manicurista. No tengo hijos y estoy estudiando Administración de Recursos Humanos en la universidad. Vi esta oportunidad de hacer una carrera en otro país, así que congelé el semestre. Cuando regrese, retomaré mi carrera —explicó Julia, con una chispa de aventura en sus ojos.
—Hola, mi buena amiga Carmen. Mi nombre es Juan Carlos, yo soy del estado Miranda, tengo 26 años y soy Médico Veterinario —añadió Juan Carlos, con una sonrisa amable.
—Me da gusto conocerlos y me alegra muchísimo que dos de ustedes hayan estudiado en la universidad y tengan su título universitario, y que puedan ejercer lo que más les gusta —dijo Carmen, una punzada de envidia sana en su voz.
—¿Y tú? —preguntó Julia, notando la omisión.
—Yo aún no he podido entrar a la universidad. Estaba trabajando de cajera en un supermercado y renuncié para realizar mis estudios en otro país. Espero que al regresar a Venezuela pueda encontrar una buena oferta laboral —respondió Carmen, con un dejo de vulnerabilidad.
El grupo de jóvenes conversó durante largo rato, compartiendo sus historias y sueños. La noche cayó, y Luis, el coordinador, se acercó a las 50 personas que aún esperaban.
—Señoras y señores, afuera hay unos autobuses para que los transporten a unas cabañas para que descansen el tiempo necesario en espera de que les llegue la visa.
Subieron al autobús, cenaron y finalmente descansaron. A la mañana siguiente, desayunaron y buscaron formas de distraerse, realizando rutinas para mantenerse ocupados. El atardecer llegó y aún no había noticias. Otra noche en las cabañas.
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El segundo día transcurrió de manera similar. Carmen se acercó a su nuevo grupo.
—Julia, Teodora, Carlos, ¿no les parece extraño que no nos hayan llamado?
—Claro, Carmen, se están demorando mucho. Ya regreso, voy a preguntarles a los encargados de las cabañas a ver si saben algo —dijo Julia, con la impaciencia creciendo.
Julia regresó con la misma noticia: seguían esperando la aprobación de las visas. Las horas pasaron entre distracciones, cenas y el sueño, un ciclo que comenzaba a sentirse interminable.
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Al tercer día, el grupo de 50 personas despertó con la misma rutina, la misma espera. A las 12 del mediodía, mientras almorzaban, Mario, uno de los encargados, llegó con una propuesta inesperada.
—Señores, se nos ocurrió una idea. En vista de que todavía no han llegado sus visas y deben seguir esperando, venimos a llevarlos a la playa.
Una exclamación unánime resonó en la cabaña:
—¡Excelente idea, vámonos para la playa a disfrutar un rato!
Después de largas horas de sol, arena y mar, Mario los interrumpió con la noticia más esperada:
—¡Oído, grupo! Alístense que recibimos una llamada de que tienen que estar en el aeropuerto porque ya les llegó la visa. ¡Así que apresúrense, es hora de viajar!
Todos recogieron sus cosas y se dirigieron al aeropuerto. Al bajar del autobús, el señor Luis Valenzuela los llamó uno por uno, entregándoles sus pasajes. Cuando Carmen recibió el suyo, lo observó detenidamente. Luego, con una mezcla de asombro y gratitud, se dijo en voz alta:
—¡Gracias, Dios mío, por permitirme viajar por primera vez en un hermoso avión, hacia un lugar desconocido, a conocer las culturas y costumbres de otras personas, a aprender una carrera que me ayudará en un futuro!
Con esta exclamación, Carmen terminó de subir al avión, seguida por el último pasajero. Una vez que todos estuvieron en sus asientos, la aeromoza apareció, brindando las instrucciones de seguridad, el preámbulo para la gran aventura que estaba a punto de comenzar.