El sonido del disparo fue como un trueno que desgarró el invernadero, seguido de un silencio sepulcral. Durante un segundo eterno, nadie supo quién había disparado. Solo el humo flotando en el aire y el leve temblor de las manos de Alessia rompieron la estática. Su tío retrocedió un paso. La bala había rozado su mejilla, dejando un hilo de sangre que bajaba con arrogancia por su cuello. —¿Querés jugar a la guerra, sobrina? —espetó, sonriendo con los dientes manchados—. Entonces sangremos juntos. Los hombres a su alrededor alzaron sus armas. Alessia no tembló. El arma en sus manos ya no era símbolo de miedo: era una extensión de su furia. —Dante, ahora —susurró. Como si hubieran ensayado esa coreografía desde siempre, las luces del invernadero se apagaron de golpe. Un segundo después,

