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Nada más que eterna oscuridad

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Blurb

Zara aprendió demasiado pronto que la vida no juega limpio. Nació entre sombras, creció en la miseria y se forjó a base de inteligencia, esfuerzo y una determinación inquebrantable. En la Universidad de Northwestern creyó haber encontrado un respiro, un hogar: su inseparable amiga Ireland… y Dan, el chico que le robó el corazón y le hizo creer en un futuro distinto.

Pero los sueños, a veces, se rompen con la misma facilidad con la que se construyen. Dan la traiciona de la forma más devastadora, y lo que una vez fue amor se convierte en cenizas. Zara, herida pero no derrotada, transforma el dolor en impulso, y se lanza a conquistar el exigente mundo empresarial de Nueva York con un objetivo claro: llegar a la cima.

Y justo cuando cree tenerlo todo bajo control, aparece Dastan: el brillante, arrogante y condenadamente guapo sobrino de su jefe. Entre ellos nace una conexión tan intensa como peligrosa, un duelo de voluntades donde el deseo, el orgullo y las cicatrices del pasado lo complican todo. En una ciudad que no se detiene y donde el amor parece tener fecha de caducidad, Zara tendrá que enfrentarse a su mayor dilema: proteger su corazón… o volver a arriesgarlo.

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CAPÍTULO UNO (LA HISTORIA DE MI VIDA)
Mi vida había sido trágica desde el día en que nací. Mi madre murió en el parto y de mi padre… ni siquiera llegué a saber su nombre. Para mi desgracia, la única persona que pudo hacerse cargo de mí fue la hermana mayor de mi madre: una alcohólica miserable que vivía en un parque de casas rodantes en Mississippi. Hasta el día de hoy no entiendo cómo fue que le otorgaron mi custodia. ¿No se supone que los bebés son los más adoptables del mundo? Pues yo no corrí con esa suerte. Habría dado todo por crecer con una madre que me quisiera, aunque fuera un poquito. Pero eso no pasó. En su lugar, crecí con una mujer que prefería gastar en alcohol antes que en comida, así que conocí el hambre y el rechazo desde muy temprano. Cosas que ningún niño jamás debería experimentar. De lo poco que supe de mi madre, era que me parecía mucho a ella y que era una mujer muy inteligente. Y con “inteligente” me refiero a que los estudios se le daban de maravilla, porque si lo pienso bien, embarazarse de un tipo cualquiera y desaparecer sin dejar rastro no fue la mejor de sus decisiones. Al menos heredé su habilidad académica, y eso me llevó a convertirme en la mejor estudiante de mi escuela. Fue así como conseguí una beca para estudiar Negocios en la Universidad de Northwestern, en Evanston, Illinois. Ahí fue donde conocí a Ireland: mi mejor amiga y la mujer a la que considero mi verdadera familia. Recuerdo ese primer día. Las familias ricas acompañaban a sus hijos hasta los dormitorios como si estuvieran dejándolos en la cima del Himalaya. Lloraban, sacaban fotos, daban consejos innecesarios. Yo, en cambio, llegué sola, después de un viaje de más de siete horas en autobús desde Michigan. No tenía papá, mamá ni hermanos que me despidieran, así que mientras esos niños ricos lloriqueaban por estar lejos de sus familias, yo me instalé en la habitación sintiéndome en el paraíso: al fin iba a dormir bajo un techo que no tuviera ruedas. Apenas si tenía ropa, así que no tardé ni diez minutos en acomodar mis pocas pertenencias en el enorme clóset de la habitación. La otra cama estuvo vacía por al menos una hora, hasta que una familia que parecía sacada de una revista de estilo entró por la puerta. La chica era pelirroja, y hermosa. Su atuendo tan perfectamente combinado que parecía haber ensayado para una semana de la moda. No se percató de mi presencia de inmediato, estaba demasiado encantada mirando cada rincón del lugar con una sonrisa deslumbrante. —Hola —saludó con una sonrisa el hombre que