—Cariño —saluda un tipo arrogante desde el reservado de la esquina, moviendo la mano hacia mí—. Otra ronda.
—Por supuesto —sonrío y asiento mientras me doy vuelta y me apresuro hacia la barra. Richard está trabajando esta noche y es uno de mis bar tender favorito porque, además de no ser un idiota, es divertido—. Hola, Richard, dos whiskies más, por favor.
—¿Doce? —responde guiñando un ojo.
—Oh, no, esos tipos solo lo toman si tiene dieciocho años de añejamiento —le devuelvo la sonrisa.
Sacude la cabeza y silba bajo—. Buenas propinas para ti esta noche.
Eso espero. Las necesito. Aunque el semestre de primavera casi termina, todavía me queda uno más en otoño antes de graduarme. Tengo que pagar mensualmente para cubrir los costos que mi beca no cubre, lo que básicamente significa que siempre estoy haciendo pagos a la escuela, y mi próximo pago vence la próxima semana. Y esa es la fecha límite tardía.
Coloco los vasos de bourbon en mi bandeja, ajusto mi pantalón n***o ajustado y paso mi coleta apretada hacia atrás antes de poner una sonrisa en mi rostro.
Mis pantalones de vestir negros parecen pintados mientras recorro la amplia sala con mis tacones de aguja. Duelen como el infierno, pero recibo mejores propinas cuando los uso.
En la esquina, el pianista habitual invita a uno de los “clientes” a tocar una canción. Ya he oído al tipo antes.
Un ruso tatuado; otra de las chicas me dijo que todos los tatuajes en sus dedos son porque pertenece a la Bratva.
No me importa lo que sea, toda su mesa da buenas propinas. Les atiendo siempre que puedo, aunque la tensión que irradian me pone nerviosa. Pero no lo suficiente como para dejar de ser su camarera. Hasta hace dos semanas…
Uno de los rusos tiene la costumbre de tocarme el trasero y me pasó su número, así que me he mantenido al margen, dejando que otras chicas sirvan sus bebidas. Tendré que esperar a que pierda interés antes de poder atenderlos nuevamente.
Ha afectado mis ganancias, pero sé que es mejor no involucrarme con tipos así. Mejor mantenerse fuera de su órbita por ahora.
Así que, en su lugar, sirvo el whisky a los dos hombres de mediana edad del reservado.
La música comienza: el ruso que toca es realmente especial en el piano, su habilidad está muy por encima de la de cualquiera de nuestros músicos.
Me gustaría detenerme a escuchar, pero en cambio me inclino sobre la mesa, colocando el primer vaso frente al tipo que está en la esquina interior del reservado.
Es entonces cuando su amigo pone una mano firme en mi trasero.
No reacciono.
No hago nada más que seguir sonriendo.
No me importa dejar que un tipo toque un poco para que me deje una buena propina. Pero ahí es donde pongo el límite. Ellos pueden irse a casa a acostarse con sus esposas. No estoy para alquilarme.
Pero mientras aprieta mi mejilla derecha, me enderezo, apartándome un poco mientras coloco su Macallan frente a él.
—Aquí tiene, señor.
—Gracias, cariño —responde arrastrando las palabras, su rostro ya un poco enrojecido por el licor—. Dime algo —empieza, inclinándose hacia mí con una mirada hambrienta—. ¿Buscas pasar un buen rato?
Mierda. Estas situaciones hay que manejarlas con delicadeza para que el cliente no se sienta mal y no me deje sin propina.
—Servirles las bebidas es bastante divertido —digo con una risa ronca antes de girar y marcharme, dejando a ambos también riéndose a mi paso.
Tengo un tono de voz mezzo-soprano y sé que a muchos chicos les gusta. Mi cabello es rubio oscuro, y mis ojos son verdes, pero mi piel tiene un bronceado gracias a la herencia mediterránea de mi madre.
Junto con una generosa figura, atraigo bastante atención masculina. No es que salga con alguien. No lo hago. Nunca.
