Bianca recogió sus cosas con una sonrisa que no podía contener. Su primer día había sido, contra todo pronóstico, un éxito. La señora Valentí había sido exigente, pero justa, y Bianca sentía que había encontrado un lugar donde podía crecer. La extraña y electrizante interacción de la mañana se había convertido en un recuerdo nebuloso, un secreto dulce que prefirió guardar para sí misma.
Caminó a casa después de tomar el autobús de regreso. El mundo parecía más brillante. Aún no oscurecía del todo, y el crepúsculo teñía el cielo de tonos naranjas y morados. Respiró hondo el aire fresco de la tarde, sintiendo una paz profunda.
Todo lo que le había pedido a la vida se le estaba cumpliendo. Su padre ya estaba en casa, tenía un trabajo que le ilusionaba, su familia estaba reunida. ¿Qué más podía pedir? Era como si, después de diez largos años de lucha y penumbra, la vida por fin les estuviera devolviendo la normalidad que tanto merecían.
Al abrir la puerta de su hogar, la recibió el delicioso aroma a ajo, tomate y albahaca que impregnaba el aire.
—¡Ya llegué! —anunció, colgando su abrigo.
—¡Qué bueno, hija! —la voz de su madre llegó desde la cocina, seguida del propio rostro sonriente de Virgilia, enmarcado por el vapor de una olla a la cual le retiró la tapa para revisar lo que estaba preparando—. Cuéntame, ¿cómo te fue en tu primer día?
Ovidio apareció detrás, apoyado en el marco de la puerta del comedor, con una sonrisa tranquila y orgullosa en los labios.
—Sí, palomita, ilumínanos. ¿Lograste conquistar el mundo como siempre sueles hacerlo?
Bianca se lanzó a los brazos de su padre en un abrazo rápido y luego fue a besar la mejilla de su madre.
—¡Fue maravilloso! La señora Valentí es un poco estricta, pero sabe mucho. Me enseñó sobre una exposición de… bueno, de cosas muy modernas que no entendí del todo —confesó con una risa—. Pero me gustó. Ahora me siento… útil. Por fin podré ayudarlos con los gastos de la casa.
Ovidio puso una mano en su hombro, su expresión seriándose por un momento.
—Tú no tienes que preocuparte por eso, palomita. Ahora yo estoy aquí. Seré yo quien se haga cargo de esta familia, como siempre debió ser.
Virgilia le acarició el rostro con cariño.
—Tu padre tiene razón, cariño. Disfruta lo que ganes para ti. Pero nos alegra tanto tu entusiasmo. Estamos muy orgullosos. Ahora, ayúdame a poner la mesa, la pasta estará lista en diez minutos.
La cena no fue tan tranquila, ya que Bianca no paraba de platicarles cada detalle de su día, exagerando anécdotas para hacer reír a sus padres. Ovidio la observaba con una mezcla de felicidad y nostalgia, como si estuviera memorizando cada segundo de esos momentos. Por un instante, los fantasmas del pasado parecían haberse desvanecido para los Palumbo.
Fue cuando Virgilia fue a servir el postre —un sencillo budín de pan— que se dio cuenta.
—¡Ay, no! Se me olvidó comprar la nata para montar. Le prometí a tu padre su budín preferido tal como le gusta.
Bianca se levantó de inmediato del sofá donde estaba sentada.
—No te preocupes, mamá. Voy ahora mismo a la tienda de Donatello. En cinco minutos estoy de vuelta.
—Está muy oscuro ya, Bianca. ―Virgilia frunció el ceño. ―Mejor dile a Piero que te acompañe. ¡Piero! —gritó hacia las escaleras.
Un silencio fue la única respuesta.
El joven no había bajado a cenar, y Virgilia no quiso interrumpirlo porque cuando llegó a casa parecía muy cansado. Se había ido directo a su dormitorio, diciendo que iba a tomar una ducha y dormir un rato. Había tenido mucho trabajo y le había pedido a su madre que lo dejara descansar.
De repente, Bianca recordó que su hermano no estaba en su dormitorio, ya que ella le había echado una mirada antes de bajar a cenar, y pensó que quizás estaba con aquella chica.
—No está, mamá —dijo Bianca, tratando de sonar casual—. Seguro… está con sus amigos.
