Capítulo 12: "Empatía".

2717 Words
Samuel se apoyó en la pared blanca, pensativo. Cerró los ojos. Sentía que la sangre le presionaba violentamente las venas, circulando lentamente por su cuerpo. Podía oír los murmullos de los trabajadores y las vibraciones de sus dedos presionando sobre las pantallas hologramáticas. También oía las órdenes que les daban los jefes a los novatos, y algunos suspiros. No deseaba seguir allí ni una sola noche más… Pero no tenía más remedio. Él debería haber escapado mucho tiempo atrás, cuando era un niño. Ahora estaba solo, sin la única persona que había amado en la vida, y ni siquiera sabía cuál había sido la verdadera causa de su muerte. Sam siempre se imaginó a sí mismo regresando al pasado, haciendo que Daniela Aguilar volviera a la vida. Se sentía vacío, sólo sin ella. Necesitaba a alguien que lo amara de verdad, pero el amor era un lujo que no podía darse. Si él llegaba a querer a alguien, esa persona eventualmente resultaría herida, al igual que le había sucedido a su perro Pan. No sería capaz de tolerar más dolor. —El pequeño Aguilar está pensativo —un hombre barbudo y fornido, que no era de su agrado, interrumpió su meditación—. ¿Será por una chica? Samuel no respondió. No estaba pensando en Isabel, sino en su madre. Evitaba reflexionar sobre la joven Medina, no deseaba enamorarse de ella. Eso lo complicaría todo. Sin embargo, debía admitir que le gustaba muchísimo. —Siempre tan callado, hijo —intervino Horacio hipócritamente—. ¿Por qué no le contestás al señor Heredia? Samuel soltó un largo suspiro. —No se trata de una chica —aseguró. —Vamos, Sammy —uno de sus compañeros le palmeó el brazo—. Todos sabemos que te gusta la chica menudita esa ¿Cuál es su nombre? El joven Aguilar sentía fobia cada vez que le nombraban a la señorita Medina. Tenía terror de que le hicieran daño por su culpa. —Isabel —agregó su padre—, Isabel Medina. —Cierto —dijo otro muchacho que estaba por allí—. Es muy bonita, por cierto… aunque le falta bastante carne… ‘No tienen por qué opinar del cuerpo de alguien más’, pensó. Pero no lo dijo en voz alta. —Tendrías que invitarla, Sammy —sugirió el señor Heredia. Samuel se apartó de todos ellos a empujones, conteniéndose para no pegarles un puñetazo en la nariz a cada uno. Sabía que, si lo hacía, el castigo sería aterrador. Comenzó a vagar sin rumbo por la edificación. Era enorme. Había puertas que conducían a otras salas más pequeñas. Salas de archivos en papel, en dispositivos microscópicos u ordenadores. Contenían evidencias de crímenes, descubrimientos tecnológicos y científicos, y también análisis de los progresos de la sociedad. Samuel debería sentirse orgulloso de ser parte de “Culturam”, pero únicamente se sentía solo, infeliz, acorralado. Deseaba huir para siempre de allí, pero no tenía las agallas para soportar las consecuencias de ello si lo hacía. La mayoría de los Culturam decían ser nobles, mantenían su sociedad en secreto, y lo único que buscaban era el avance de la humanidad. Sin embargo, dentro de esta comunidad había un pequeño grupo que tenían otros intereses: “Los Fraudes”. Sam los llamaba así, porque eran ellos quienes lo perseguían y lo obligaban a realizar tareas repugnantes y deshumanizantes durante las noches. Era por ellos que se había convertido en un monstruo, y Salomé y Ezequiel se habían encargado de que él llevara a cabo esas terribles misiones. Nadie lo quería sinceramente, todo el mundo lo utilizaba de una manera extremadamente cruel… Excepto Isabel. Ella era simpática y sincera con él. Isabel. Todos sus pensamientos desembocaban en ella. No quería enamorarse, pero se le había vuelto costumbre vigilar su vivienda durante las noches, asegurarse de que su amiga estuviera a salvo. Quería conocerla