El mundo se había reducido a un par de brazos firmes y unos ojos oscuros que parecían capaces de ver directamente al alma. Por un instante que se sintió como una eternidad, Bianca Palumbo no supo si había evitado la caída o si se había precipitado en otra mucho más profunda.
El aire a su alrededor pareció contener la respiración. El bullicio de la calle, los pitidos de los coches, todo se difuminó en un zumbido lejano. Lo único nítido era el hombre que la sostenía. La fragancia limpia y fría que emanaba de él, una mezcla de madera noble y algo metálico como la lluvia sobre el acero, le inundó las fosas nasales, marcando ese momento a fuego en su memoria.
Las manos de Bianca seguían aferradas al antebrazo de su salvador, sentían la tela impecable de su saco y, bajo ella, la tensión muscular de un brazo sólido como una roca.
Él no la soltó de inmediato. La sostuvo un segundo más, un segundo en el que sus miradas permanecieron enlazadas, buscándose, tratando de descifrar el inexplicable magnetismo que había surgido de la nada, de un tropiezo fortuito.
—¿Está bien? —preguntó él de nuevo. Mantenía su tono sereno, aun así, resonó en el pequeño espacio que separaba sus rostros. No sonaba preocupado, sino… curioso. Tan sorprendido como ella por la intensidad del momento.
Bianca asintió, incapaz de articular otra palabra. Finalmente, él le permitió enderezarse por completo, aunque su mano permaneció en su codo un segundo más de lo estrictamente necesario, asegurándose de que se mantuviera firme con sus tacones aún vacilantes.
—Sí, sí… gracias. Yo… iba con demasiada prisa —admitió, ajustando nerviosamente el saco de su traje y alisando una mano sobre su cabello, sintiendo el calor del rubor subirle por el cuello hasta sus mejillas.
—Un mal comienzo para el día —comentó él, y esta vez había un atisbo de algo en su tono. No una sonrisa, pero casi. Una leve ironía que no lograba ocultar por completo un destello de interés.
—El primero —confesó ella, sintiendo una inexplicable necesidad de explicarse—. En este trabajo, quiero decir.
Sus ojos oscuros la recorrieron con una rapidez analítica, captando los detalles de su atuendo profesional, la carpeta que había apretado contra su pecho a casi caer, los nervios apenas disimulados.
—Entonces no conviene seguir retrasándola y que llegue tarde —señaló, con esa misma calma que parecía ser la esencia misma de su persona.
La realidad irrumpió de golpe en la burbuja en la que estaban. Bianca miró hacia la puerta de la galería y luego a su reloj.
—¡Dios mío, tiene razón! —exclamó, el pánico por su puesto de trabajo superando momentáneamente la turbación—. Disculpe, debo… debo irme.
Él asintió con un gesto casi imperceptible, apartándose para cederle el paso.
—Por supuesto.
Bianca dudó un instante. Una parte de ella, la parte racional que no entendía por qué sus pies parecían enraizados al suelo, le gritaba que entrara. Otra parte, una más impulsiva y conmocionada, quería quedarse, preguntarle su nombre, saber quién era ese hombre que había aparecido para salvarla de su torpeza y hacerle sentir que el mundo se detenía.
—Gracias. De nuevo —dijo, y esta vez su voz sonó un poco más firme.
—No hay de qué —respondió él.
Ella forcejeó con la pesada puerta de cristal y se coló dentro de la galería, sintiendo su mirada clavada en su espalda hasta el último segundo. Una vez dentro, se apoyó contra la pared fría, junto al mostrador de recepción, y dejó escapar el aire que no había sido consciente de contener. Su corazón latía con un ritmo frenético y desordenado.
¿Qué acaba de pasar?
Afuera, Basilio Visconti permaneció en la acera, un profundo surco marcado entre sus cejas. La repentina aparición de la joven lo había tomado por completa sorpresa. Y luego, el accidente. Haberla atrapado había sido un acto reflejo, pero sostenerla… eso había sido distinto. La había sentido menuda y firme contra él. Había visto el destello de sorpresa y luego de… ¿atracción?… en sus ojos castaños. Y lo más desconcertante: había sentido algo propio. Un cortocircuito en su habitual control.
Sacudió mentalmente la imagen. No era el momento. Estaba allí por una razón que nada tenía que ver con mujeres de ojos claros y tropiezos fortuitos.
