Me metieron en una celda húmeda, oscura y con olor a encierro. El metal frío de las rejas me hacía sentir mucho miedo. Me dejé caer en un rincón, con la espalda apoyada contra la pared descascarada y la mirada clavada en el suelo. Las lágrimas me caían sin cesar, no podía contenerlas, era demasiado para mí. No podía dejar de llorar, no por las joyas, no por la cárcel, lloraba en gran parte por él, por Demian. Me estaba tratando como una delincuente, además ahora era juzgada por todos, traicionada por quien debía protegerme. De pronto, escuché pasos acercarse y una voz conocida que pronunció mi nombre. —Azucena. Levanté la cabeza rápidamente, y me quedé sorprendida, me puse de pie rápidamente y me acerqué a las rejas. Allí, frente a mí, estaba Humberto, con cara de angustia. —¿

