Eran cerca de las dos de la tarde, hora local de Santarém, cuando cargados con nuestras maletas pusimos los pies en tierra firme. Contábamos con apenas veinte horas para encontrar a Oruki Okaki, deshacer el hechizo y regresar al aeropuerto, donde el mismo avión que nos había traído hasta aquí nos llevaría directo a Buenos Aires. El tiempo no estaba a nuestro favor, pero aun así estábamos llenos de esperanzas renovadas, sobre todo yo; algo había tenido que ver encajarme a estómago vacío tres copones de Mojito y conocer a Maluma, que en persona ganaba mucho, aunque cueste creerlo. Me hice una visera con la palma de la mano y miré alrededor. La luz era allí deslumbrante y la humedad que cargaba el ambiente tenía un fuerte olor que llenaba las fosas nasales y los pulmones de un calor que apre

