La puerta de la oficina de Basilio se cerró con un sonido sordo y definitivo, aislando el mundo exterior. El silencio que lo recibió dentro era casi absoluto.
Se dejó caer en su sillón de cuero, un mueble imponente que había sido de su padre y que aún conservaba el aroma del tabaco caro. Pero por primera vez en todos los años que llevaba sentándose allí, la comodidad del asiento no logró calmar la inquietud que lo recorría como una corriente eléctrica.
Su mente, siempre disciplinada y enfocada en sus negocios y familia, se negaba a obedecerle. Una imagen se repetía una y otra vez contra su voluntad: unos ojos castaños muy abiertos, llenos de sorpresa y un destello de algo más… ¿curiosidad? Unos labios entreabiertos, ligeramente y el leve, casi imperceptible temblor de un cuerpo delgado contra el suyo durante un instante fugaz que, sin embargo, se había sentido como una pequeña eternidad suspendida en el tiempo.
Aquella joven de la galería, había permanecido en su mente.
Pero una parte del día, la había apartado de su pensamiento con firmeza, sumergiéndose en informes financieros, en llamadas internacionales que requerían toda su atención, en la compleja red de negocios y alianzas que mantenían el imperio Visconti a flote.
Pero nuevamente, cayo en ese mismo abismo. Su recuerdo regresaba con una intensidad perturbadora y por completo novedosa. Era una distracción peligrosa, una grieta inesperada en su armadura, una debilidad que no podía—que no se iba a—permitirse.
Y, sin embargo, una parte de él, una parte que creía muerta y enterrada hacía mucho tiempo junto a su padre, se aferraba con obstinación a la curiosidad punzante que esa mujer había logrado despertar en él. ¿Quién era? ¿Por qué con solo un simple roce, un simple acercamiento, se había sentido tan… significativo?
Un par de golpes discretos pero firmes en la madera de la puerta lo sacaron bruscamente de su ensoñación.
—Adelante —ordenó, adoptando de inmediato la máscara de impasibilidad y control que era su segunda piel.
Uno de sus hombres de mayor confianza, un tipo ancho y con una lealtad probada en mil batallas, entró con una leve inclinación de cabeza. Su presencia llenaba el espacio, pero se mantenía en una postura de respeto absoluto.
—Mi mandó a llamar, signore —dijo en voz baja.
Basilio lo observó por un momento desde detrás del escritorio, midiendo sus palabras con cuidado. Mostrar un interés personal tan específico podía interpretarse como una vulnerabilidad.
—Sí —asintió, haciendo girar lentamente un pesado abrecartas de plata entre sus dedos—. Esta tarde, en la Galería Luci e Ombre. Una joven… morena, pelo castaño, vestida con un traje beige. Tropezó conmigo en la entrada, no sé si la recuerdas. —Espero a qué el hombre reaccionara, luego de asentir, continúo. —Quiero que investigues cómo se llama.
El hombre parpadeó, una chispa de sorpresa genuina cruzó su rostro curtido antes de que su entrenamiento y años de servicio lo hicieran recuperar la neutralidad instantáneamente. Su jefe no solía preguntar por mujeres. No así. No con ese tono.
—Sí, signore —respondió, sin pestañear—. ¿Solo el nombre? ¿Necesita que averigüe algo más? ¿Cómo dirección, número de teléfono… algún medio para contactarla?
—No —lo interrumpió Basilio, y su voz sonó más cortante de lo que pretendía—. Solo el nombre. Es todo.
Su hombre asintió con otra leve inclinación, comprendiendo que no había lugar para más preguntas.
—Como orden. Así lo hará.
Cuando la puerta se cerró tras su hombre de confianza, Basilio apretó los puños sobre la fría superficie del escritorio. Solo el nombre. Era todo lo que se permitiría. Un nombre para ponerle a la fantasía absurda, un dato concreto para racionalizar la atracción inexplicable y luego, acto seguido, archivarla en el lugar de los recuerdos intrascendentes.