Estoy demasiado ocupada, y aunque no lo estuviera…
Sacudiendo esos pensamientos, sigo trabajando la sala, sirviendo bebidas a medida que avanza la noche y los clientes se embriagan más.
Llevo una ronda de vodka a los rusos cuando Tessa debe atender a un grupo en una de las salas privadas. Mi estómago da un vuelco, pero reprimo mis nervios mientras me acerco a la mesa.
El que me pidió salir, creo que se llama Andréi, me mira fijamente, sus dedos tatuados flexionándose alrededor del vaso, mientras mantengo mi sonrisa lo más genérica posible.
Es entonces cuando se me eriza el vello de la nuca.
Me enderezo. Mis instintos siempre son certeros, y puedo sentir que el peligro está cerca. Escaneo la sala y capto la mirada sombría de un hombre solitario en la esquina oscura del salón.
Odio a ese tipo. No sé su nombre. Nunca lo atiendo, pero está aquí casi todas las noches. A veces solo se queda un rato, a veces toda la noche.
Las otras camareras dicen que no bebe mucho, pero que da muy buenas propinas, mientras se ríen de lo guapo que es. Y sí, realmente lo es.
Pero a mí no me importa su apariencia; el tipo me da miedo, por eso usualmente le doy su mesa a la siguiente chica en la rotación. Ni siquiera yo estoy tan desesperada como para interactuar con él solo por buenas propinas.
Me mira ahora, sus ojos oscuros vacíos e inescrutables. Conozco esa mirada.
Es la mirada de un hombre sin alma, que puede hacer daño a cualquiera o cualquier cosa, no por malicia, sino por placer.
Ese es el hijo de puta más aterrador de todos.
Lleva el vaso a los labios, y puedo ver los tatuajes que cubren sus enormes manos. ¿Está tatuado como los rusos?
Ahora que lo pienso, solo parece quedarse cuando ellos están presentes. Sacudo la cabeza, segura de que no me importa. Cuanto menos sepa de ese tipo, mejor.
Pero es entonces cuando Andréi se desliza fuera del reservado y se coloca junto a mí. Me refiero a justo junto a mí, con apenas un centímetro de espacio entre nosotros. Inclina su cabeza hacia abajo, su aliento caliente contra mi cuello y oído.
—No llamaste.
Mi sonrisa se desvanece mientras inclino la cabeza. Me dan ganas de decirle que perdí su número, pero eso solo pospondría el problema.
En cambio, cambio la bandeja a mi mano izquierda, apartándome de él y colocando el pequeño disco plástico entre nosotros.
—Debería haberte dicho cuando me diste tu número, pero no salgo con clientes del bar. Es… —busco la palabra apropiada. No es nepotismo, porque de ninguna manera tengo poder.
Pero tampoco es bueno para los negocios.
—Va en contra de la política del bar —finalmente logro decir, mirándolo con una sonrisa apenada.
Sus ojos se entrecierran mientras toma mi bandeja, moviéndola para acercarse de nuevo.
—Debes entender, princesa —dice con su acento marcado—, que soy un hombre que obtiene lo que quiere.
Trago un nudo en la garganta. Debe entender que esto no va a pasar. Nunca.
—Puedo percibir eso de ti —murmuro y él suelta una risa baja y complacida—. Pero mi jefe me despediría.
Luego le doy mis ojos más vulnerables, los que piden perdón mientras mi labio inferior sobresale un poco.
—Realmente necesito este trabajo.
Él lo disfruta. Puedo ver cómo se inclina a ser simpático y satisfecho. No es su falta de encanto, sino mis circunstancias lo que me impidió llamar.
Mi madre puede hacer que casi cualquier hombre haga lo que ella quiera. Es repugnante. Está en su cuarto esposo, y este va a durar. Rico y borracho la mayor parte del tiempo.
Él se recuesta nuevamente en el reservado, y yo empiezo a apresurarme. Entonces, el oscuro y peligroso de la esquina vuelve a cruzar mi mirada y levanta la mano para llamarme.
