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Tengo que ser el Heredero

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drama
medieval
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Blurb

Philip Wyndham nunca ha envidiado a su hermano mayor por ser el heredero de Edenbrooke. Prefiere ser dueño de su destino y vivir sin las obligaciones que dicha posición impone. Sin embargo, cuando su hermano fallece de manera inesperada, su vida se pone patas arriba y su deber le obliga a dejar de lado la vida con la que siempre había soñado. Entre otras cosas, deberá casarse y, por tanto, buscar una esposa adecuada. Se convierte así en el soltero más codiciado de Londres, un papel que a ratos le aburre a ratos le cansa. Se siente como el zorro al que persiguiera una jauría de jovencitas casaderas que siempre parecen desmayarse en sus brazos… Finalmente, decide huir, y por casualidades del destino, acabará en una posada del camino en la que conocerá a la incomparable Marianne Daventry.

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Capítulo 01
España 1811 —¿Comandante Wyndham? Levanté la vista del mapa que estaba desplegado a lo largo de la mesa.Acabábamos de dar el parte de la batalla y estábamos enfrascados en eldiseño de la estrategia para la campaña del día siguiente. Me froté losmúsculos del cuello, doloridos tras haber estado inclinado sobre el mapa, yen cuanto me incorporé para volverme hacia la voz que me había habladosentí el cansancio en los pies. En la puerta de la tienda había un soldadoque alzaba la mano en un saludo militar. —Una carta, señor —dijo, extendiéndola en su mano enguantada. Me tomé un momento para confirmar que, en efecto, la letra era de mi madre.Una sensación de alivio me inundó: «¡Sana y salva! Está sana y salva».Aquella era la típica reacción de un soldado cuando ha transcurridodemasiado tiempo entre una carta y otra. En lugar de rasgar el sobre yabrir la carta allí mismo, como deseaba hacer, la deslicé a regañadientesen el bolsillo de mi abrigo. Un soldado, incluso un oficial, hace docenasde sacrificios al día. Apenas me daba cuenta de algunos de ellos, pero deaquel era muy consciente. —¿Una carta de casa? —preguntó el comandante Colton al ver que mi mano,pendiente del bolsillo, sujetaba el inesperado tesoro. Asentí, y después alejé por completo la cuestión de mi mente en un intentode dar la espalda a un amanecer que, sin embargo, esperaba con ansia. Laaurora llegaría pronto, en nuestro caso literalmente, y era nuestro deberpreparar una estrategia. Concentré de nuevo mi atención en el mapa antes deque las velas y yo nos apagáramos ante cualquier ráfaga de brisa calienteque entrara en la tienda; una ráfaga que, en realidad, no habría podidosecar el sudor que se me había ido escurriendo por la espalda durante todoel día. España tenía sus cosas buenas, pero el clima caluroso al final delverano no era una de ellas.Tan pronto como entré en mi tienda una hora más tarde, saqué la carta delbolsillo y la coloqué con delicadeza en mi catre. Después me desabotoné elabrigo, lo eché a un lado y me quité la camisa empapada de sudor. Aquellosdías tan duros, de combate tan fuerte, provocaban que la vieja cicatriz enel hombro se estremeciera y me recordara que todo lo bueno tiene un precio.Aun con todo, no era un precio muy alto. Me hirieron en una misión y teníaaquella cicatriz, pero también obtuve una distinción por ser el comandantemás joven en el ejército de Su Majestad. Giré los hombros a un lado y a otro para poner en funcionamiento losmúsculos agarrotados y, por un momento, fantaseé con los campos típicos deInglaterra: vientos húmedos, aire frío y una lluvia helada e incesante. Mientras intentaba alejarme de mi hogar soñado, me incliné sobre elaguamanil, me salpiqué la cara con agua y dejé que esta se me escurrierapor el pecho. Me peiné el cabello con los dedos húmedos, que se me rizabamucho más en España que en Inglaterra, y suspiré con alivio cuando unapequeña brisa se coló por la puerta abierta de la tienda. Por último, mequité las botas, me eché sobre el catre y me relajé.Entonces tomé la carta y la acerqué a la vela. La oscuridad era total en elexterior y los sonidos