—Ese muchacho… —la mujer sacudió la cabeza luego de soltar un suspiro—. Siempre desaparece cuando se necesita ayuda en casa. Dijo que quería descansar, no entiendo por qué sale a esta hora a la calle a ver a sus amigos. Se ha hecho muy vago, pero ahora que está tu papá de regreso, eso tendrá que cambiar.
—No es así, mamá —Bianca comenzó a ponerse el abrigo—. Piero trabaja mucho, tiene derecho a distraerse, aunque sea un poco.
Y era cierto. Mientras su padre había estado ausente, su hermano menor había tenido que crecer demasiado rápido. A los dieciséis años, con el taller familiar cerrado por falta de Ovidio, ya que Virgilia y Bianca no sabían nada de mecánica. Piero había entrado a trabajar como aprendiz en otro taller, ya que ni él podía mantener en pie un lugar como ese, porque en aquel tiempo era muy joven y no tenía experiencia.
Durante esos años, había llegado a casa con las manos manchadas de grasa y el orgullo herido, pero con un sueldo que ayudaba a pagar las facturas. Aprendió rápido, con la misma habilidad natural con los motores que había heredado de su padre.
Ahora, a sus diecinueve años y con el regreso de Ovidio, juntos iban a sacar el taller adelante. Piero tenía ahorros y quería ayudar a invertirlos en el negocio familiar, reabrir el modesto taller de su padre.
Su hermano había sido el sostén económico de la familia tanto como Bianca ahora aspiraba a serlo.
—Ya lo sé —concedió Virgilia, suavizando su tono—. Pero que al menos avise. No me gusta que ande solo de noche.
No está solo, pensó Bianca, pero se mordió la lengua.
El secreto de Piero era sagrado para ella. Lo había descubierto por accidente, husmeando en su teléfono para buscar una foto familiar. Había visto los mensajes cariñosos, las promesas hechas a escondidas que le había hecho a una joven.
Tras someterlo a un interrogatorio, Piero había confesado, abrumado. Solamente le había dicho el nombre y la edad de ella, la cual era muy joven como él, y también unos detalles sobre dónde estudiaba, en un colegio privado de Roma. Bianca se había sorprendido y preocupado al instante.
Era claro que venía de una familia adinerada, y que sus mundos eran distintos, demasiado. Por ello escondían su amor. Pero Bianca le dijo que eso no podía durar mucho, que si ellos no confesaban pronto, tarde o temprano alguien los descubriría.
Pero él le dijo un día, cuando Bianca le volvió a recordar que debían contarles tanto a sus padres como a los de ella sobre su relación: "Su familia… y mi familia… no es exactamente la correcta para ellos, nunca me aprobarían. Yo soy solo un mecánico, Bianca. Para los ojos de muchos solo soy el hijo de un exconvicto."
La tristeza en la voz de su hermano le había partido el corazón. Él, que trabajaba desde el amanecer, que era honesto y bueno, se sentía inferior por un apellido y una circunstancia. Bianca le había jurado guardar su secreto, convirtiéndose en su cómplice y su apoyo.
—Iré yo, mamá —insistió Bianca, abrochándose el abrigo—. Donatello está a cinco calles. No te preocupes, no me pasará nada. No es la primera vez que salgo a esta hora a la calle, además en el vecindario todos nos conocen.
—¡Bianca, no! —la voz de su madre sonó preocupada—. Espera a que vuelva tu hermano o que baje tu padre.
Pero Bianca ya estaba abriendo la puerta, lanzando una sonrisa tranquilizadora.
—¡Vuelvo en un suspiro!
La noche era fresca, y una ligera neblina empezaba a descender sobre las calles adoquinadas. Bianca se envolvió en su abrigo y echó a andar con paso rápido, tarareando la melodía de la canción que sonó en la galería. Su mente estaba en su familia, en su trabajo, en la simple y abrumadora alegría de sentirse completa.
No prestó atención al coche n***o, discreto pero imponente, que llevaba estacionado un par de horas en una calle lateral, casi enfrente de su casa, pero lo suficientemente escondido en la oscuridad como para pasar desapercibido.
Tampoco vio cómo, al salir ella, los hombres que esperaban en su interior se pusieron en marcha. El automóvil comenzó a avanzar lentamente, manteniendo una distancia prudente mientras seguían el ritmo de los pasos de la joven. Bianca caminó absorta en su mundo de nueva felicidad, completamente ajena a que acababa de convertirse en el blanco del pasado.