El dolor de la traición
Nick
No podía dormir. Otra vez. El techo de mi habitación se había convertido en mi peor enemigo, un lienzo en blanco donde mi mente pintaba mil teorías, todas igual de perturbadoras.
No podía dejar de pensar en Giselle. Su frialdad, su distancia, sus excusas constantes... Me preguntaba en qué momento habíamos llegado a esto. Tal vez tenía razón cuando decía que la boda la estaba sobrepasando, o quizá yo tenía la culpa, con mi trabajo interminable en la empresa. Pero algo dentro de mí me decía que había más. Algo que no podía ver, pero que estaba ahí, acechándome.
Suspiré, pasándome una mano por el cabello. No pienses lo peor, Nick. Solo estás paranoico.
De repente, un ruido rompió el silencio. Risas. Apenas un susurro, pero suficiente para captar mi atención. Me incorporé, aguzando el oído. Venían del final del pasillo, de la habitación de Daniel.
Fruncí el ceño. Daniel había bebido mucho durante la cena; yo mismo tuve que ayudarlo a llegar a su habitación. Desde que cayó en esa depresión hace más de un año, no había vuelto a relacionarse con nadie, así que... ¿con quién estaba hablando a estas horas?
Algo en mi interior se removió, una sensación extraña que no podía ignorar. Me levanté de la cama y salí al pasillo. A medida que avanzaba, el ruido cambió. Ya no eran risas. Ahora eran... jadeos.
Mi corazón empezó a latir con fuerza. No sé por qué, pero algo me decía que no quería saber lo que estaba pasando al otro lado de esa puerta. Sin embargo, seguí caminando.
La puerta estaba entreabierta, y el instinto me decía que echara un vistazo. Cuando empujé la puerta, el mundo se detuvo.
Allí estaba ella. Giselle. Mi prometida. Moviéndose sobre mi hermano Daniel con una pasión que jamás había mostrado conmigo.
Mis piernas se congelaron. Mi cerebro intentó procesar lo que veía, pero mi corazón ya había entendido. Sentí un vacío enorme en el pecho, como si alguien me hubiese arrancado el alma de un tirón. Y entonces, la rabia tomó el control.
—Veo que ya no estás indispuesta, cariño —dije, con sarcasmo e ironía.
Giselle soltó un grito ahogado, girándose para mirarme. Su rostro palideció de inmediato, como si hubiera visto un fantasma.
—¡esto no es lo que parece —gritó, intentando cubrirse con la sábana.
La carcajada que salió de mis labios no fue mía. Era amarga, dolorosa, y no pude detenerla.
—¿No es lo que parece? —repliqué, sintiendo cómo la rabia quemaba en mi interior—. ¿Crees que soy idiota? Sé perfectamente lo que estoy viendo. ¡Te estás cogiendo a mi hermano, y tienes el descaro de decirme que no es lo que parece!
Ella comenzó a llorar, pero no me importó.
—Mi amor, yo... —intentó decir, con la voz temblorosa.
—¡No me llames así! —grité, avanzando un paso hacia ella. La miré directamente a los ojos, sin contener la furia—. Eres una ramera, Giselle. Quiero que te largues de esta casa inmediatamente.
—Pero no puedo hacerlo... —balbuceó, temblando—. Ni siquiera traje mi auto, y... y es muy tarde. ¿Cómo voy a salir de aquí?
La miré con todo el desprecio que pude reunir.
—Eso no es mi problema. Tú ya no eres mi maldito problema. —Señalé la puerta con un gesto brusco—. Y si no te largas ahora mismo, voy a despertar a todos y te voy a exhibir como la cualquiera que eres.
Giselle comenzó a vestirse apresuradamente, con las manos temblorosas. Mientras pasaba junto a mí, se atrevió a mirarme, los ojos llenos de lágrimas.
—Lo siento, Nick... Yo no quería que esto pasara... —dijo con voz temblorosa.
La frialdad en mi mirada la detuvo en seco. No dije nada. No podía. Hablar significaba derrumbarme, y no iba a darle ese placer.