del campamento se fueron apagando hasta que seconvirtieron en unos ronquidos distantes que se mezclaban con la marchaimperturbable y tranquila de la patrulla nocturna. Podía adivinar de buena gana lo que contendría la carta: en primer y másdestacado lugar, las preocupaciones maternales por Charles, mi hermanomayor. Era opresivo, arrogante e insufrible; lo había heredado todo tras lamuerte de mi padre y estaba viviendo la vida flagrante e improductiva de unhombre adinerado con títulos. En el fondo, sentía muy poca simpatía por loque mi madre llamaba «sus problemas». Con un poco de suerte, también mecontaría algo interesante sobre William, mi hermano pequeño, que estabaestudiando en Oxford. Louisa aparecería en el papel de la testaruda hijapequeña que crecía siendo demasiado bonita para su propio bien. Quizáhubiera noticias sobre las propiedades, los arrendatarios o algún parientelejano. En resumen, aquella carta me llevaría a casa, junto a una madre queechaba de menos al vástago alistado durante años en el ejército. Puede quemis hermanos discutieran mi estatus de hijo favorito, pero a esas alturasnada podía quebrantar mi autoconfianza. Rompí el lacre, desplegué el papel y sonreí de antemano. Sin embargo, encuanto vi la longitud que tenía la carta me incorporé de un salto. Lascartas demasiado breves solo traen malas noticias. No podía leer lo bastante rápido y, al mismo tiempo, no quería seguirleyendo por nada del mundo. Era como tragar veneno. Mi querido Philip: Te escribo esta carta con el corazón compungido. No había queridopreocuparte, y por eso no te dije en mi última carta que Charles padecíauna enfermedad pulmonar. Los médicos tenían esperanza… No, eso no escierto: yo tenía esperanzas, pero fueron en vano y mi querido, queridísimohijo se ha ido de este mundo. Por favor, date prisa y vuelve a casa tanpronto como puedas. Todos estamos destrozados. *** Me senté de nuevo en el catre, y aunque me hallaba a miles de millas decasa, innumerables recuerdos me asaltaron, pero solo uno, aquel que siempreconsideré como la última carrera de caballos, se detuvo y permanecióconmigo. Aquella mañana mis hermanos y yo nos reunimos muy temprano en los establosy preparamos nuestros respectivos caballos. Yo tenía catorce años, William,trece y Charles, casi diecisiete. A William le volvían loco las carreras yhabía esperado bastante tiempo hasta que, por fin, mi padre lo llevó aelegir su propio corcel. Dentro del precio fijado por mi padre, Willdecidió que un precioso ejemplar castrado de color gris tendría el mejorpotencial. Lo llamó Eclipse en honor al famoso caballo de carreras francésy lo entrenó a diario durante el verano, ya lloviera o hiciera sol, durantemuchas más horas al día de las que Charles o yo dedicábamos a nuestroscaballos. Y todo ese entrenamiento tuvo su recompensa. En la mañana de la últimacarrera, el caballo de William se lanzó sobre cada seto y cada muro depiedra como si fuera todo corazón, coraje y pezuñas aladas. Corrió por losbosques con tal destreza que parecía que los árboles, las raíces y lasplantas se apartaban de su camino y le dejaban paso. Y cuando William lepidió más en el último tramo, aquel caballo se lo dio con un estallido develocidad que nos dejó a Charles y a mí a miles de yardas de allí. Williamlevantó ambos brazos y gritó:—¡El gran caballo de carreras Eclipse, entrenado y montado por el maestroWilliam Wyndham, ha derrotado a todos los demás! Lo que demuestra queCharles no podría elegir un buen caballo ni aunque su vida dependiera deello. Me reí, acerqué mi caballo al de William y le di la enhorabuena con unapalmadita en la espalda. No tenía problema en ser superado por mi hermanopequeño; lo que me molestaba era perder frente a mi hermano mayor. Charles frunció el ceño mientras galopaba sobre su caballo. Su aspecto erasombrío por naturaleza. El color del cabello y el de los ojos era marrónoscuro, casi n***o, y su constitución era enjuta y fuerte. Además, su caramostraba una arrogancia feroz que había ido perfeccionando a medida quecrecía. Al fin y al cabo, desde que era muy joven había asumido lo quesignificaba ser el primogénito, es decir, el futuro heredero de un título,de unas propiedades y de una enorme fortuna. —Ha sido suerte —dijo Charles sacudiendo una mancha de barro de suspantalones—. Pero te demostraré que te equivocas, hermanito. Yo soy capazde elegir un buen caballo. —Posó con frialdad sus ojos en el caballo deWilliam y dijo—: Elijo ese caballo.