Burbuja de amor a la mexicana.
La noche en la que Milo Genovese conoce a Felicia Palacios, el aire en Ciudad de México estaba impregnado de un calor sofocante, ella, la hija de un capo de México y el heredero de la mafia Italiana radicado en estados unidos, ese legado en sus vidas son un recordatorio del poder y la pasión que se entrelazaban en los corazones de quienes habitaban el oscuro mundo del crimen.
Ambas familias son el lugar donde la lealtad y la traición danzaban al compás de la música de los narcotraficantes y altos funcionarios y donde la vida y la muerte podían cambiar de dirección con un solo disparo. Felicia, hija del poderoso capo Jorge Palacios, era consciente de ello. Sus ojos avellana reflejaban tanto la dulzura de su juventud como la sombra de la herencia que llevaba en la sangre.
Esa noche, Milo, un hombre de mirada intensa y carisma innegable, había llegado a la fiesta de un amigo en común. Vestido con un traje oscuro que resaltaba su figura atlética, su presencia causó revuelo entre los asistentes.
Era un tipo peligroso, un mafioso de Chicago que había venido a la ciudad por negocios. Pero en esa velada, su interés no estaba en las transacciones ilegales, sino en una joven que bailaba con gracia en el centro de la sala de la mansión.
Felicia lo vio desde lejos, era una chica vivaz y peligrosa, pero tal vez por los tragos y su aspecto relajado, su corazón latía acelerado mientras sus amigas la animaban a acercarse. Se sentía atraída por el aura enigmática de Milo, su sonrisa desafiante, y cómo irradiaba una confianza casi palpable. A medida que la noche avanzaba, el destino se encargó de reunirlos.
—Hola, hermosa —dice Milo con un tono seductor, mientras extendía su mano hacia ella.
Felicia sintió un escalofrío recorrer su espalda, y aunque su instinto le decía que debía tener cuidado, no pudo resistirse. Aceptó su invitación y, juntos, comenzaron a bailar. Era un baile lleno de lujuria y deseo, un baile que sellaría su destino.
Esa noche Felicia se entregó a Milo a escondidas de su padre.
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses.
Felicia y Milo se encontraron en un torbellino de pasión. Ella se perdía en su mirada azul y el en su mirada avellana. Él la llevó a restaurantes elegantes, le mostró el lado glamuroso de su vida, mientras ella le contaba sobre su familia y su mundo en el campo rodeada de caballos y plantaciones de tabaco y tequila, un lugar donde los malos ojos acechaban en cada esquina para eliminar a su padre y quedarse con todo.
Sin embargo, el tiempo era un enemigo silencioso. Milo debía regresar a Chicago y su vida de crimen lo llamaba de nuevo. Hizo negocios con el padre de ella, pero le aclaró que llevarla con él sería llevarla a su muerte segura.
La ultima noche, mientras se abrazaban en la suite de un hotel en la ciudad de México, Felicia decidió revelar su secreto.
—Milo, hay algo que debo decirte… Estoy embarazada.
Milo se queda en silencio, sus ojos se abrieron con sorpresa y una mezcla de emoción. El momento fue fugaz, pero la alegría que le llenó el pecho fue rápidamente opacada por la realidad de su vida. Tendría un heredero. Las cosas eran complicadas, y una familia no era parte de sus planes, pero ahora tiene un sueño, organizarse, ser más fuerte que el resto, consolidar sus relaciones y así poder tener a su familia junto a él.
—Felicia, yo… —comenzó a decir, pero ella lo interrumpió.
—No te preocupes, no necesito que te quedes. Solo quería que lo supieras. Por favor, cuida de ti mismo. No quiero que este vínculo te ponga en peligro. Ni que me usen o al bebé para llegar a ti. Cuando sea el momento adecuado sé que vendrás y estarás con nosotros.
Milo sintió un profundo dolor en su interior. Era un hombre que había hecho de su vida un campo de batalla, pero esa noche, en la calidez de su abrazo, sintió que lo más precioso que había encontrado podría ser también su ruina. Además no está seguro de lo que dirá su padre cuando sepa que será padre.