las acompañaba, y que supuse era el padre. Dos pares de ojos se posaron en mí con rapidez: los de la madre y la chica. Por un segundo pensé que me mirarían como si fuera un espanto, una intrusa invadiendo la habitación. Imaginé que juzgarían mi ropa de segunda mano, mi mochila vieja y el hecho de que estaba sola. Pero en lugar de eso, ambas suavizaron la expresión y me sonrieron con una calidez inesperada. Se acercaron sin dudarlo, y fue la chica quien habló primero. —Me llamo Ireland —dijo, y antes de que pudiera reaccionar, me envolvió en un abrazo. Me quedé inmóvil. En mi vida había recibido tan pocos abrazos que no sabía qué hacer con uno. Y ella no pareció tener ninguna prisa en soltarme; me sostuvo por lo que me pareció una eternidad. Cuando al fin se separó, logré devolverle una sonrisa tímida. —Yo soy Zara —le respondí, aún un poco desconcertada. —Nosotros somos los padres de Ireland —agregó la pareja con una sonrisa amable—. Esperamos que se hagan buenas amigas. Asentí sin saber bien qué decir. Amigas... Nunca había tenido una. Había sido demasiado pobre como para que otras niñas quisieran jugar conmigo, y cuando crecí, me encerré en los libros y el deporte. Era lo único que me quedaba. El deporte me dio la beca y la oportunidad de salir del infierno en el que había crecido. Pero la amistad… eso era un terreno nuevo para mí. Ellos se despidieron de su hija y de mí con un abrazo cálido, como si me conocieran de toda la vida. Y en ese instante, me sentí vulnerable… porque jamás había estado tan cerca de una familia tan amorosa. Nunca había sentido algo así. Cuando Ireland y yo nos quedamos solas, me tendió una cesta con cosas esenciales y, encogiéndose de hombros, me explicó que su madre la había preparado para quien fuera que compartiera habitación con ella, porque seguramente lo necesitaría. Y vaya que acertó. Yo solo había traído ropa, y aunque tenía algunos ahorros de mis trabajos de verano, sabía que no me durarían ni un mes. Así que la emoción me ganó y le agradecí con el corazón. Ireland y yo nos hicimos buenas amigas. Tan buenas, que en poco tiempo me sentí lo suficientemente cómoda como para contarle mi historia. Nunca había visto a nadie llorar con tanta pena por otra persona como lo hizo ella ese día. Me abrazó con fuerza y, entre lágrimas, me dijo que a partir de ese momento, ella sería mi familia. Un día, después de una larga sesión de estudios, regresé a la habitación agotada... y lo encontré a él. Daniel Holmquist. Estaba saliendo del baño con apenas una toalla envuelta en las caderas. Era, en una palabra, morbo puro. Alto, con la piel húmeda y ese abdomen tan marcado que podrías perderte en cada línea de sus músculos. Carraspeó con una sonrisa pícara. —Mi cara está aquí arriba —dijo, y su tono travieso hizo que levantara la mirada de inmediato, sintiendo mis mejillas arder. Él rió divertido. —Puedes mirar lo que quieras. Supongo que eres Zara, la amiga de Ireland. Me quedé sin agua caliente en mi habitación, así que mi hermana me prestó su llave. Espero que no te moleste Me quedé ahí, de pie, como una estatua, con la mochila aún colgando de un hombro y el corazón desbocado. No sabía si taparme los ojos, girarme o simplemente seguir admirando el espectáculo que se me ofrecía sin haberlo pedido. —¿Estás bien? —preguntó, ladeando la cabeza con una sonrisa divertida mientras se secaba el cabello con una toalla más pequeña. —Sí, sí… solo que… —balbuceé torpemente— no esperaba encontrarme con un semidesnudo modelo de Calvin Klein saliendo del baño. Soltó una carcajada baja y ronca, de esas que se te meten bajo la piel. —Vaya cumplido. Me caes bien, Zara. —Y tú deberías ponerte algo de ropa antes de que alguien más entre y crea que esta habitación se convirtió en un set de película para adultos. Él alzó las cejas y, sin dejar de sonreír, dio un paso hacia su mochila, sacó una camiseta y se la colocó con lentitud, como si lo hiciera a