—Es mío —se mofó William—. Tendrás que acostumbrarte a tu caballo con almade vaca y a ser derrotado por mí una y otra vez. Charles se apartó un mechón oscuro de la frente. —Todo lo que tengo que hacer es pedirle a padre ese caballo, y me lo dará.—La sonrisa que le dirigió a William era fría y crispada—. Entonces podrásquedarte con el caballo con alma de vaca y yo tendré el ganador, como debeser. La cólera invadió la mirada de William y sus manos se cerraron en sendospuños. Entonces le así del brazo, por si decidía embestir a Charles con sucaballo. —Charles —dije con una voz cargada de advertencia—, que ni se te pase porla cabeza. El aludido alzó el rostro y lo ladeó, consiguiendo el ángulo más arroganteque era capaz de lograr; un ángulo que, tras catorce años viéndolo, meproducía una necesidad casi imperiosa de romperle la nariz. —Pero sería tan fácil —dijo Charles con una irritante voz pausada—. Porquetodo lo que hay aquí será mío cuando padre muera. Esta casa. Laspropiedades. El arte. La biblioteca y todo lo que hay en ella. Losestablos. Y ese caballo, y ese caballo y ese caballo. —Señaló la casa, quequedaba a nuestra espalda, el huerto, los establos, los jardines, diciendocon una exasperante voz—: Mío, mío, mío, mío. —Sonrió—. Padre ya no esjoven. Podría pasar cualquier día. Todo será mío, y nada será vuestro. Asíque, pensándolo bien, ya me pertenece. Y creo que quiero… —señaló micaballo, luego el suyo y, por último, el de William— ese caballo.La expresión de William reflejaba furia y sus ojos, rabia e impotencia. —Te odiaré hasta el día en que mueras si te atreves a quitarme estecaballo. —¡Vaya castigo! —dijo Charles, con burla en su voz. Me aparté de William y moví mi caballo entre los de ellos dos, mientrasponía una mano en el pecho de Charles. —William te ha ganado hoy —le dije con un empujón—. Así que asúmelo como unhombre o ve a llorar a padre. Charles me dirigió una mirada fría y apartó la mano del pecho. —Tengo una idea mejor. Os echaré una carrera a los dos de vuelta alestablo, y el caballo ganador será el mío. Los labios de William se curvaron con desprecio. —Nunca volveré a correr contigo. —Entonces soy el ganador por incomparecencia del rival. —Charles se volviófurioso junto a su caballo y lo espoleó para que se pusiera al galopemientras gritaba por encima de su hombro—: Un día será mío, William. Mientras veía cómo se alejaba de nosotros, sus únicos hermanos en el mundoy, en aquel momento, sus enemigos, me hice una promesa. Yo nunca sería comoCharles, y nunca, nunca jamás, querría lo que él tuviera. William blasfemó en voz baja y con gran imaginación antes de decir: —Le odio. —Ya lo sé —respondí. Di una vuelta con mi caballo y abarqué con la vista todo lo que Charleshabía señalado y declarado como suyo. Tenía razón, y eso era lo másexasperante. Edenbrooke era hermoso. Era nuestra casa. Era todo lo que máshabía querido en mi infancia. Y un día sería un forastero en ella. Un díaya no tendría más derecho que cualquier extraño a cruzar aquellas puertas.Así que miré mi querida casa, el huerto, los establos, los jardines, el ríoy los árboles y pensé: «No es mío. No es mío. No es mío». Me sentía como sime arrancara pequeñas virutas del corazón.—Siempre perderemos frente a él, ¿verdad? —dijo William. —Oh, no. Yo no pienso perder frente a él de nuevo. William se mofó. —Él es rico. Siempre será el hermano mayor, el heredero de todo, y secomportará como un tirano y utilizará su poder contra nosotros. ¿Cómoevitar que perdamos frente a él? Miré hacia el puente que cruzaba el río y pensé: «No es mío», y se medesprendió otra viruta del corazón. —Es fácil. Solo tiene poder sobre nosotros si nos importa algo de esto.