mejor, compartir bellos momentos a su lado… Pero no podía permitírselo. Ellos ya la tenían en la mira, y no podría tolerar que la lastimaran. No soportaría que nadie más saliera herido por su culpa. —Samuel —lo llamó una mujer de cabello pelirrojo rizado y piel arrugada, a través de un micrófono—, ya es hora —anunció. El muchacho se acercó hasta la anciana. Ella le entregó un microchip con una tarea. Samuel no lo abrió. Esa noche seguramente iba a trabajar solo. Conocían la eficacia del joven Aguilar, y nadie dudaría de él. Se dirigió hacia el ascensor. Pronto, salió del escondite. Marcó la clave para cerrar las puertas, y el elevador se escondió bajo tierra, como siempre lo hacía, y se camufló entre los arbustos. Volteó, y empezó a caminar hacia el valle. No quería lastimar a nadie, no esa noche. Estaba susceptible, melancólico. Extrañaba a su madre, quería cambiar su vida y no sabía cómo hacerlo. Se sentía exhausto, y mentalmente débil. En ese instante, escuchó el ruido de unas pisadas que se acercaban. Samuel no se preocupó, seguramente debían ser otros de los Culturam. Continuó rumbo a la zona urbana a paso perezoso. —¡Samuel Aguilar! —exclamó una voz femenina que reconoció al instante. Maldijo para sí mismo en voz baja ¿Qué demonios estaba haciendo ella allí? Corría peligro en aquel sitio ¡Los fraudes estaban a dos pasos de ellos! Además, no era un buen momento para contarle la verdad. Isabel y Juan Cruz se hallaban a unos metros de él. Sus cabellos se veían revueltos y llenos de pastos y espinillos. —Me gustaría que me dijeras por qué estás acá —ella se paró frente a él, poniendo su mano sobre la cadera. Debía inventar una excusa rápidamente, aunque le costó pensar en una—. Ibas a encontrarte con ese grupo ¿No es así? ¿Tenés que llevar a cabo alguna misión extravagante esta noche? ¿Cómo es tu relación con Damián? La muchacha era increíblemente perceptiva. Tarde o temprano, descubriría la verdad. Cuando eso ocurriera, él tendría que protegerla con su propia vida. —Bajá la voz —le rogó Samuel, haciendo un ademán con la mano—. Síganme los dos. No podemos hablar aquí. Los radares localizarán a los intrusos. —¿Radares? —Isabel miró hacia los cuatro puntos cardinales en cuestión de segundos ¿Por qué era tan curiosa? —¡Sólo síganme! —balbuceó Sam. Oía los murmullos de los hermanos por lo bajo, cuchicheaban respecto a los “secretos que él ocultaba”. Tenía los sentidos súper desarrollados. Una vez que se alejaron de la zona de radares y llegaron a la parte iluminada del valle, Samuel se detuvo. —¿Cómo llegaron hasta acá? —frunció el entrecejo. Temía por la vida de ambos muchachos. —Te seguimos —replicó Isabel, en tono desafiante. Ella estaba mostrándole lo que era capaz de hacer con tal de descubrir la verdad. —Es muy peligroso lo que hicieron. No vuelvan a intentarlo nunca más ¡No tienen idea a lo que podrían enfrentarse! —Podrías contarme… Sam negó con la cabeza, y tomó a Isabel de la mano. Pudo percibir que ella se estremeció. —No quiero que te lastimen… —Gracias —intervino Juan Cruz con sarcasmo. —Tampoco quiero que vos salgas herido —Samuel se volvió hacia el joven Medina—, Pero sé perfectamente de quién fue la idea de venir hasta aquí. Por eso le estoy diciendo a ella que deje de insistir. —No pienso detenerme hasta descubrir la verdad —ella se apartó de él y le dedicó una mirada desafiante. —Isabel ¿Por qué no hacés las cosas más fáciles? ¿Por qué no te mantenés al margen de esto? Es peligroso, ¿Cuántas veces debo repetírtelo? —Sé cuidarme sola. —No seas testaruda ¡No sabés lo que estás diciendo! —estaba a punto de perder la paciencia—. Escuchame, por favor. —Creo que yo los voy a esperar allá, a unos cien metros —intervino Juan Cruz, a quien estaban ignorando completamente. Samuel e