No había espacio para más. No podía haberlo. El peso de su apellido, la sombra de su padre, la sed de venganza que alimentaba a su familia… todo ello ocupaba su mente y su tiempo. No quedaba lugar para una joven de rostro angelical en atormentada vida.
Horas más tarde, Basilio salió de su oficina con la cabeza aún llena de esos ojos castaños que se negaban a desaparecer. El trayecto a casa en su coche fue corto. Apenas bajó del auto, sintiendo el aire fresco de la noche en el rostro, el sonido estridente de su móvil quebró el silencio de la mansión.
La pantalla iluminada mostraba el nombre del gerente de «Il Crepuscolo», el lujoso club nocturno que había comprado y puesto a nombre de Tiziano con una doble intención: darle una responsabilidad real, un canal constructivo para toda esa energía violenta y rebelde que lo consumía por dentro, y mantenerlo ocupado, lejos de la obsesión autodestructiva que representaba Ovidio Palumbo para él.
—Diga —contestó Basilio.
—Signore Visconti, disculpe que lo moleste a esta hora —la voz del gerente al otro lado de la línea sonaba tensa, nerviosa—. Es sobre el signorino Tiziano… no se ha presentado en el club desde hace más de dos semanas. Hay… asuntos pendientes que requieren su firma, decisiones que no puedo tomar yo. Los proveedores…
La ira, fría y silenciosa, comenzó a hervir dentro de Basilio. No era solo la irresponsabilidad, era la falta de respeto, la infantil negativa de su hermano a aceptar el peso de su propio nombre.
—Me encargaré de ello—cortó, secamente, colgando sin una despedida cortés.
Entró en la mansión con paso firme y rápido, incluso el aire que lo rodeaba, hizo que los pocos empleados que aún estaban en la planta baja se apartaran apresurados.
—¡Tiziano!—llamó en tono alto, no era un grito, pero cortaba como un cuchillo, recorriendo los pasillos silenciosos.
Una de las muchachas del servicio, una joven de rostro serio y valiente, fue la única que se atrevió a acercarse, con las manos entrelazadas y la mirada baja, fijada en la alfombra persa.
—El joven Tiziano no ha llegado aún, señor—informó en un tono casi susurrado.
Basilio contuvo un juramento, sintiendo cómo la frustración le tensaba los músculos de la mandíbula. —En cuanto ponga un pie en esta casa,dígale que vaya directo al despacho. Que vaya a buscarme inmediatamente. ¿Queda claro?
—Sì, señor. Muy claro —asintió la joven, retirándose de inmediato.
Se encerró en el estudio de la planta baja, el despacho que usaba para los asuntos familiares, menos formal que el de la oficina. La paciencia que le quedaba se consumía con cada minuto que pasaba, cada tic-tac del gran reloj de péndulo sonaba como un martillazo.
Bebió un whisky solo, sin hielo, y saboreó el ardor del líquido mientras miraba por la ventana los jardines oscuros.
Finalmente, la puerta se abrió y se cerró con fuerza, seguida de unos pasos pesados y rápidos que cruzaron el recibidor. Pasos que pretendían subir directamente las escaleras. Pero la voz de la empleada, clara y firme, lo detuvo.
—Joven, su hermano lo está esperando en el despacho. Pidió que pase de inmediato.
Un gruñido ininteligible fue la respuesta, pero tras una pausa elocuente, se giró y se dirigió hacer el despacho.
La puerta se abrió de par en par sin antes llamar, Tiziano apareciendo en el marco. Aún llevaba puesta la chaqueta de cuero n***o, el cabello desordenado por el viento y el rostro cerrado en una mueca de fastidio y desafío que chocaba con sus veintiséis años.