—Te prometo que haré lo que sea necesario. Te enviaré dinero para que estés bien, para que el bebé tenga lo que necesita —dice, apretando su mano.
La tristeza en los ojos de Felicia se intensificó, pero asintió, convencida de que era lo mejor para todos. En su mente, sabía que el amor no siempre era suficiente en su mundo. Milo se marchó al día siguiente, dejando atrás su corazón y un futuro incierto.
Los meses pasaron, y Felicia dió a luz a dos hermosas gemelas: Marianela y Miranda. Aunque la alegría llenó su hogar, la tristeza también se hizo presente. La guerras internas familiares fueron deteriorando la estabilidad. Jorge Palacios un día fue interceptado por el bando contrario y perdió la vida.
Las niñas crecieron sin conocer a su padre, ni a su abuelo, pero Felicia se esforzó por mantener viva su memoria con fotografías y videos de ellos, que tenía guardados en su celular. Les contaba historias de un hombre valiente que se había ido a luchar contra los malos. Y su abuelo que estaba encantado de tener dos nietas preciosas.
Sin embargo, la vida de Felicia se tornó oscura. El peso de una enfermedad la consumió lentamente, y un día, mientras se sentaba en el sofá, mirando a sus hijas jugar, supo que su tiempo se estaba agotando. Luchó contra la fiebre y el dolor, pero el destino era implacable. Un año después, el cáncer la reclamó, dejándolas huérfanas a los quince años.
Antes de morir, Felicia hizo que su hermano, Esteban, le prometiera cuidar de las gemelas. En su último aliento, le entregó una carta que había guardado celosamente durante años, una carta que contenía la dirección de Milo y la verdad sobre su padre. Quería que si las cosas se ponían peligrosas entre ambos bandos las sacara del país y las llevara hasta su padre.
—Esteban, cuida de ellas… Y cuando llegue el momento, dales esto —susurra, con la voz débil y entrecortada.
Marianela y Miranda crecieron en un hogar lleno de amor y protección. Su madre, Felicia, era el pilar de la familia: una mujer fuerte, amorosa y decidida. Jorge Palacios, su padre, las amaba con devoción, pero su trabajo lo mantenía lejos por largas temporadas. Aun así, cuando estaba en casa, no había nada que disfrutara más que cargar a sus nietas en brazos y contarles historias antes de dormir.
Desde pequeñas, las gemelas fueron inseparables. Compartían juegos, risas y travesuras en la gran casona donde vivían. Su tío Esteban, un hombre de presencia imponente pero con un corazón blando para ellas, solía consentirlas y protegerlas como si fueran sus propias hijas. En aquel entonces, su vida era simple y segura. Jugaban en el jardín con muñecas, corrían bajo la lluvia y se dormían abrazadas escuchando los cuentos de su madre.
Felicia era la persona más importante en sus vidas. Les enseñó valores, les inculcó el amor por la familia y siempre les recordaba que debían cuidarse mutuamente. Su risa era melodiosa, y su presencia llenaba la casa de calidez. Pero con el paso de los años, las cosas cambiaron.
Cuando Marianela y Miranda tenían trece años, Felicia comenzó a enfermarse. Al principio, solo parecían resfriados constantes, luego vinieron los dolores de cabeza y el cansancio extremo. No quería preocupar a sus hijas, así que ocultó su sufrimiento el mayor tiempo posible. Pero cuando los desmayos y la pérdida de peso se hicieron evidentes, no pudo seguir fingiendo.
El diagnóstico fue devastador: cáncer en etapa avanzada. La noticia cayó como un balde de agua fría en la familia. Jorge, destrozado, intentó estar más presente, pero el miedo a perder a su esposa lo consumía. Esteban, por su parte, se convirtió en su apoyo inquebrantable. Se encargaba de llevarla a las quimioterapias, de consolarla en los días difíciles y de asegurarse de que sus sobrinas no perdieran la esperanza.
