LUZ INESPERADA

1190 Words
Desde que nos interrumpieron ayer en mi oficina, no he sido capaz de pensar con claridad. Todo en mí sigue vibrando con el recuerdo de su cuerpo sobre el mío, del temblor suave de sus labios, del aroma de su piel y de esa entrega inconsciente que casi me hace perder el control. Y la certeza —absoluta, repentina, devastadora— de que estoy enamorándome de ella. Me despierto antes del amanecer. La casa está silenciosa, sumida en esa calma que precede a las decisiones importantes, pero mi mente no. Sé que ya no puedo seguir viviendo dividido: un pie con Laura, otro con Valentina. Sé que ya no puedo seguir mintiéndome. Y lo más importante: ya no quiero hacerlo. La decisión está tomada. Me visto con rapidez, salgo de casa y conduzco hasta el café donde siempre me encuentro con Laura. El cielo aún está gris, Milán parece desperezarse con pereza, y yo siento que camino hacia el final de algo que nunca debió continuar. Ella llega puntual, impecable como siempre: gafas enormes, perfume intenso, esa actitud de quien necesita sentirse un poco por encima de todo. —¿Qué pasa ahora? —pregunta sin un saludo. La miro directamente, sin excusas ni adornos. Ya no quiero sostener algo que no existe. —Laura, esto se terminó. Sus labios se tensan, como si la frase fuera un golpe directo. —¿Otra vez con lo mismo? Estás estresado, Alessandro. Podemos hablarlo. Niego despacio. —No. No quiero seguir. No estoy enamorado de ti. Y no soy feliz. El silencio cae como una losa entre nosotros. Ella respira hondo, pero no suaviza nada. —¿Y esto tiene que ver con esa niña? —pregunta con veneno—. Esa heredera mimada, esa chica que no entiende nada del mundo real… ¿esa? No respondo. Y ese segundo de silencio pesa más que cualquier palabra. —Eres un idiota —escupe, levantándose con furia—. Te vas a arrepentir. —Prefiero arrepentirme a seguir en algo que no existe —respondo sin elevar la voz. Ella se va sin mirar atrás. La puerta golpea y, con ese sonido, termina una etapa que nunca debió prolongarse tanto. Un alivio extraño me cruza el pecho. No esperaba que lo aceptara tan fácilmente, pero en el fondo ambos sabíamos que esto estaba muerto desde hace tiempo. Y enseguida, inevitable, pienso en Valentina. En su sonrisa tímida. En sus ojos verdes, grandes, transparentes. En la manera en que me mira, como si no entendiera por qué la elijo… y precisamente por eso la elijo aún más. Es ella. Lo supe desde el primer día, en aquel cementerio. Regreso a la empresa. Apenas cruzo la entrada todos hablan, se mueven de un lado a otro, murmuran sobre la “nueva presidenta”. Y yo, entre todo ese ruido, busco su rostro. La veo rodeada de empleados que se presentan uno tras otro; sonríe asustada, encantadoramente fuera de lugar. No sabe cuánto ilumina la sala cuando sonríe. No sabe lo que provoca. No sabe lo que me hace. Intento acercarme varias veces, pero el día se vuelve una sucesión interminable de reuniones, firmas, decisiones. Y aun así, cada pensamiento —cada uno— vuelve a ella. Cuando aparece al final de la tarde en mi oficina, siento ese latido tonto que debería dejar de sentir, pero que no desaparece. Está cansada, pero hermosa. Y justo cuando por fin está frente a mí… suena mi teléfono con un asunto que no puedo aplazar. Odio el timing del mundo. —Valentina —digo con un tono que intento suavizar—, ¿te molestaría irte con el chofer? Necesito salir un momento. Es solo un segundo. Pero en ese segundo sus ojos se oscurecen. No por reproche. Es miedo. Miedo a que esté huyendo. A que me esté alejando. Y eso me rompe. —Nos vemos luego —responde con educación. La veo caminar hacia el elevador. Y juro por Dios que tengo que sujetarme a la silla para no correr detrás de ella. […] La noche se vuelve interminable. Intento dormir, pero no puedo. No dejo de pensar en cómo habrá interpretado mi distancia, en si se acostó sintiendo que yo no quiero lo mismo que ella. Me preocupa. Me duele. Me quema. Y sí, también lo acepto: estoy enamorado como un idiota. Así que tomo una decisión impulsiva, temeraria, perfecta: la quiero a mi lado. Sin sombras. Sin dudas. Sin terceras personas que nos aten. Llamo al florista más exclusivo de Milán. Le explico lo que quiero: no un arreglo elegante, sino un abrazo en forma de flores. Rosas blancas. Muchas.Y una carta. La escribo una, dos, diez veces hasta que por fin encuentro las palabras exactas. “No podía seguir estando con alguien a quien ya no amaba. No quería que lo nuestro siguiera avanzando sin poderte preguntar… ¿Quieres ser mi novia?” La doblo. La guardo. Y espero. Llego antes que ella. El piso de presidencia está en silencio. La oficina de Valentina huele a papel nuevo, a flores, a posibilidades. Dejo el ramo sobre su escritorio, la nota entre los pétalos, y me quedo con una sola rosa en la mano. La que quiero entregarle personalmente. Las puertas del elevador suenan y mi corazón se acelera. Y ahí está. Vestida de blanco. Elegante. Nerviosa. Hermosa de una manera que no puedo explicar sin quedarme corto. La veo detenerse frente al ramo. La veo tocar la carta con dedos temblorosos. La veo leerla. Y entonces su expresión cambia: se ilumina, se suaviza, se entrega por completo. Es como ver amanecer dentro de una persona. Aparezco en la puerta con la rosa en la mano. Me acerco despacio, cuidando cada paso como si caminara hacia el momento más importante de mi vida. —¿Qué dices, principessa? —pregunto con un hilo de voz—. ¿Te gustaría ser mi novia? Sus ojos se llenan de luz. Sus labios se curvan. Su voz… esa voz que me derriba… —Quiero. No sé cómo sigo de pie. La tomo de la cintura y la atraigo hacia mí. La beso con la certeza de estar cerrando todo lo que no funcionaba y abriendo lo que siempre debió empezar. Ella tiembla. Yo también. Pero nada importa. El mundo podría caerse y yo seguiría sosteniéndola. —Te ves bellísima —susurro contra sus labios—. Pareces salida de un cuento. Sus mejillas se sonrojan, suaves, perfectas. —Y ahora puedo llamarte novia mía… ¿no? Ella sonríe pequeño, dulce, como si esa palabra fuera demasiado grande para su boca. —Y yo puedo decir que tú eres mi novio… ¿verdad? Cierro los ojos un segundo. No sabía que una palabra podía sonar tan hermosa. —Puedes llamarme como quieras —respondo, deslizando mis dedos por su rostro—. Pero sí… “novio” suena perfecto. La vuelvo a besar, y por primera vez en muchos años, todo —absolutamente todo— encaja. Mi novia. Mi Valentina. Mi luz inesperada. Y sé, sin duda alguna, que mi vida acaba de cambiar para siempre.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD