UNA VERDAD INESPERADA

870 Words
Mis manos tiemblan. No lo dejo ver, pero sé que tiemblo. Estoy sosteniendo la carta que Salvatore dejó para mí, pero aún no la abro. Observo de reojo a Valentina mientras desdobla la suya. Respira hondo, como si necesitara reunir coraje para enfrentarse a las palabras de un padre muerto. Yo también lo necesito. Ella comienza a leer, y veo cómo su expresión cambia. Dolor. Nostalgia. Ternura. Confusión. Me obliga a bajar la mirada a mi propio sobre, aunque todavía no lo abro. Escucho su respiración quebrarse mientras recorre cada línea. No quiero interrumpirla. No quiero presionarla. Solo espero. Cuando termina, cierra los ojos un instante, como si necesitara contenerse, y dobla lentamente el papel. Entonces me mira. Y sé que debo leer la mía. Tomo aire y rompo el sello. El papel se despliega entre mis dedos. La letra de Salvatore golpea como un puñetazo directo al estómago. Esa letra que tantas veces vi firmar contratos, órdenes, estrategias… Nunca pensé verla dirigida a mí. Empiezo a leer. Y el mundo se detiene. Me quedo paralizado. Mi garganta se cierra. Algo se hunde en mi pecho, un dolor antiguo que creía muerto. Siento la mirada de Valentina sobre mí, pero no puedo levantar la cabeza. No todavía. Cuando termino la lectura, sé que no puedo ocultarlo más. Respiro hondo, cierro la carta con manos torpes… y finalmente la miro. Su mano toca mi hombro. Suavemente. Con una delicadeza que no esperaba de ella. Me arde la garganta. —Alessandro, ¿qué sucede? —pregunta. Trago saliva. Tengo que decirlo. Tengo que romper una verdad que llevo años creyendo. —Sucede —digo, con la voz rota— que acabo de enterarme de que mis padres no murieron en un accidente de avión. Ella abre los ojos con sorpresa y temor. Sigo antes de perder el valor. —Ellos también murieron en un accidente de auto. Uno que fue provocado. Igual que el de tus padres. Lo digo y siento que vuelvo a tener ocho años. Siento el frío, el luto, los gritos de la familia, la confusión, la soledad. Pero esta vez, la verdad es peor. Porque ya no es tragedia. Es asesinato. —¿Qué…? —susurra Valentina. —Sí —respondo—. Según lo que dice tu padre, nunca me contó la verdad porque temía que me llenara de odio. No quería que buscara venganza por mi cuenta. La furia muerta que llevo años enterrando despierta en mis venas. La ahogo. Por ella. Nos miramos, y en su rostro veo lo mismo que siento: dolor, impotencia, miedo, rabia. —¿Y dice quién fue? —pregunta ella. Niego lentamente. —No. No aún. Dice… que no es el momento. Y que debemos desconfiar de todos. —La miro directo—. Excepto del otro. Le muestro la carta. Es real. Todo está ahí. La tinta, las palabras, la firma. Ella niega con la cabeza, intentando comprender lo incomprensible. —¿Crees… que lo dejó en otra carta? —pregunta, con la voz pequeña. Me encojo de hombros. —Valentina, tu padre era un estratega. Si no dejó el nombre aquí, es porque consideró que no debíamos saberlo todavía. Ella me mira como si no pudiera creer que yo esté tan sereno. Pero no lo estoy. Todo mi interior arde. Estoy furioso. Desbastado. Perdido. Y aun así… debo contenerme. Por ella. —¿Y no te da curiosidad saber quién mató a tus padres? —me reprocha. Cierro los ojos un instante. La respuesta me duele más de lo que admito. —Mucha —susurro—. Pero si supiera el nombre, no podría cumplir lo que tu padre me pidió: cuidarte. Y no pienso fallarle. No pienso fallarte a ti. Ella tiembla. Y entonces ocurre algo que no esperaba: toca mi mano. Sus dedos son fríos. Pero el gesto… El gesto es cálido. —Tengo miedo, Alex —admite—. ¿Y si quieren hacernos daño también? ¿Y si todo esto tiene que ver con dinero o con la empresa? Tomo su mano entre las mías. Es la primera vez que la toco sin estar empujándola o deteniéndola. La primera vez que ella no se aparta. —Escúchame —digo, con una firmeza que apenas reconozco—. Tu padre jamás te habría puesto en riesgo. Era un hombre inteligente, y te amaba más que a nada. Si estamos juntos en esto, es porque él lo quiso. Y porque así estaremos más seguros. Te lo prometo: no voy a dejar que nada te pase. Sus ojos se encuentran con los míos. Vulnerables. Verdes. Hermosos en su fragilidad. —Confiaré en ti —susurra. Y algo en mí se quiebra. Algo que pensé que jamás se movería por nadie. Sonrío. Apenas. Pero lo hago. —Y yo en ti, Valentina. Lo descubriremos paso a paso. No estás sola. No mientras yo esté aquí. Y en ese instante lo sé: No estoy diciéndole lo que debería decirle. Le estoy diciendo lo que siento. Porque por primera vez desde que todo comenzó… ella sonríe. Y en ese gesto, tan pequeño, tan real, tan suyo… entiendo que tampoco estoy solo. Y que mi vida acaba de cambiar para siempre.
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