Bianca parpadeó varias veces, desorientada, mientras el mundo a su alrededor se enfocaba lentamente. Primero fue el techo blanco del hospital, luego las paredes de un color verde pálido, después la cama metálica que la sostenía. Sintió una pesadez extraña en todo el cuerpo, como si alguien hubiera llenado sus huesos de plomo.
Cada músculo protestaba al más mínimo movimiento, y tenía la boca seca, con un sabor metálico que le recordaba a la medicación.
—¿Bianca? —una voz temblorosa y cargada de emoción, llegó a sus oídos.
Giró la cabeza con esfuerzo. Su madre estaba sentada junto a la cama, con el rostro marcado por el cansancio y las lágrimas, pero con una sonrisa de alivio que iluminaba sus ojos. Las arrugas alrededor de su boca parecían más profundas, como si los años hubieran caído sobre ella de repente.
—Madre... —logró articular, su voz era un susurro ronco que apenas reconocía—. ¿Qué... qué me pasó?
Virgilia tomó su mano entre las suyas, con una suavidad que contrastaba con la fuerza de su agarre. Sus dedos temblaban ligeramente, y Bianca pudo sentir la fragilidad que su madre trataba de ocultar.
—Cariño... —su voz se quebró—. ¿En verdad no recuerdas nada? ¿Absolutamente nada?
Bianca frunció el ceño, buscando en su memoria. Solo había vacío, una niebla espesa donde deberían estar sus recuerdos. Intentó forzar su mente, pero solo obtuvo un dolor punzante detrás de los ojos.
Negó lentamente, sintiendo una frustración creciente. ¿Cómo podía haber un agujero n***o donde debería estar su vida?
Virgilia suspiró, pasándose una mano por el rostro. Luego, con paciencia infinita, comenzó a relatarle los eventos de aquel día terrible. Su voz era un hilo tenue que se aferraba a la cordura.
—Tu padre y yo te esperamos en casa aquel día... No nos preocupamos cuando no llegaste temprano porque nos enviaste un mensaje diciendo que la señora Valenti te había retenido en la galería. Pero cuando llegó casi la medianoche... —hizo una pausa, tragando saliva—. Comenzamos a llamarte al celular, pero nos enviaba directamente al buzón.
Bianca escuchaba, tratando de encontrar algún eco de esos eventos en su mente, pero solo encontraba silencio. El mensaje... no recordaba haberlo enviado. Eso la alarmó más que cualquier otra cosa.
—Tu padre y Pietro corrieron a la estación de policías —continuó Virgilia—, pero les dijeron que debían esperar más de veinticuatro horas para reportar una desaparición. Yo me quedé en casa, esperando que tal vez... —Contuvo las lágrimas—. Ellos fueron a hospitales, albergues... buscándote por todos lados. Mientras yo esperaba aquí noticias, mirando el teléfono cada cinco minutos.
Bianca apretó la mano de su madre, sintiendo una punzada de culpa por el dolor que había causado. Podía imaginar la escena: su padre, con esa mezcla de rabia e impotencia que lo caracterizaba cuando se sentía acorralado; Pietro, tratando de mantener a sus padres calmados mientras su mundo se desmoronaba.
—Entonces... —Virgilia respiró hondo—, a tu padre le llegó un mensaje. Con una foto... —su voz casi desapareció—. Estabas cubierta de lodo, mojada, atada... inconsciente en el suelo. El mensaje decía: "Pagaras con la vida de tu preciada hija, Palumbo".
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Bianca, aunque la memoria seguía eludiéndola. Esas palabras... "Pagaras con la vida"... resonaban en algún lugar oscuro de su conciencia.
—Tu padre no dudó —continuó Virgilia—. Acusó inmediatamente a Tiziano Visconti. Ese muchacho lo había amenazado en la calle unos días antes. Levantaron una denuncia en su contra, pero... no teníamos pruebas. Hasta que...
Virgilia hizo una pausa, observando a su hija con preocupación. Sus ojos recorrieron el rostro de Bianca, buscando señales de que estaba lista para escuchar lo que venía.
