La frase de la maestra quedó suspendida en el aire como una gota de resina grotescamente detenida en el tiempo. Albert, aún incapaz de mover los brazos, observó la escena con la mirada desviada, intentando procesar el desconcierto que lo embargaba. Las sombras de los estudiantes se congregaban detrás, como una multitud expectante ante un ajusticiamiento menor pero no por ello menos humillante. Amelia había apretado el tirante de la mochila con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, y su respiración salía por la nariz en un bufido cargado de una furia contenida.
La maestra prosiguió, esta vez señalando con un temblor casi teatral:
—No lo esperaba de vos… tanto esfuerzo invertido, tantos ensayos, tanta dedicación de tus compañeros. Y vos… vos simplemente te quedaste ahí. ¿En qué estabas pensando, Albert?
Ese “vos” se repitió dentro del pecho del muchacho como un eco de piedra cayendo por un pozo profundo. No sabía qué responder. No sabía si responder. Aún sentía en la boca el residuo invisible de las palabras que casi pronunció en escena y que, sin embargo, decidieron traicionarlo.
—Yo… —intentó decir, pero la garganta se cerró—. Yo… lo siento. Me… puse nervioso.
—¿Nervioso? —bufó Amelia, dando un paso hacia él—. ¿Y te creés el único? ¡Todos estábamos nerviosos! ¡Todos! Pero teníamos que salir, teníamos que hacer lo que nos correspondía. ¿Sabes cuántas veces repetimos mi entrada? ¿Cuántas noches me quedé despierta practicando mientras vos…? —se detuvo, tragando saliva—. Ni siquiera sé si ensayabas, Albert.
Él retrocedió un paso y sintió el borde frío de la puerta contra la espalda. Un zumbido se instauró en sus oídos, y el ritmo de su respiración se volvió errático, como el de un animal recién acorralado. Se concentró en sus dedos, que temblaban. Camile. El recuerdo de ella volvió a filtrarse en su mente como una corriente súbita. No sabía por qué su imagen reaparecía en los momentos más vulnerables, pero ahí estaba.
La maestra dio un suspiro largo y cansado.
—Esto nos resta puntos, ¿sabés? —dijo—. Y no solo eso: resta motivación, resta unión. Tus compañeros confiaban en vos. Yo confiaba en vos. —Hizo una pausa—. ¿Tenés algo que decir?
Albert quiso explicar la maraña de sensaciones, justificarse, pedir perdón de mil maneras diferentes. Pero apenas logró inhalar con torpeza.
—No… —dijo, casi inaudible—. No sé qué decir.
Algo en su respuesta quebró la delgada paciencia de Amelia.
—Pues deberías saberlo —dijo ella, con una tristeza agria—. Porque siempre estás en tu mundo. Siempre estás lejos. Nunca estás cuando te necesitamos. —Luego, bajó la mirada—. Nunca.
El muchacho sintió que la palabra “nunca” se incrustaba en su pecho como un alfiler helado. Aquella acusación tenía un peso especial, uno que no se atrevió a cuestionar; porque, en el fondo, sabía que era cierta. Se sentía lejos incluso de sí mismo.
La maestra hizo un gesto leve con la mano, indicando el interior del aula.
—Entren. Los demás también. —Esperó a que las miradas curiosas se dispersaran—. Albert, vos quedate un momento.
El grupo se disolvió entre murmullos, arrastrando telas, armaduras de utilería y restos de maquillaje corrido. Albert permaneció en el umbral, quieto, respirando con dificultad. La maestra se cruzó de brazos.
—¿Pasa algo? —preguntó ella con voz más suave—. ¿Estás bien?
Esa pregunta despertó en él la urgencia de llorar, aunque reprimió el impulso con un nudo en la mandíbula.
—No lo sé —respondió, sincero—. Estoy… confundido.
La mujer asintió, como si ya hubiera anticipado esa respuesta.
—Te vi sobre el escenario. Algo te detuvo, y no fue solo miedo escénico. Fue otra cosa. —Lo observó con detenimiento—. ¿Tiene que ver con esa chica? Camile, ¿no?
Albert levantó la vista, sorprendido.
—¿Cómo…?
—Los profesores nos damos cuenta cuando nuestros alumnos andan turbados —dijo ella, encogiéndose de hombros—. No hace falta mucho para advertir ciertas señales. Además… —añadió con una sonrisa—. Te he visto revisar el móvil más veces de las que deberías.
Albert sintió cómo la vergüenza se le subía al rostro. No respondió.
—Sea lo que sea —prosiguió la maestra—. Tenés que resolverlo. Eso o va a seguir mordiéndote hasta que escupa todos tus intentos al vacío. Lo vimos hoy. Fue duro, sí. Pero podés aprender algo.
Albert bajó la cabeza.
—Supongo…
—Andá, sentate con los demás. Y escuchá esto: aún falta la evaluación final. No todo está perdido.
El adolescente asintió sin levantar la mirada. Cruzó el marco de la puerta, sintiendo el peso de la vergüenza aún adherido a su piel. Los compañeros murmuraron, algunos con disimulo, otros abiertamente. Amelia, desde el otro extremo, ni siquiera lo miró. Él tomó asiento y abrió el guion, aunque apenas logró leer.
Su mente solo repetía, con la cadencia de un lamento:
Camile. Camile. Camile.
Y el maldito punto verde.
La tarde prosiguió, saturada de ruido, aplausos, una última representación mediocre de otro salón y el anuncio del ganador —que no fue el suyo—. Pero Albert experimentó todo aquello desde una distancia casi fantasmal, como si ya no perteneciera al mismo espacio.
Al llegar la noche, ya en su cuarto, se dejó caer sobre la cama. El celular permanecía iluminado a poca distancia. Lo tomó entre las manos. Abrió el chat.
Últimos mensajes enviados:
Te necesito.
Por favor.
No me dejes.
Contéstame.
El hilo de su dignidad seguía allí, estropeado, expuesto.
En la pantalla apareció el estado: Conectada.
Albert sintió el pecho apretarse de nuevo.
Y entonces, por fin, después de semanas, después de meses, después de un silencio casi sepulcral:
Camile escribió:
“Tenemos que hablar.”
Esa frase fue el verdadero inicio del final.