Los Límites Que Separan
Isabella se desplomó al suelo, la carta aún temblando en sus manos. ¿Podía ser un error? ¿Un malentendido? Negó con la cabeza, intentando aferrarse a alguna esperanza que la mantuviera en pie. Pero la certeza se hundía más profundo en su pecho como un puñal helado.
Se levantó con dificultad y salió del estudio, sus pasos torpes guiados por una mezcla de desesperación y angustia. Subió las escaleras hasta la habitación, donde Viktor siempre guardaba sus pertenencias más personales.
Se acercó a la mesa de noche, con las manos temblorosas. Abrió los cajones uno a uno, buscando cualquier señal de él. No estaban sus cosas: el pañuelo que ella misma había bordado para Navidad, con el pequeño dibujo de una edelweiss - el recuerdo de aquella fría noche en los Alpes - sus tesoros, como Viktor solía llamarlos.
Y el dije. Ese pequeño colgante que le había regalado cuando la guerra los había separado y reunido. Ese símbolo silencioso de promesas no pronunciadas, de momentos compartidos y secretos susurrados.
No estaba.
Un sollozo, tan viejo como ella misma, escapó por primera vez en siglos. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, cálidas y libres, dejando caer sobre sus labios la amarga verdad: Viktor la había dejado ir. No por falta de amor, sino por un amor tan profundo que decidió liberarla.
Isabella lloró, no solo por la pérdida, sino por la belleza dolorosa de ese amor infinito que la sostuvo y, al final, la dejó partir.
La joven permaneció sentada en el suelo, con la carta arrugada entre sus manos temblorosas. La realidad la golpeó con fuerza, como un viento gélido que no había sentido en siglos. Más que la ausencia física de Viktor, lo que la atravesaba era la conciencia brutal de lo que ella nunca había hecho.
- Nunca... - susurró, con la voz quebrada - Nunca le dije que lo amaba.
Doscientos años. Más de dos siglos compartiendo vidas, secretos, silencios, intimidad, compañía y ella nunca se había atrevido a abrir su corazón del todo. Había vivido bajo la sombra de su amor incondicional, creyendo que era un refugio seguro, que podía esperar hasta que ella misma estuviera lista. Pero ¿Cuánto tiempo podía esperar? ¿Hasta cuándo?
Había cumplido con el clan, había sido la anfitriona perfecta, la mujer elegante y fuerte que todos admiraban, la guardiana de las tradiciones. Pero nunca fue su consorte, la sangre del viento que debía ser, la mujer que debía estar junto a él no solo en la fachada, sino en la verdad más profunda de su alma.
Un recuerdo vino a ella, nítido como un susurro al oído. Voces distantes, murmullos apenas captados en los corredores de la mansión, palabras no destinadas a sus oídos.
“El clan necesita un líder fuerte... Viktor debe asumir sus obligaciones... El peso de la sangre... Su protección es esencial.”
Isabella sintió un nudo en la garganta. Siempre había visto a Viktor como su apoyo, su guardián, su amante silencioso. Pero también era el líder, el protector de su gente, de su familia. Un peso que ella había ayudado a sostener sin compartir su verdad, sin darle la fuerza que necesitaba de ella.
Y ahora, aquel escritor - Willem - había expuesto su mundo, su historia, poniendo en riesgo no solo sus vidas, sino el legado y la seguridad del clan.
Un frío se extendió por sus venas. La culpa y la urgencia se mezclaban en un torbellino que la arrastraba a una única conclusión: era tiempo de despertar, de abrir ese corazón cerrado, no solo por amor, sino por la necesidad de proteger lo que ambos amaban.
Isabella tembló con la carta en sus manos. Consciente, asustada.
Porque ella lo había dado por sentado. Y no dijo lo que Viktor quería escuchar. Ahora podía reconocer esas miradas que bajaban cuando después de que le decía te amo en la intimidad y no había respuesta de su parte. Los silencios cuando se hablaba de niños e Isabella lo desviaba. Cada paso que Viktor daba hacia ella, lo había limitado. Siempre cerca, siempre lejos. Asumiendo que lo tendría para siempre...
Y, ahora...
Lo había perdido...