propósito, sabiendo exactamente lo que provocaba. Yo traté de actuar normal, como si no estuviera al borde del colapso hormonal. Me acerqué a mi cama y comencé a sacar unos apuntes, fingiendo interés en ellos. —Entonces... ¿Ireland es tu hermana? —pregunté, tratando de romper el silencio incómodo. —Sí. Soy su hermano mayor para ser exactos. Pero ella se llevó toda la dulzura. Yo soy la oveja descarada de la familia. —Vaya, entonces al menos admites que eres descarado. —Siempre. Es parte de mi encanto —dijo con un guiño descarado que me sacó una sonrisa inevitable. Se sentó en el borde de la cama de su hermana, como si fuera lo más natural del mundo, y me observó con un interés que me puso nerviosa. —¿Y tú? ¿De dónde saliste, Zara? No pareces de por aquí. Tragué saliva. No estaba acostumbrada a que alguien me prestara tanta atención, y menos alguien como él. —De Michigan. Gané una beca. —Impresionante. Me gustan las chicas inteligentes. Rodé los ojos, aunque una parte de mí disfrutaba la conversación. —¿Siempre eres así de… encantador? —Solo cuando me encuentro con alguien que me interesa. Me obligué a mirar hacia otro lado, a respirar con normalidad, a no caer en su juego. Pero dentro de mí, algo se había activado, como una alarma que gritaba peligro... aunque, si era sincera, ese tipo de peligro no se sentía del todo mal. —¿Ya cenaste? —preguntó de repente, como si acabara de recordar que los humanos necesitaban alimentarse. Negué con la cabeza, un poco avergonzada. No porque no hubiera cenado, sino porque probablemente eso implicaría que escucharían los rugidos de mi estómago en cualquier momento. —He estado estudiando todo el día —dije, encogiéndome de hombros. Él frunció los labios, como si estuviera escandalizado. —Eso es inaceptable. Ven, vamos a buscar algo de comer. Lo miré, entre sorprendida y escéptica. —¿Así? ¿Ahora? ¿A dónde? —Al comedor estudiantil si aún está abierto, o a algún lugar cerca del campus. Ireland me habló de una pizzería que abre hasta tarde. ¿Te gusta la pizza? —¿Hay alguien en el planeta que no ame la pizza? Sonrió con complicidad, y se puso de pie. —Perfecto. Vamos entonces. Mi trato como semidesnudo invasor de baños incluye pagar la cena como disculpa. Me reí y tomé mi chaqueta, aún incrédula de lo que estaba ocurriendo. No tenía idea de si esto era una cita, una cortesía, o simplemente una especie de bienvenida al mundo civilizado. Pero no importaba. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien me invitaba a salir sin una segunda intención evidente, sin burlas, sin miradas condescendientes. Solo él y yo. Salimos caminando por el campus, iluminado por los faroles tenues que daban un aire casi mágico a la noche. Él caminaba a mi lado con las manos en los bolsillos, hablándome con naturalidad, contándome anécdotas de su infancia con Ireland, de cómo ella era la que lo salvaba de sus metidas de pata. —Ella es increíble —le dije, sincera—. No sé qué habría hecho sin ella estas semanas. —Lo sé —asintió—. Ireland tiene esa forma de llegar a las personas y quedarse. Es como un hogar con piernas. La frase me sacó una sonrisa y un nudo en la garganta. —Yo nunca tuve uno. Un hogar, digo. Así que sí… supongo que eso la hace aún más especial. Daniel me miró de reojo, serio por primera vez. —Ahora tienes uno. Aunque sea en forma de dormitorio compartido y pizza a medianoche. Me quedé callada por un segundo, sorprendida por la dulzura escondida tras su fachada segura y un poco descarada. —Gracias —susurré. —Y por cierto —añadió, empujando suavemente mi hombro con el suyo—, puedes mirar mi abdomen cuando quieras. Solo si cenas bien primero. Solté una carcajada que me salió desde lo más profundo del pecho, y por primera vez en mucho tiempo, me sentí ligera. Liviana. Como si todo lo malo hubiera quedado temporalmente suspendido… gracias a una toalla mal puesta y una pizza por venir.

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