8. Atrapada en la oscuridad

1283 Words
Los días transcurrieron con normalidad. Bianca Palumbo se levantaba temprano, desayunaba de prisa con su familia y cruzaba la ciudad rumbo a la galería. Regresaba al caer la tarde con el corazón satisfecho de haber encontrado al fin un propósito. Ignoraba el resto que se movía a su alrededor —pues no sospechaba nada— que, a cada paso que daba, unas miradas la acechaban desde la sombra. El coche n***o estaba allí. Siempre a una distancia prudente, camuflado entre el tráfico de Roma, oculto en las calles secundarias de su vecindario. Dos hombres robustos y altos, de hombros anchos y gestos impasibles, la seguían a todas partes. Observaban sus rutinas con una precisión. Esperaban solo el momento exacto. Bianca jamás se dio cuenta. Quizá porque su atención estaba centrada en su nuevo empleo, quizá porque todavía soñaba con aquel encuentro fortuito en la entrada de la galería, un recuerdo que se resistía a desvanecerse. Sonreía para sí misma mientras ordenaba catálogos, mientras respondía llamadas, mientras repasaba listas de clientes. No veía las siluetas inmóviles en el auto n***o, estacionado frente a la cafetería de la esquina. No escuchaba los murmullos que registraban cada movimiento suyo: qué hora salía, qué transporte tomaba, qué calles prefería caminar. Dos días de acecho pasaron así, en un silencio tenso, como el filo de un cuchillo que espera hundirse. El tercer día llegó el momento en que aguardaban. La jornada en la galería se extendió más de lo normal; una entrega se retrasó, la señora Valenti decidió reorganizar el montaje de la exposición y Bianca, siempre dispuesta a demostrar su valor, se ofreció a quedarse. Cuando el reloj superó las nueve de la noche, las demás empleadas ya se habían marchado y el eco de sus tacones quedó solo en las salas vacías. Se puso el abrigo con rapidez, recogió su bolso y salió a la calle. Roma ya no era la ciudad luminosa y ruidosa que conocía de día. Ahora el pavimento estaba húmedo, las farolas parpadeaban, y un silencio incómodo se extendía entre las sombras de los edificios antiguos. El coche n***o arrancó en cuanto ella dobló la esquina. Bianca caminaba con paso rápido, apretando la bufanda contra su cuello. El frío de la noche le rozaba la piel, y aunque un ligero cosquilleo de alerta recorrió su espalda, lo atribuyó a los nervios. Nadie caminaba tras ella, nadie parecía seguirla. Aun así, su corazón latía un poco más de prisa. Cuando alcanzó la parada de taxis, notó que no habían vehículos esperando pasajeros. Maldijo en silencio, sabiendo que eso se tardaría varios minutos. Miró alrededor. La calle estaba desierta. Pensó en llamar un taxi, aunque uno de esos costaba más que los de la zona, pero antes de que pudiera sacar el teléfono, un ruido de motor retumbó a su espalda. Giró. El coche n***o se había detenido justo frente a la acera. La puerta trasera y la del copiloto se abrieron y, antes de que pudiera reaccionar, dos hombres descendieron con rapidez. Eran muy altos, con el rostro parcialmente cubierto por bufandas negras. El pánico la paralizó por una fracción de segundo, suficiente para que uno la sujetara por los brazos, mientras el otro le cubría la boca con un paño áspero. —¡Mmmff! —el grito quedó sofocado, convertido en un eco ahogado. Pataleó, arañó, intentó liberarse, pero su fuerza nada podía contra aquellos hombres. Una venda se ciñó a sus ojos, la boca fue tapada con una tela áspera y sus muñecas quedaron atadas con una cuerda que se hundía en su piel. El corazón le martilleaba como si fuera a estallarle en el pecho. Después fue lanzada al interior de la cajuela del coche. El motor rugió y el vehículo se perdió en las carreteras oscuras de las afueras de Roma. Una hora entera pasó entre curvas y el sonido distante de otros autos que se desvanecían pronto. Bianca, aprisionada, no sabía hacia dónde la llevaban. El miedo era una prisión más sofocante que las ataduras. Finalmente, el auto se detuvo. El silencio fue abrupto. La puerta del maletero se abrió y unas manos grandes y callosas la sacaron a tirones. Bianca forcejeó de nuevo, pateó el aire, sus sollozos amortiguados tras la mordaza. —¡Suéltenme! —logró articular apenas entre dientes, la voz rota por la desesperación. No obtuvo respuesta. Uno de los hombres la cargó sobre el hombro como si fuera un peso inerte, aunque ella se retorcía con toda la fuerza que le quedaba. El aire cambió; olía a humedad, a tierra mojada. Bajaron por un pasillo que resonaba con sus pasos, hasta que una voz grave y desconocida para ella, rompió la penumbra. —Llévenla al calabozo. El tono fue seco e implacable, cargado de una autoridad que heló la sangre de Bianca. No lo conocía, así que nunca había oído esa voz antes, pero había en él algo que la hizo temblar. Era una voz que destilaba desprecio, como si odiara su mera existencia. Los hombres obedecieron de inmediato. La arrastraron hasta un espacio donde el aire era aún más gélido. La arrojaron al suelo sin cuidado, y el golpe la sacudió entera. El chirrido metálico de una puerta cerrándose resonó detrás de su cuerpo tirado en la tierra; ese sonido selló su condena. Bianca forcejeó con las cuerdas, desesperada, hasta que consiguió quitarse la venda con los dedos torpes. La oscuridad la envolvía. El suelo era de tierra húmeda, las paredes de ladrillo eran muy altas y rezumaban frío. Sobre su cabeza un techo de rejas dejaba pasar ráfagas de viento helado. La puerta de acero no ofrecía resquicios de salida, salvo una rendija oxidada que apenas dejaba entrar un hilo de luz mortecina. El hedor era insoportable. Podredumbre, humedad y algo más: el movimiento sutil de criaturas que se arrastraban en la penumbra. Un chillido agudo la sobresaltó. Sintió algo rozarle la pierna. Gritó con todas sus fuerzas, y el eco rebotó contra los muros. Ratas. Había ratas corriendo por el suelo. Con el corazón desbocado, se arrinconó en un rincón, hecha un ovillo, intentando apartarlas. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, pero se negó a rendirse al terror absoluto. Su mente giraba en círculos: "¿Por qué me trajeron aquí? ¿Quiénes son esos hombres? ¿Qué quieren de mí?" El eco de la voz volvió, esa voz que parecía flotar desde más allá de los barrotes, con un tono de odio contenido. —Ahora Palumbo sabrá lo que se siente perder a quien más ama. Bianca alzó la cabeza, confundida. Palumbo. Su apellido resonó en aquella mazmorra como una sentencia. La voz continuó, cada palabra cargada de veneno. —El pecado de tu padre lo pagarás tú. Y entonces lo comprendió, al menos en parte. No era un secuestro cualquiera. No eran delincuentes buscando dinero. Aquello era venganza. Una venganza arrastrada por años, alimentada por un odio. El apellido Visconti emergió en su mente como un fantasma. Recordó las historias que su padre vivió, cuando era amigo de Lorenzo Visconti, sobre aquel pasado. Ahora esa venganza había marcado la desgracia de su familia. Bianca se abrazó a sí misma, con el cuerpo temblando. La certeza la atravesó como un puñal: estaba pagando por algo que no había hecho, por un crimen que insistía en creer que su padre no cometió. En la penumbra del calabozo, mientras el frío se le metía en los huesos y los chillidos de las ratas resonaban como un coro macabro, Bianca supo que su vida tranquila iba a dejar de existir. Lo peor: que la voz que la había condenado no tenía piedad. Y le quedaba claro que ese hombre era un Visconti.
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