Visitando al enemigo

1372 Words
Basilio llevaba varios minutos mirando la puerta de la casa Palumbo, y podía darse cuenta de que nadie había entrado y salido de ahí desde que llegó. Podían no estar… o podían estar todos adentro, celebrando, felices, mientras a él se le enrarecía la respiración. Sentía un nudo áspero en el estómago, una mezcla de náusea y rabia que le raspaba la garganta. La noticia lo había dejado hueco por dentro, como si le hubieran vaciado el pecho y, en su lugar, hubiesen vertido hielo. Impotencia, sí; pero bajo esa capa helada palpitaba una furia tan densa que, si la dejaba salir, arrasaría con todo. “Hoy no”, se dijo. “Hoy solo le hare una simple visita a mi enemigo.” Apretó la mandíbula hasta que le dolieron las muelas, pero ese dolor era soportable a comparación del que sintió cuando perdió a su padre. —Esperen aquí —ordenó por fin, con la voz baja, sin apartar la vista de la fachada—. No tardaré. Los dos hombres en los asientos delanteros asintieron. Basilio salió del coche y el aire tibio de mediodía le golpeó la cara. Se detuvo en la acera y observó la vivienda: era modesta, algo pequeña, pero de dos pisos. Una reja baja con pintura descascarada, macetas con geranios en la ventana. Nada de lujos. Era una casa cualquiera, en una calle, y vecindario cualquiera. Empujó la puertecita de madera de la cerca y cruzó el sendero de baldosas. Frente a la puerta principal —madera vieja, barniz gastado, un llamador que había visto mejores años— levantó la mano y tocó dos veces, sin fuerza. Esperó. No tuvo respuesta, así que volvió a tocar, con unos golpes más severos. El silencio se estiró. Al cabo de un momento, bajó la mirada y dio un medio paso atrás. “No hay nadie”, pensó. Giró apenas, dispuesto a marcharse. Entonces escuchó el cerrojo al otro lado. La puerta se abrió lo justo para dejar ver a una mujer de la edad de su madre, quizá un poco más, pero desgastada: como si los años hubieran corrido cuesta abajo sobre ella. Del interior llegó un olor tibio a café y a comida. —Buenos días —dijo amablemente, la mujer—. ¿En qué puedo ayudarle? Basilio le sostuvo la mirada. El trato cortés le aflojó apenas el gesto. —Busco al señor Palumbo. No podia nombrarlo como su enemigo, aunque eso era, pero no había ido ahi para asustar a inocentes. —No está —respondió ella—. Salió hace un momento. Si quiere, puede esperarlo, pase. Abrió un poco más la puerta para invitarlo a pasar. Basilio negó con la cabeza, pero no pudo evitar echar un vistazo al interior: un recibidor pequeño, un crucifijo en la pared, un mantel de ganchillo sobre una consola, zapatos alineados junto a la entrada, una fotografía familiar enmarcada casi cerca de la entrada, pero no alcanzo a ver los rostros de las personas del retrato. La luz se colaba en diagonal sobre una mesa donde había un pan recién hornado. En realidad, ese era un hogar. Aunque no había opulencia, solo sencillez, tanto que se percibía una paz en ese entorno. La comparación lo golpeó de repente: por supuesto que esto no es una mansión, aquí no hay riquezas de esas que se compran, solo hay calidez humana. El pensamiento siguiente le ardió en el paladar: ¿Así vive el hombre que me arrebató a mi padre? No sé si sentir envidia, o coraje, o las dos cosas. Mientras él ríe con los suyos, desayuna tranquilo, camina libre por Roma, mi familia se cae en pedazos. Sacudió cualquier pensamiento bondadoso de su mente, y volvió a ser el mismo, o en realidad al odio que sentía por ese hombre. —Volveré más tarde —contestó, con una inclinación leve. —¿Cuál es su nombre? —trató de averiguar ella, todavía amable—. Así le diré quién vino a buscarlo. Basilio hizo una breve pausa. La mujer esperó, con