Basilio cumplió su palabra. Apenas salió del hospital, se dirigió directamente a la estación de policía.
El sol ya se elevaba sobre Roma, filtrándose entre los edificios con ese brillo cansado que anuncia un día pesado. Su paso era firme, decidido y sin titubeos. No iba como un hombre que pedía un favor, sino como alguien que exigía que las cosas se hicieran correctamente, como debía de ser.
Al entrar, varios agentes lo reconocieron y le hicieron un gesto de saludo. No era un desconocido ahí. Desde hacía años tenía una relación cercana con el comandante Rossi, un hombre respetado, curtido por los años, y uno de los pocos a quienes Basilio podía considerar realmente un amigo.
El oficial lo vio apenas cruzó el vestíbulo, se encontraba del otro lado del mostrador revisando un informe con el policía encargado de la recepción.
—Vaya sorpresa, Visconti —dijo Rossi, con una sonrisa franca, extendiéndole la mano después de haber rodeado el mostrador y acercarse a su amigo—. ¿Qué te trae por aquí tan temprano?
—Un asunto urgente —respondió Basilio, estrechando su mano con firmeza—. Necesito hablar contigo, en privado.
Rossi lo estudió por un momento. Sabía leer a las personas, y la expresión del hombre frente a él no era la del empresario tranquilo que solía pasar a saludar. Aquello tenía que ser sobre su hermano; el oficial estaba al tanto del asunto. Por lo tanto no podían hablar de ese tema en público, menos ahí delante de otros oficiales; no quería que corrieran chismes por el departamento.
—Ven —le indicó con un gesto, guiándolo hacia el fondo del pasillo—. Vamos a mi oficina.
El sonido de los zapatos de ambos repiqueteó sobre el suelo encerado. Al llegar, Rossi cerró la puerta tras ellos y le señaló una silla frente a su escritorio.
—Siéntate, Basilio. —El comandante se acomodó en su asiento y entrelazó las manos—. Cuéntame, ¿de qué se trata?
Basilio respiró hondo antes de hablar.
—Quiero saber si tienes información sobre la chica que anda buscando la familia Palumbo. ¿Han vuelto a preguntar por ella?
Rossi arqueó una ceja.
— Sí, de hecho hace un rato vinieron la señora y el hijo. No tiene mucho que se fueron. —Su voz bajó un tono—. Querían saber si ya sabíamos algo de la muchacha. El hombre se inclinó un poco hacia adelante, frunciendo el ceño—. Pero, ¿qué tiene que ver contigo ese asunto? ¿La conoces?
Basilio negó despacio, con la mirada fija en un punto del escritorio.
—Digamos que conocerla bien, no… —pausó un segundo, su voz más baja—. Pero ya fue encontrada.
El comandante lo observó, desconcertado.
—¿Qué dijiste? ¿Cómo que fue encontrada? No hubo ningún operativo, nadie me informó.
—Porque no fueron tus hombres quienes la hallaron —explicó Basilio, con tono sereno—. Fui yo.
Los ojos del comandante se abrieron más, incrédulos.
—¿Tú?
—Sí. La encontré en condiciones graves, en un lugar abandonado fuera de la ciudad. Estaba inconsciente, apenas respiraba. La llevé al hospital. Ahora mismo está allí. —Apretó la mandíbula, por el recuerdo de su estado en que la vio—. Creo que lo mejor es que le informes a su familia cuanto antes.
Rossi no dijo nada por unos segundos, ya que se quedó atónito. Luego asintió y tomó el comunicador que tenía sobre el escritorio.
—Ahora mismo doy aviso para que la familia Palumbo sea contactada y se les informe de la situación.
Su voz sonó seca cuando dio las órdenes, y al colgar, lo miró de nuevo.
—Listo. Ya los llamarán en unos minutos. —Lo observó con una mezcla de curiosidad y cautela—. Pero dime algo, Basilio… ¿has venido solo a informarme del paradero de la chica o también a hablar por tu hermano?
Basilio le sostuvo la mirada, sin moverse.
—Por ambos motivos —admitió, al fin.
El comandante se reclinó en su silla, exhalando un suspiro cargado de cansancio.
—Mira, respeto mucho a tu madre —empezó, frotándose el puente de la nariz—. Pero hay límites. Y los cruzó.
—¿Qué hizo? —preguntó Basilio, aunque en el fondo ya lo intuía.
Rossi apoyó los codos en el escritorio, inclinándose hacia él.
—Me llamó hace unas horas. Me exigió que retirara la denuncia contra Tiziano. Que lo limpiara del caso, así de simple. Y cuando le dije que eso va en contra de mis principios, me amenazó. Con mi puesto, con mi carrera y con mis contactos. No lo tolero de nadie, y no porque sea tu madre, permitiré algo así.
El comandante Rossi era un hombre recto; nunca había puesto —ni lo haría— a nadie por encima de su deber, por mucho que lo amenazaran o por mucho poder que dijeran tener. Aunque, Sylvana Visconti, sin duda, tenía influencia y, si se lo propusiera, podría acabar con su carrera por completo. Pero el hombre no le tenía miedo.
Basilio bajó la cabeza, cerrando los ojos un instante, se sentía apenado y a la vez furioso. La molestia le recorrió el cuerpo como una corriente eléctrica.
—Lo imaginé —dijo con voz baja —. No te preocupes, Rossi. Yo nunca te pondría en esa posición. Haz tu trabajo. Si mi hermano tiene que estar detrás de unas rejas para entender lo que hizo… entonces que así sea.
El comandante lo observó unos segundos, en silencio, midiendo la seriedad en su tono. Finalmente asintió.
—Sabes que respeto tu forma de pensar. Ojalá tu madre lo entendiera igual.
Soltó una leve risa sin humor.
—Mi madre solo entiende una cosa: que Tiziano siempre tiene que salir ileso, sin importar a quién arrastre a su paso.
—Y tú estás dispuesto a romper eso, ¿verdad? —preguntó Rossi, ya sabiendo la respuesta.
—Por supuesto, tú, más que nadie lo sabe —le respondió mientras lo miró a los ojos, sin dudar.
El silencio que siguió fue breve, pero contundente. Rossi asintió despacio y se levantó.
—Entonces haré lo que corresponde. Te mantendré informado.
Basilio se puso de pie también y le extendió la mano.
—Gracias, Rossi. Esta vez… que sea la verdad la que hable, no los apellidos.
El comandante estrechó su mano con respeto.
—Así será.