—Señalé la escena ante nosotros, simulando una indiferencia que no sentía—.Si todo esto deja de importarnos, si no lo queremos, entonces carecerá depoder. —¿Eso es todo? —dijo William con una voz teñida de amargura—. Él va aheredar una fortuna y vastas propiedades y un título y una vida de lujosdesmesurados. No hay nada que envidiar. —Sí, pero piensa en esto: él nunca podrá elegir una profesión. Estaráobligado a concertar un matrimonio de conveniencia, no podrá casarse poramor. Será cortejado por su dinero, su posición y su título, y siemprecuestionará la lealtad de aquellos que lo rodeen.William aún tenía el ceño fruncido. —No puedo soportar la rabia que me provoca su manera de ser. Sonreí un instante. —Bueno, si te sirve de consuelo, sueño con romperle la nariz con bastantefrecuencia. Imagínatelo con detalle. Casi puedo sentir el crujido del huesobajo los nudillos. William arqueó las cejas. —¿Y queda muy mal? —No deja de chorrear sangre. Es un maldito manantial. William sonrió. —Y, después, por supuesto, el hueso le suelda fatal, así que la nariz se lequeda torcida, de manera que ninguna mujer lo quiere en su cama. William serio. —Somos nosotros contra él, Philip —dijo con una fiereza que parecía mitadrabia por Charles y mitad afecto por mí. —Ya lo sé. Suspiró y dio una palmadita en el cuello de Eclipse; después le acaricióuna de las orejas. Lo obsequiaba con mimos propios de un amante. —Si fuera cualquier otra cosa —dijo—, creo que podría soportarlo, pero esmi caballo, Philip. Es lo más cerca que estaré nunca de poseer un verdaderocaballo de carreras. —Suspiró. Su rostro, tan joven, estaba marcado por unamirada llena de desdicha—. Sabes tan bien como yo que siendo un clérigo oun soldado, tanto da a qué profesión me dedique, nunca tendré dinero paracomprar un caballo como este. Hice una mueca. William decía la verdad. Nuestros futuros serían muydistintos al de Charles.—Escucha, Will. Si algún día tengo la posibilidad de comprarte un caballode carreras, lo haré. Te lo prometo. William sonrió. —Gracias, pero creo que serás tan pobre como yo. —No. Yo administro el dinero mucho mejor que tú. Se rio y tiró de las riendas de su caballo y se encaminó hacia el bosque.Los vi alejarse y, por el bien de mi hermano pequeño, deseé que aquelbosque le trajera consuelo. Después regresé al poco apego que me quedabahacia mi hogar. Si hubiera podido hablarle al corazón como había hecho conWilliam, me habría resultado fácil deshacerme del cariño hacia Edenbrookedesde el momento en que Charles lo heredase. Esa era la única manera de novolverme loco de envidia y resentimiento. *** Permanecí tumbado en el catre durante un rato largo. No podía conciliar elsueño y oía los sonidos del campamento mientras multitud de pensamientos measaltaban, un tumulto de recuerdos y amargura. Pensé en mi casa, en Charlesy en la promesa que me había hecho tiempo atrás de no ser como él, de nodesear jamás lo que él pudiera tener. Esperé un sosiego y un olvido que nollegaban. A la tarde siguiente, el comandante Colton me esperó y, después de lareunión que mantuvimos para preparar la estrategia, me acompañó a mitienda. La noche en vela me había pasado factura y me costaba poner un piedelante del otro. —¿Qué te preocupa, Wyndham? —preguntó con un tono de voz más cercano al deun amigo que al de un soldado.Me detuve delante de la entrada de mi tienda, luchando conmigo mismo por uninstante. Durante la noche, una parte de mí había decidido ocultar lanoticia a todo el mundo. Podía actuar como si nada hubiera ocurrido. Podíacontinuar dirigiendo a mis hombres, pasar los días luchando por mi país y,cuando llegara el momento, en lugar de casarme por el bien de la fortuna yla reputación de mi familia, podía unirme a una mujer a la que amara ytener todo aquello por lo que llevaba toda la vida trabajando. Sin embargo,había un problema con el deber: mi padre me había educado demasiado biencomo para obviarlo. Si había algo con lo que un caballero debía cumplirera, ante todo, con su obligación. Y mi deber con respecto a mi familia y ami casa estaba por encima de mis deseos personales. Respiré hondo y, alsoltar el aire, liberé la indecisión con la que había estado batallandotodo el día. —Mi hermano mayor ha muerto. Ahora soy yo el heredero —dije sin rodeos. El comandante Colton soltó un pequeño silbido. —Entonces ya no eres el comandante Wyndham, ¿verdad, Sir Philip? Hice