—Hasta que Basilio Visconti te encontró y te trajo aquí.
Al escuchar ese nombre, algo se agitó en lo más profundo de la mente de Bianca. Un rostro comenzó a emerger de la niebla: ojos oscuros y serios, línea de mandíbula firme, una presencia que había conocido antes...
—El hombre de la galería —murmuró, más para sí misma que para su madre.
—¿Qué, cariño? —preguntó Virgilia, inclinándose.
Pero Bianca ya no la escuchaba. De repente, los recuerdos regresaron en un torrente doloroso: la caminata nocturna bajo la lluvia ligera, los faroles de la calle reflejándose en los charcos, la furgoneta negra que se detuvo bruscamente a su lado, las manos fuertes que la sujetaron antes de que pudiera gritar, el trapo con olor químico que le cubrió la nariz y la boca, la oscuridad de un lugar húmedo y frío donde el tiempo perdía todo significado, y un rostro joven, distorsionado por el odio, que le escupía palabras de odio.
"Tu familia pagará por lo que le hicieron a la mía", recordó que le dijo aquella voz llena de rabia. "Tu padre mató al mío, y ahora tú pagarás por eso".
Podía sentir otra vez el frío del suelo contra su mejilla, el sabor a tierra y lodo en su boca, la desesperanza que se apoderaba de cada fibra de su ser.
—Bianca, ¿estás bien? —la voz de Virgilia sonó alarmada—. ¿Recuerdas algo?
Bianca asintió lentamente, mientras las piezas del rompecabezas caían en su lugar. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, no de dolor físico, sino del horror de recordar.
—Sí, madre —susurró, con los ojos llenos de lágrimas—. Ahora lo recuerdo todo. No conocía a Tiziano Visconti... al menos no antes de esto. Pero estoy segura de que fue él quien me dejó allí, en ese lugar frío y bajo la lluvia. Podía oír la lluvia golpeado los barrotes...
Virgilia contuvo un sollozo, mezcla de alivio y dolor. Acarició la mejilla de su hija con ternura, como si temiera que se fuera a romper.
—Es bueno que lo recuerdes —dijo, con voz entrecortada—. Servirá para tu declaración. La policía ha estado esperando a que despertaras para hacerte preguntas, pero si quieres esperar...
—No —interrumpió Bianca, con una determinación que sorprendió incluso a ella misma—. Si la policía viene a preguntar, diles que pueden entrar. Les diré todo. Quiero que paguen por lo que me hicieron.
Mientras su madre salía de la habitación para buscar al médico y avisar que su hija había despertado, Bianca se recostó en la almohada, procesando todo lo que había recordado en medio de una creciente confusión.
Una verdad se destacaba con claridad escalofriante: el hombre que la había rescatado pertenecía a la misma familia que el hombre que la había secuestrado. Los Visconti. Un apellido que ahora representaba tanto su pesadilla como su salvación. ¿Cómo era posible? ¿Qué juego estaba ocurriendo aquí?
—Basilio Visconti —susurró, probando el nombre en sus labios.
El nombre le resultaba extrañamente familiar, no solo por el encuentro en la galería, sino por algo más profundo, como si hubiera estado presente en su vida antes de todo esto. Pero eso era imposible... ¿o no?
"¿Por qué me rescató, si son de la misma familia que nos odia?" La pregunta resonaba en su mente, una y otra vez, sin encontrar respuesta. ¿Era posible que entre los Visconti hubiera divisiones? ¿Que no todos estuvieran de acuerdo con los métodos de Tiziano?
Recordó entonces los ojos de Basilio cuando la había encontrado en la galería. No había odio en ellos, sino... ¿curiosidad? ¿Interés? Y sin embargo, era un Visconti. La misma sangre que corría por las venas de su secuestrador.
Una parte de ella quería creer que Basilio era diferente, que había actuado por compasión genuina. Pero otra parte, más cauta, le advertía que nadie hacía nada sin motivos en su mundo. Los Visconti no eran conocidos por su caridad.