Isabel asintieron, e intercambiaron unas miradas significativas. —No me lo hagas tan difícil —él rompió el silencio—, por favor. Necesito que estés a salvo. Sus ojos oscuros lo contemplaban con dulzura. Su cabello brillaba aún en la noche, aunque estaba algo revuelto y lleno de pasto. Era súper menuda y delgada, pero era increíblemente valiente, osada y testaruda. Nunca había conocido a alguien tan bello como Isabel Medina. —Decime por qué entonces… Por qué siento lo que siento por vos. Decime por qué sos lo único que tengo en la mente desde que te vi. Decime por qué tengo esos sueños y esa sensación de familiaridad… Decime por qué ellos me buscan. Decime por qué es peligroso. Decime por qué soy tu rosa negra… Contestame todo eso, y prometo dejar de insistir. No supo qué responderle. La presencia de la muchacha lo alteraba, lo hacía sentir nervioso y atemorizado. Él no temía por sí mismo sino por ella. Isabel apoyó sus manos en los hombros de Sam. Le rozó el cuello y las mejillas con la yema de los dedos, contemplándolo con un brillo inusual en sus ojos. —¿No vas a contestarme? No era capaz de abrir la boca. Deseaba intensamente envolverla en un beso ¡Esa chica estaba volviéndolo loco! Se imaginó atreviéndose a acercar sus labios a los de ella… Instantes después, volvió a la realidad. Le dio un beso rápido en la frente, y se apartó. —Volvamos al valle, por favor —le susurró—. No es seguro que sigamos acá. Isabel hizo a un lado a Samuel de forma brusca, dejándolo helado. Empezó a caminar hacia donde estaba su hermano, esperándolos. El joven Aguilar quería decirle que no había querido rechazarla, que realmente la deseaba, pero que no podía ponerla en peligro… La muchacha llegó hasta su hermano, y sin decir una sola palabra, lo tomó del brazo y lo guió hacia adelante. Era una líder innata. Su hermano Juan Cruz ni siquiera protestaba mientras caminaba hacia donde ella le indicaba. —No es necesario que nos acompañes hasta nuestra casa —masculló Isabel sin darse vuelta, dirigiéndose hacia el joven Aguilar. Era evidente que estaba ofendida con él. —Tengo que vigilar que no les pase nada… y tengo que volver aquí, para concretar una misión —se mordió la lengua ¡Había hablado demás! —¿Qué misión? —evidentemente, despertó su interés. No podía decirle nada. Aunque ella tuviese alguna especie de relación con la comunidad, la sociedad “Culturam” debía ser secreta. Fue gracias a la estricta discreción que habían llegado tan lejos, porque no hubo nadie que se interpusiera en sus metas. —No puedo decírtelo. Ella soltó un largo suspiro, y apresuró el paso. A pesar de la actitud negativa de su hermana, Juan Cruz se veía dispuesto a conversar con el joven Aguilar. —¿Querés contarme sobre la vida de las hermanas Hiedra? Isabel lo fulminó con la mirada, y su hermano le sacó la lengua. Samuel, quien ya no toleraba evadir las respuestas, pensó que hablar sobre las muchachas podría ser una buena distracción. —Su vida no ha sido sencilla. Ellas no tienen padre ni madre, ni ningún familiar que las oriente. Les he enseñado a defenderse y las he protegido cuando Salomé todavía no sabía valerse por sí misma. —Pero tienen prácticamente la misma edad —observó Juan Cruz. —Cumpliré dieciocho en un par de semanas —replicó Samuel—, y ella tiene apenas diecisiete. Cuando tenés nueve o diez años, es mucha diferencia. —Es cierto… Cuando Isabel tenía diez y yo ocho, ella me parecía altísima… Y mirá lo que es ahora ¡Apenas supera el metro cincuenta! Isabel gruñó por lo bajo. No estaba de buen humor para bromas. —Es muy pequeña, hay que protegerla —comentó Sam con buenas intenciones. Ella volteó, y se quedó observándolo, inmóvil. Tenía los ojos brillosos, parecía que en cualquier momento se le iban a escapar las lágrimas. Ella