—¿Qué pasa ahora, Basilio? —espetó, antes de que su hermano mayor pudiera articular una palabra—. Ya soy mayor de edad, por si no te has dado cuenta. No necesito que me vigilen como a un niño ni que me pongan una niñera en la puerta.
Basilio se levantó con lentitud deliberada, apoyando las palmas de sus manos sobre la superficie pulida del escritorio.
—¿Mayor?—preguntó, con una calma tan tensa que resultaba más amenazante que un grito—. Los adultos, Tiziano, se hacen cargo de sus responsabilidades. Hace más de dos semanas que no pisas «Il Crepuscolo». Te lo dije muy claro cuando te puse al frente: era tu responsabilidad, no la mía, ni la de Rafael, ni la de ningún otro. Es tuyo. ¿Dónde diablos te has metido todos estos días? ¿De dónde vienes ahora a esta hora?
Tiziano desvió la mirada hacia una estantería llena de libros antiguos, una clara señal de que escondía algo.
—Tengo cosas que hacer.Tengo una vida. No tengo que darte cuentas de cada paso que doy, Basilio. No eres mi padre.
—¡Por supuesto que tienes que darlas! —la voz de Basilio retumbó en la habitación, y por primera vez en la noche perdió los estribos, dejando entrever el torrente de furia y preocupación que hervía bajo la superficie—. ¡Mientras vivas bajo este techo, y mientras no seas un hombre responsable, me darás cuentas! O dime, ¿te estás involucrando con algo de Palumbo? ¿Acaso es eso? ¿Es en lo que has estado ocupado? ¡Porque te juro, Tiziano, que si te acercas a ese hombre…!
—¿Qué? —desafió Tiziano, dando un paso al frente, con los ojos brillando de una rabia contenida de años—. ¿Me vas a castigar? ¿Vas a proteger al asesino de nuestro padre una vez más, como lo hiciste metiéndolo en prisión en lugar de ajusticiarlo como se merecía?
Basilio respiró hondo, un sonido áspero que se le escapó entre los dientes apretados. Contuvo la ola de furia que amenazaba con desbordarse. No podía pelear con él. No así.
—No—dijo, forzando la calma—. No quiero que te conviertas en lo que más odiamos. No quiero que esa obsesión te robe el alma y te vuelva un asesino. Yo se los prometí, a mamá, a Francesca y a ti, que me encargaré de Palumbo. Es mi promesa, no la tuya. Tú ocúpate de tu negocio. O de tu vida, por el amor de Dios. Consíguete una novia, sal, gasta tu dinero en coches, haz algo que no implique obsesionarte con una venganza que te está consumiendo por dentro desde hace diez años. Madre estaría contenta de verte comprometido con alguien, de que hagas tu vida y seas feliz.
Su tono se suavizó entonces, la ira dio paso a una preocupación genuina, profunda y cansada. Se frotó el puente de la nariz, de repente agotado.
—Solo quiero protegerlos.A ti. A Francesca. A mamá. Esa es mi responsabilidad. La que él me dejó. No voy a fallar en eso.
Tiziano lo miró por un largo momento, el resentimiento y la incomprensión palpitando en su interior como una herida abierta.
Vio la fatiga en los ojos de su hermano, la carga inmensa que llevaba sobre los hombros, y por un segundo, solo un segundo, algo en su rostro se suavizó. Pero fue solo un segundo.
Luego, sin decir una palabra, sin asentir ni negar, dio media vuelta y salió del despacho, cerrando la puerta detrás de sí con un golpe que no fue tan fuerte como hubiera querido, pero que resonó como un disparo en el corazón de Basilio.
Se quedó solo, en el silencio repentino de la habitación. Su hermano no había negado nada. Y esa evasiva, ese silencio elocuente, era lo que más temía.
La tormenta se acercaba, imparable, y Tiziano, cegado por el dolor y la rabia de una década, parecía decidido a meterse de lleno en su ojo. Y Basilio no sabía cómo detenerlo sin romper lo poco que quedaba de su familia.