Mi corazón se detiene un segundo.
Normalmente soy mucho más cuidadosa de no mirar a ese hombre, pero el ruso me ha alterado.
Con un trago, me acerco a él.
—¿Puedo ayudarlo, señor?
Se inclina sobre la mesa, saliendo de las sombras, y mi respiración se corta. Joder, se ve aún mejor de cerca.
No es que cada rasgo sea perfecto, pero cada parte de él se combina para crear un hombre hermoso y masculino, desde la curva de su nariz hasta la mandíbula marcada, pasando por los músculos resaltados por la fina línea de su camisa.
Su cabello oscuro se echa hacia atrás y la línea recta de sus cejas. Solo sus ojos lo delatan.
No brillan con nada. Están vacíos, haciendo que parezca casi… muerto.
Doy medio paso atrás, tragando saliva, dándome cuenta de que también me está evaluando y aún no ha respondido a mi saludo, así que lo repito.
—¿En qué puedo ayudarlo, señor?
—¿Qué te acaba de pedir ese hombre? —su voz es grave y áspera, que no disimula que sus palabras no son una petición. Son una orden.
Llevo las bebidas con una sonrisa y sin cuestionar. No chismeo sobre los clientes con otros clientes.
—Señor, no creo… —
Su mano se dispara para capturar mi muñeca. Su agarre es lo suficientemente fuerte para sentir su poder, saber que podría lastimarme cuando quisiera.
—Dime qué dijo.
Dudo un segundo más y aprieta el agarre, todo mi cuerpo se tensa mientras me preparo para el dolor.
—Me invitó a salir.
—¿Y qué dijiste?
Niego con la cabeza como si esto fuera una locura, porque lo es. No es que no sepa de locuras ni cómo manejarlas.
—Dije lo que siempre digo, no gracias.
Su agarre se afloja, pero no me suelta mientras su pulgar acaricia el interior de mi muñeca.
Estoy tan sobre estimulada por toda la interacción que mi piel se eriza por su toque.
—¿Y si yo te invitara a salir? ¿Qué dirías?
—No, gracias —sale de prisa, traicionando mis verdaderos sentimientos y no en absoluto acorde con mi fachada habitual. Pero su toque está rompiendo mi calma superficial.
Me sonríe, una sonrisa maliciosa. Me estremezco.
—¿Y si te dijera que no acepto un no por respuesta?
—Eso dijo él también —susurro, consciente de que estoy manejando peor esta conversación que la anterior.
Quizá es demasiado lidiar con la atención masculina, o tal vez este tipo me inquieta como nadie.
Pero sus labios se tensan sobre los dientes mientras me atrae más cerca, llevando mi rostro al suyo.
Su aroma me envuelve, y debo ser honesta, huele delicioso. Cedro y especias, con un toque de almizcle masculino que acelera mi corazón. O tal vez es solo que me tiene inclinada sobre la mesa.
—¿Y cómo respondiste?
—Mi jefe no me permite salir con clientes.
Finalmente me suelta.
—¿Eso también me dirás a mí?
Asiento con la barbilla.
Saca la cartera del bolsillo trasero y coloca tres billetes de cien dólares sobre la mesa.
—Estarás atendiéndome el resto de la noche. Trae un whisky cada hora, agua entre medio.
Tomo los billetes, metiéndolos en mi pequeño delantal mientras me giro para cumplir su orden.
—Madison.
Eso me hace detenerme en seco. ¿Cómo sabe mi nombre? No llevamos gafetes.
Miro por encima del hombro, mostrando mi perfil sin hacer contacto visual.
—Sí —mi voz es apenas un susurro.
—Puedes intentar desviar, correr, incluso esconderte. Pero cederás a mi voluntad, cariño. No acepto un no por respuesta.
El miedo me roba el aliento y por un momento no me muevo. Luego despego mis pies del suelo y corro hacia la barra, tratando de no romper a correr del todo.
Mis instintos nunca fallan, y ese tipo es un psicópata.