la puerta abierta mientras lo observaba. Él no se volvió. —No hace falta. Salió del sendero sin mirar atrás. Sintió —o creyó sentir— una cortina moverse en la ventana del segundo piso, un par de ojos curiosos o temerosos. El portón pequeño crujió cuando lo cerró. Volvió al coche con paso medido. Cuando finalmente subió al auto, apoyó la nuca en el reposacabezas y dejó escapar el aire, controlando el pulso. —Nos vamos —ordenó. [***] —Madre, ¿quién era? —preguntó Bianca, bajando las escaleras del segundo piso. Había alcanzado a mirar por la ventana de su habitación, pero solo vio la espalda del visitante; el rostro se le escapó. —Un hombre. Preguntaba por tu padre —respondió ella, volviendo a la cocina—. Se veía muy joven para ser uno de los amigos de Ovidio. —Encogió los hombros, se acercó a la encimera y tomó las verduras que estaba por lavar antes de la interrupción. —¿Qué tan joven? —curioseó Bianca. Agarró una manzana del frutero, la frotó con un paño y le dio un mordisco. —No sé… tal vez unos treinta. Quizá no pasa de los treinta y cinco. No comas eso ahora —la regañó—. Come bien antes de irte. —No tengo tiempo para sentarme a comer, mamá. Miró la hora en su reloj y dio un brinco. Iba a llegar tarde en su primer día. —¡Oh, no! Ya voy tarde —exclamó. Se inclinó para besar la mejilla de su madre y se apresuró al recibidor—. Cuando regrese, te ayudo con la cena, ¿sí? No te adelantes sin mí —gritó desde la entrada, mientras cambiaba sus zapatos: dejó los cómodos y se calzó unos de tacón medio. Se detuvo un segundo frente al espejo largo para revisar de nuevo su atuendo de: pantalón de vestir color beich, saco del mismo tono y camisa blanca de botones; todo estaba impecable. “Puedo con esto”, se dijo mentalmente, intentando domar el nudo de nervios en el pecho. Salió casi corriendo para alcanzar el transporte. Minutos después, ya en el autobús, con el vaivén mecánico arrullando la ciudad, su mente volvió al hombre que había llegado preguntando por su padre. “Si era extraño que alguien joven viniera a verlo”, pensó. Aunque Ovidio tenía mucha gente que lo apreciaba y le daba gusto verlo libre. En el vecindario creían en su inocencia; sabían que era un buen hombre, y por eso se había ganado el respeto de todos durante años. El autobús frenó y Bianca parpadeó, arrancada de su ensueño. Era su parada. Bajó con prisa y corrió hacia las oficinas de la galería de arte, donde empezaría a trabajar en ventas y relaciones públicas. Llevaba cinco minutos de retraso; el corazón le golpeaba las costillas, por el temor de que la echaran el primer día. Llegó a la puerta justo cuando alguien la abrió desde dentro con impulso. La hoja la empujó hacia atrás y Bianca se tambaleó sobre los tacones a los que aún no estaba acostumbrada. Sus pies resbalaron, el mundo giró, y su cuerpo fue a caer… …hasta que un par de brazos la sostuvo en el aire. Los ojos castaños de Bianca se encontraron con unos ojos oscuros. Serios. Intensos. Un rostro masculino y atractivo estaba muy cerca del suyo, el cual le cortó la respiración en ese instante. La fragancia limpia —mezcla de madera y algo metálico, frío— le rozó las fosas nasales. Él también la miró más de la cuenta, como sorprendido por el hallazgo, o más bien por su belleza. La realidad volvió a latir. —Perdón —murmuró Bianca, tratando de incorporarse sin soltar del todo ese sostén que la había salvado del suelo. Seguía aferrada a uno de los brazos de su salvador. —¿Está bien? —preguntó él, su tono grave y sin apartar la mirada de ella. Bianca asintió, pero el pulso se le desbocó. Había algo en esos ojos, algo que la atrajo, algo que le gustó ver.
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