no se tomó de buena manera sus palabras. —Quiero que te alejes, Samuel. Andate. No necesito tu protección. Estoy harta de tus misterios. —¡Isabel! ¡Dejá de insistir! ¡Se trata de una sociedad sumamente peligrosa! —¡Estás enloqueciéndome! —¿Estás bromeando? —inquirió con tranquilidad, aunque sentía un dolor agudo en el pecho—. Te haré un breve resumen: mi vida es una mierda. Estoy solo en el mundo. Mi papá, el único familiar que conozco, me odia. Mi mamá murió. No tengo hermanos, ni a nadie. Tengo un tío materno que jamás conocí porque se había peleado con su hermana antes de que yo naciera. Mi perro pan está muerto. Pertenezco a una sociedad que me obliga a llevar a cabo las misiones más inhumanas que puedas imaginarte… Soy peligroso. La comunidad es peligrosa ¿Mis palabras no te bastan para que dejes de insistir? —No. Samuel, sintiendo un dolor profundo en su corazón, pensó que debía ser hiriente para que la muchacha dejara de investigar. —Sos una caprichosa, Isabel. A vos y a tu hermano les dan todo lo que quieren. Ni siquiera levantan el plato de donde comen, tienen máquinas que hacen las tareas domésticas por ustedes. Llevan una vida normal. No saben lo que es el dolor. No saben lo que es sufrir. Ustedes no forman parte de una comunidad horrenda, y jamás le han arrebatado ningún derecho, y mucho menos el de la libertad. Isabel se quedó muda. Parpadeó, y luego empezó a llorar. Samuel sintió una punzada de culpa, y creyó que ella lo abofetearía, pero logró el efecto opuesto. —¡Lo lamento! —ella se le acercó y lo tomó de la mano—. Perdón, tal vez yo no sufrí ni la décima parte que vos, tal vez debería ser más empática ¡Pero me cuesta tanto! Con mi familia, excepto con Juan, tengo una comunicación vacía. Mi única amiga es Umma. Odio a los adolescentes de nuestra edad, odio mi vida, pero eso no me da derecho a hacerte sentir miserable ¡Cuánto lo lamento! Juan Cruz tosió. Quizá era para que lo tuviesen en cuenta, pero Samuel únicamente podía concentrarse en la joven Medina. No podía soportar verla llorar. —Dejá de mirar así a mi hermana —el muchacho se veía malhumorado. Samuel se encogió de hombros. —Lo lamento, chicos. De verdad… Pero es mejor que se mantengan al margen de esto. Ellos son peligrosos, y yo también. —Sos un monstruo, por eso siempre me protegés y me llamaste tu rosa negra —masculló Isabel con sarcasmo. Sus ojos aún estaban llenos de lágrimas. Instantes más tarde, citó las palabras del joven Aguilar—: “bella, frágil y oscura”. “Oscura porque estás rodeada de oscuridad”, le había dicho. —¿Por qué oscura? —intervino Juan Cruz. —Porque despierta sentimientos que no deberían existir en un monstruo como yo. —Ya basta. No sos un engendro ¡No deberías escuchar lo que dice esa sociedad! ¡Estoy segura que son un grupo de lunáticos! —Pero dicen la verdad —se encogió de hombros. Hubo un minuto de silencio. Samuel moría de ganas de contarle toda la verdad a Isabel para que ya no hubiese malos entendidos entre ellos, pero era demasiado arriesgado. No soportaría que resultara herida. Juan Cruz, una vez más, rompió el hielo: —¿Alguna vez mataste a una persona? —se veía sumamente intrigado. Al oír semejante pregunta, Samuel supo que debía huir. —Su casa no queda muy lejos —musitó el joven de rastas—. Sigan solos de ahora en más. —¡Samuel! —protestó Isabel. Pero él ya había empezado a correr. No les podía decir su secreto. Quizá supieran de Culturam, de Los Fraudes, quizás Luis les hubiera contado de Damián Bustamante y de Horacio Aguilar…pero no podían enterarse de lo que habían hecho con él, con Salomé y con Ezequiel. Era demasiado cruel e inhumano. No debían saberlo nunca… De lo contrario, se sentirían increíblemente aterrorizados.
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