La Galería “Luci e Ombre” era un lugar que cargaba con el peso de un secreto familiar. Pertenecía a Isabella Valenti, una mujer elegante y reservada que había sido la gran amiga —y quizás, en la juventud, algo más— de su padre, Lorenzo.
Un amor de juventud que las rígidas tradiciones de la familia Visconti habían truncado, obligando a Lorenzo a un matrimonio de conveniencia con Sylvana. Lorenzo, incluso después de casado, había velado siempre por Isabella desde la sombra, asegurándose de que su galería prosperara a través de donaciones anónimas.
Un último favor que Basilio, como heredero, había jurado cumplir en su nombre. Un juramento que mantenía en secreto de su madre, cuya desconfianza y celos hacia cualquier sombra del pasado de su esposo eran bien conocidos.
Ese era su propósito hoy. Revisar las cuentas, asegurar la nueva donación. No distraerse con... ¿con qué? ¿Con una empleada nerviosa que le había hecho sentir un latido fuera de compás?
Con un último vistazo hacia el interior de la galería, donde la joven había desaparecido, dio media vuelta. La intriga era un lujo que no podía permitirse. Tenía una misión mucho más importante: encontrar a Ovidio Palumbo. Esa obsesión no dejaba espacio para otra cosa.
Sin embargo, mientras se alejaba, la imagen de aquellos ojos asustadizos y curiosos se negaba a desvanecerse por completo de su mente.
Dentro de la galería, Bianca intentaba componerse cuando la señora Valenti se acercó.
—¡Bianca! Ahí estás. Lista para… Cielos, niña, ¿estás bien? Estás blanca como el mármol.
—Sí, sí, señora Valenti. Solo… solo me tropecé en la entrada. Nada grave.
—¿Tropezaste? —la mujer arqueó una ceja, escéptica—. Bueno, parece que alguien te ayudó a no hacerte añicos. Vi a un hombre muy… alto, ayudándote.
La mujer no había visto bien que era, solo visualizo la silueta del hombre y como él la mantuvo sostenida.
Bianca tragó saliva, evitando mirar hacia la calle.
—Sí. Fue muy amable.
—Amable y con muy buen ver —añadió otra mujer y empleada del lugar, que trabajaba para Isabella, la cual se había unido a ellas. Con una sonrisa pícara miró a Bianca, que hasta la hizo ruborizar de nuevo.
—Bueno, amable o no, los clientes nos esperan. ―La señora Valenti le puso fin aquel tema para que las empleadas no se distrajeran. ―Vamos, te mostraré las obras y el lugar.
El resto de la mañana transcurrió para Bianca en un estado de neblina. Asentía, sonreía, seguía a su jefa, pero su mente estaba a kilómetros de distancia, reviviendo una y otra vez esos segundos en brazos de ese desconocido. La intensidad de su mirada, la seguridad de sus manos, el eco de su voz grave.
¿Quién era? ¿Era cliente de la galería? ¿Volvería a verlo?
La posibilidad la llenó de una emoción nerviosa que era mitad anticipación y mitad temor. Algo le decía, en lo más profundo de su instinto, que ese hombre no era un hombre cualquiera.
Mientras acomodaba catálogos en el mostrador, su teléfono vibró. Era un mensaje de su madre.
«¿Todo bien en tu primer día, cariño? Tu padre pregunta por ti. Te extraña.»
Bianca sonrió, y por un momento, la imagen del misterioso hombre se desvaneció, reemplazada por el calor de su familia. Escribió una respuesta rápida.
«Todo bien, mamá. Un poco nerviosa, pero bien. Los amo. Dile a papá que esta noche le cuento todo.»
Era su ancla a la realidad. Su familia. Su padre, finalmente en casa. Nada, ni siquiera un hombre desconcertantemente atractivo, podía empañar la alegría que sentía por tenerlo de vuelta.
Lo que no sabía era que las dos realidades, la de su mundo luminoso y el mundo de sombras del que ese hombre provenía, estaban a punto de colisionar de una manera que ni en sus peores pesadillas podría haber imaginado. Y que el latido acelerado que había sentido en sus brazos no era el comienzo de un cuento de hadas, sino el primer tamborileo de una guerra que llevaba años dormida.