una mueca al oír cómo se dirigía a mí ahora. —Siento enormemente tu pérdida. Y la nuestra, también. Nunca había conocidoun soldado mejor. —El comandante Colton me tendió la mano. —Gracias —dije con brusquedad. Sentía la rigidez de la garganta. Estreché su mano mientras me llegaba unsabor a final. Echaría mucho de menos aquel precioso país, laresponsabilidad de la guerra, la lealtad y la camaradería de mis compañerosde armas, la satisfacción de trabajar duro cada día por una gran causa y decaer exhausto en la cama cada noche. Mi independencia había acabado. Micarrera había llegado a su fin. Era el momento de volver a casa. Edenbrooke Tres meses más tarde —¿Todavía le estás dando vueltas? —preguntó William mientras acercaba unasilla a mi lado. Levanté la vista del anillo con el sello al que había estado dando vueltasen el dedo meñique. La biblioteca de Edenbrooke estaba bañada por la luzcálida del sol del atardecer. Había apartado mi silla del alto muro deventanas que encuadraba la vista del huerto y miraba, en cambio, el retratode mi padre que colgaba sobre la inmensa chimenea. Bajé de nuevo la mirada, sin responder. De alguna manera, el anillo sevolvía más pesado cada vez que le daba una vuelta más. Si continuaba así,quizá tuviera que ser arrastrado con él al infierno. Qué pensamiento másapropiado. Un dedo era una cosa pequeña, tan solo una parte del cuerpo deuna persona. Pensé en la enfermedad que había invadido los pulmones de mihermano, una afección tan minúscula en un principio. Ni siquiera seapreciaba a simple vista y, sin embargo, cuatro meses y medio después sehabía llevado a Charles. Y, al otro lado del mar, en el peor momento de laGuerra de España, cuando ya estaba listo para dirigir a mis hombres haciala victoria, un asunto mínimo había logrado cambiar mi vida. Una enfermedadapenas importante, un pequeño anillo, un dedo insignificante, una cartaterrible. Y ahora esta vida inoportuna y nueva. Cerré la mano en un puño.—Déjame adivinar —dijo él—. Madre te ha dicho que tu deber con la familiaes casarte bien y te ha convencido para que te comportes como un señor yasistas a la Temporada en Londres para poder presentarte a alguna jovencitabien relacionada. Y tú te sientes fatal por tener que pasar los próximosmeses cortejando a muchachas jóvenes y bonitas. —Asomó su labio inferior enuna exagerada expresión de descontento. —Ay, pobre de mí —me reí de mala gana. —¡En efecto! Si yo hubiera sido el segundo, habría sabido qué hacer contoda esa fortuna. Le lancé una mirada de preocupación, preguntándome si habría algo escondidobajo aquellas palabras burlonas. —Dime la verdad, William. ¿Me odiarás ahora, como odiabas a Charles? ¿Mereprobarás por heredarlo todo? Él se mofó y después sacudió la cabeza. —Te propongo un pacto, Philip. No te reprobaré si tú me prometes borrar esaexpresión infernal de disgusto. Tenía razón. Había estado disgustado demasiado tiempo. —Trato hecho. Tomé aire profundamente e intenté ahuyentar las sombras que me ofuscaban.Me relajé, crucé las manos por detrás de la cabeza y dejé que mi miradavagara por las estanterías que empezaban en el suelo y llegaban hasta eltecho. Charles había sido muy singular con su biblioteca. Cada libro debíaestar en el lugar exacto siguiendo el orden alfabético y el género al quepertenecía. Todavía era su biblioteca y, destrozado como estaba, sentía queesta era aún su casa y yo, un extraño.Entonces se me ocurrió una idea. —¿Te apetece un poco de trabajo? —¿Qué tienes en mente? —William arqueó una ceja. —Creo que es el momento de reordenar la biblioteca. —Señalé los libros. Bajamos los libros de todos los estantes, había miles, e hicimos unas pilasenormes en el suelo de la biblioteca y después fuera, en el vestíbulo. Unavez que las estanterías estuvieron vacías, recogimos los montones de librosapilados al azar y las llenamos de nuevo sin orden ni concierto. Tardamoshoras en hacerlo, pero al final, cuando William y yo, hombro con hombro,contemplamos nuestro trabajo, estuvimos de acuerdo en que el esfuerzo habíavalido la pena. De todas las habitaciones de la casa, podía sentir aquella un poquito más mía.

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