Zona Montañosa - Alpes Austriacos.
El aire era frío y denso, como si la montaña misma contuviera el aliento. La nieve cubría los picos y las laderas con una pureza imperturbable y el sol, bajo y pálido, apenas lograba calentar el paisaje congelado en una quietud ancestral. A cada paso, el crujir de la nieve compacta rompía el silencio sepulcral que envolvía el paraje nevado.
Viktor descendió del caballo, sus botas hundiéndose ligeramente en el manto blanco. La aldea al pie de la montaña parecía detenida en el tiempo, como una postal antigua que nunca había conocido el bullicio del mundo exterior. Las casas, de piedra y madera envejecida, estaban cubiertas de escarcha; las chimeneas apenas dejaban escapar un hilo de humo perezoso y los pocos aldeanos que se movían parecían sombras, guardianes de un secreto que debía permanecer intacto.
Cuando descendieron en Viena, no habían pasado ni se detuvieron en la mansión; la ciudad quedó atrás como un eco lejano, irrelevante para la urgencia que ahora pesaba en el corazón de Viktor. Si Elsa, la fiel ama de llaves, los hubiese visto llegar a la mansión, habría sido el aviso que Isabella necesitaba.
Ahora, frente a ellos, la barrera mágica que protegía el ducado vibraba débil, apenas perceptible en el escudo invisible que había resistido siglos de amenazas. Viktor apretó los labios, sintiendo la amenaza que esa debilidad representaba. La protección ancestral del ducado, el límite entre su mundo y el de los humanos, estaba cediendo.
El aire crispado cortaba la piel con un frío casi palpable, mientras la nieve cubría las montañas con un manto silencioso que parecía eterno. El paisaje parecía congelado en el tiempo, sin rastro del bullicio del mundo moderno. Los árboles, sus ramas pesadas de escarcha, se alzaban como centinelas en el sendero que ascendía hacia el castillo.
Los cuidadores diurnos, hombres y mujeres humanos que velaban por la seguridad del lugar bajo la tutela del clan, lo reconocieron al instante. Sin sorpresa ni duda, uno de ellos, un hombre de rostro curtido y ojos firmes se adelantó para escoltarlo. Hans, el guardián y jefe de los cuidadores diurnos, lo esperaba con un gesto grave.
- Bienvenido, mi señor. - dijo con respeto - La aldea y el castillo le esperan.
- Hans, ¿Verdad? - dijo Viktor en voz baja, sus ojos recorriendo el contorno de la fortaleza que se perfilaba entre la bruma a lo lejos - Necesito que me acompañes al castillo. Quiero saber el estatus de la barrera y del ducado.
Hans asintió con respeto, ajustándose el abrigo de cuero n***o y montando su caballo con destreza.
- Sí, mi señor. Será un honor.
Sin más palabras, ambos avanzaron por el sendero nevado, seguidos por Markel y Adelheid, dejando atrás la aldea que apenas mostraba signos de vida. El castillo emergía imponente entre la niebla baja a medida que recorrían el sendero escarpado, sus muros de piedra oscura salpicados de hielo. La barrera, apenas perceptible a simple vista, vibraba débil, una señal preocupante para quienes conocían su importancia.
Mientras se dirigían a su destino, los cuidadores diurnos que encontraron en el camino los saludaban con respeto, conscientes de la autoridad de Viktor y la gravedad del momento.
- El ducado nos espera. - murmuró Hans, con la mirada fija en la muralla que custodiaba su mundo ancestral.
Viktor apretó las riendas, preparando su mente para enfrentar lo que encontraran dentro.
El duque siguió el paso del hombre, contemplando cómo el ducado se erguía imponente y silencioso más allá del pueblo, casi enterrado en la montaña, un castillo que parecía más una fortaleza que una residencia, con sus torres góticas y muros de piedra oscura cubiertos por la nieve. Todo allí hablaba de historia, de poder ancestral y de la carga que él había decidido retomar.
Cada mirada, cada gesto, cada susurro confirmaba que la quietud no era sólo de la naturaleza, sino también de un tiempo detenido por la espera y la incertidumbre. Pero Viktor sabía que, con su llegada, ese tiempo congelado estaba a punto de romperse.