Para Marianela y Miranda, la enfermedad de su madre fue un golpe brutal. No entendían por qué la mujer que siempre había sido tan fuerte ahora yacía en la cama, frágil y débil. Pasaron noches enteras llorando en silencio, abrazándose la una a la otra mientras escuchaban la respiración entrecortada de Felicia desde su habitación. Cada día la veían apagarse un poco más, y el miedo a perderla se volvió insoportable.
Los últimos dos años fueron los más duros. Felicia se debilitó tanto que ya no podía levantarse de la cama. Marianela y Miranda se turnaban para leerle en voz alta, cepillarle el cabello y sujetarle la mano en las noches más frías. Jorge, su abuelo, murió varios meses antes en medio de una trifulca.
Esteban se convirtió en su único refugio. Fue él quien las sostuvo cuando Felicia falleció. Él fué quien organizó ambos funerales, quien aseguró que sus sobrinas no se quedaran solas. Pero el dolor y la ausencia dejaron cicatrices profundas en las gemelas.
La dulzura infantil desapareció. Marianela y Miranda se endurecieron. Dejaron de soñar con cuentos de hadas y empezaron a vivir en una realidad más oscura. La vida las había obligado a madurar rápidamente. Esteban, sabiendo que el mundo en el que vivían no era seguro, les enseñó a defenderse.
Les dio las herramientas necesarias para sobrevivir. Aprendieron a pelear, a disparar y a entender la lógica de los negocios turbios en los que su familia estaba involucrada.
Con el tiempo, se volvieron expertas. No eran las mismas niñas que solían jugar con muñecas en el jardín. Ahora eran mujeres decididas, fuertes y preparadas para enfrentar lo que viniera a su corta edad. Pero en su corazón, una pregunta quedaba sin respuesta: ¿Dónde estaba su padre?
El día en que Esteban les entregó la carta de Felicia, todo cambió. Ahí estaba su respuesta. Ahí estaba la dirección de un hombre al que apenas recordaban, pero que llevaban en la sangre. Era momento de enfrentarlo.
El viaje a Chicago no fue solo un cambio de escenario. Era el inicio de una nueva etapa, una nueva batalla. Habían perdido mucho, pero no estaban dispuestas a seguir viviendo con más preguntas que respuestas. Su madre les había dejado un legado, y ahora era su turno de reclamarlo.
Las gemelas, en su dolor, encontraron consuelo una en la otra, pero el deseo de conocer a su padre y descubrir la verdad sobre su legado las consumía. Terminaron la secundaria, pero no les interesaba ingresar a la universidad.
—Es hora de que conozcan a su padre. Este es el momento que su madre había esperado. No pueden quedarse conmigo porque sinó van a morir.
Las gemelas leyeron la carta, que contenía detalles sobre su padre y la dirección de su nueva vida en Chicago. La emoción y la ansiedad se apoderaron de ellas. Sin dudarlo, semanas después sacaron sus documentos y comenzaron a preparar su viaje a Estados Unidos.
—¿Te sientes nerviosa hermana de conocer a nuestro padre?—pregunta Marianela la mayor.
—Si, aunque lo hemos visto en fotos y videos, tengo miedo de que nos rechace—le responde Miranda.
—Estaremos bien, nuestro padre debe extrañarnos, estará feliz de vernos.
Las gemelas, con la determinación en la mirada y el corazón lleno de incertidumbre, se dirigieron al aeropuerto.
La ciudad del viento las esperaba.
El viaje fue largo, lleno de expectativas y temores. Una vez que llegaron a Chicago, se sintieron abrumadas por el bullicio de la ciudad. La grandeza de los edificios y la diversidad de la gente contrastaban con el mundo cerrado en el que habían crecido. Pero el objetivo era claro: encontrar a Milo Genovese y enfrentarlo con la verdad.
—Estamos aquí para encontrarte, papá —murmuró Marianela, mientras Miranda asentía, con determinación en sus ojos.
Las gemelas sabían que su encuentro no solo significaba conocer a su padre, sino también desenterrar secretos enterrados y enfrentarse a un futuro incierto. Sin saber lo que les esperaba, tomaron la decisión más valiente de sus vidas.