Cuando finalmente se marchó, un silencio sepulcral llenó la habitación. Giré hacia Daniel, que estaba sentado en el borde de la cama, incapaz de mirarme.
—Ni siquiera voy a perder tiempo contigo —dije, mi voz baja pero cargada de furia.
Salí de la habitación, cerrando la puerta de un portazo. Afuera, el aire frío de la noche golpeó mi rostro, pero no logró apagar el fuego que sentía en el pecho. No sabía qué iba a hacer, pero una cosa era segura: ya nada volvería a ser igual, y tanto esa mujerzuela como el idiota de mi hermano se arrepentirían de lo que me habían hecho y terminarían llorando lágrimas de sangre por esa traición.
A la mañana siguiente
Me desperté con un dolor de cabeza insoportable, el tipo de dolor que no solo te recuerda cuánto bebiste, sino también cuánto perdiste. Abrí los ojos con dificultad, y lo primero que hice fue mirar hacia la habitación vacía. Giselle ya no estaba. Ni siquiera me importaba cómo se había ido, si había llamado a un taxi o si se había largado a pie. Lo único que sabía era que no quería volver a verla.
Vas a pagar por esto, Giselle, pensé, mientras me levantaba de la cama con lentitud. Mi cuerpo se sentía pesado, pero era el peso de la rabia y la traición lo que realmente me estaba hundiendo.
Estaba perdido en mis pensamientos cuando la puerta de mi habitación se abrió de golpe. Era Daniel. Lo último que quería ver.
—Nick, ¿estás bien? —preguntó con una expresión de preocupación que me resultó casi insultante—. Mamá y papá están preguntando por Giselle... y por ti.
Lo miré con toda la furia acumulada en mi interior.
—¿Todavía te atreves a preguntarme si estoy bien, maldito idiota? Frunció el ceño, confundido.
—No entiendo de qué estás hablando, hermano. —¡Claro que no entiendes, imbécil! - espeté, dando un paso hacia él-. ¿Cómo vas a entenderlo si estabas perdido de borracho? Pero no me vengas con que no sabías lo que hacías. No creo que esa mujerzuela te haya obligado. Estoy seguro de que estuviste más que dispuesto.
Dime, Daniel, ¿desde cuándo tú y esa zorra me estaban engañando?
El rostro de Daniel palideció en el acto, y esa reacción me lo confirmó todo. No era la primera vez. Esa traición llevaba tiempo ocurriendo, y yo había sido lo suficientemente ciego para no verlo.
—Nick... Yo... —comenzó a balbucear, bajando la mirada—. Te juro que no quise hacerte daño. Pero tú sabes que desde que ella desapareció mi vida no volvió a ser la misma. Me dejé llevar... Giselle me sedujo.
No lo dejé terminar. Mi puño se estampó contra su rostro antes de que pudiera decir otra palabra. El impacto lo hizo retroceder y tropezar contra la pared.
—¡Cállate! -grité, sintiendo cómo la furia me consumía—. No quiero escuchar ni una palabra más de ti. No te quiero ver en mi casa ni un día más, ¿me oíste? Y si te atreves a poner un pie en la empresa, te juro que yo mismo me encargo de que desaparezcas para siempre.
Daniel me miró con los ojos llenos de súplica, sujetándose la mandíbula donde lo había golpeado.
—Nick, no puedes hacerme esto... Somos hermanos. Yo fui débil, es cierto, pero... nos une la sangre.
—Eso hubieras pensado antes de tirarte a mi prometida —le respondí, mi voz fría como el hielo—. Ahora ya no hay marcha atrás. Pero escucha bien lo que te voy a decir, Daniel: lo que suceda de ahora en adelante es porque tú mismo lo provocaste. Y te juro que te vas a arrepentir de haberte metido conmigo.
Vi cómo su cuerpo se estremeció ante mis palabras. No dije nada más. Pasé junto a él sin mirarlo y salí de la habitación, dejando la puerta abierta de par en par.
Bajé las escaleras con el corazón latiéndome a mil por hora, pero no era tristeza lo que sentía. Era furia. Frialdad. Determinación. Ellos habían cruzado un límite. Y ahora, era mi turno.