Capítulo 1
El amanecer apenas asomaba entre los pinos cubiertos de escarcha cuando Amara Vareth tensó la cuerda de su arco. El viento helado del norte soplaba contra su rostro, moviendo los mechones sueltos de su cabello oscuro. A su lado, su hermano menor Lothar avanzaba con pasos silenciosos sobre la nieve húmeda, con la lanza lista, los ojos fijos en el ciervo que se escabullía entre los arbustos.
—No lo pierdas de vista —susurró Amara sin apartar la mirada de su presa.
—Tranquila, hermana —respondió él con una sonrisa rebelde—. No soy yo quien tiembla cuando el viento sopla.
Amara rodó los ojos. Lothar tenía apenas diecisiete inviernos, pero ya mostraba el mismo espíritu desafiante que su padre, Lord Vareth, jefe del clan que llevaba su nombre. A diferencia de Amara, que era prudente y disciplinada, Lothar siempre buscaba el límite… incluso si ese límite lo llevaba directo al peligro.
El ciervo avanzó con agilidad hacia el norte, directo a la linde del bosque donde los bosques de los Vareth se encontraban con los territorios de los Randall, enemigos declarados desde hacía generaciones.
Más allá de esa línea invisible, la muerte aguardaba.
Amara bajó el arco. —Lothar, detente. Ya estamos demasiado cerca del límite.
—¿Y qué? —replicó él, clavando la lanza en el suelo para apoyarse—. ¿Desde cuándo dejamos que los Randall decidan dónde respiramos?
—Desde que Ivan Castellane, el duque regente decidió que sólo ellos pueden cazar aquí —respondió con amargura—. Si Glen Randall te encuentra en sus tierras, ni el nombre de nuestro padre podrá salvarte.
Lothar escupió al suelo. —Ivan Castellane... ese traidor mantiene al rey Enrique Segundo encerrado en Rionee como si fuera un prisionero, mientras los clanes que le juraron lealtad desaparecen uno a uno. ¿No lo ves, Amara? No se trata sólo de un ciervo, sino de nuestra dignidad.
Amara guardó silencio. Podía sentir la tensión en el aire, el peso de las palabras de su hermano. Desde hacía meses, el duque regente había extendido su control más allá del castillo de Rionee, repartiendo privilegios y castigos a su conveniencia. Los Randall, con su crueldad y ambición, habían sido los primeros en arrodillarse ante él.
Y los Vareth… los últimos en ceder.
—Dicen que los Lorain desaparecieron por oponerse —continuó Lothar, bajando la voz—. Su aldea fue quemada, sus banderas borradas del mapa. Nadie se atreve a pronunciar su nombre en voz alta.
—Yo sí —replicó Amara con frialdad—. Los Lorain fueron nuestros aliados. Si Ivan piensa que puede borrar la historia, se equivoca.
Un crujido resonó entre los árboles. Ambos se tensaron. El ciervo, asustado, salió corriendo hacia el claro, justo más allá del límite prohibido.
Lothar dio un paso al frente, decidido.
—Lothar, no —advirtió Amara, sujetándolo del brazo—. Si cruzas esa línea, no habrá marcha atrás.
El viento soplaba más fuerte cuando Lothar volvió la cabeza hacia su hermana, con esa sonrisa insolente que tanto exasperaba a Amara.
—¿Sabes qué deberías temer en realidad, hermana? —dijo, bajando la voz mientras avanzaban entre los árboles—. No a los Randall, ni siquiera a Ivan Castellane… sino a la encomienda que padre te ha impuesto.
Amara frunció el ceño, aún mirando hacia donde el ciervo había desaparecido.
—¿Y qué sabes tú de eso?
—Sé que padre ya ha enviado emisarios para buscarte esposo. —Lothar alzó una ceja, divertido—. Dicen que el más insistente es Sir Cedrik Montclar.
Amara lo miró horrorizada.
—¿Cedrik Montclar? ¡Por los dioses, no! —exclamó con desdén—. Tiene más fama de libertino que de caballero. Si me casara con él, sería la burla de todo el reino.
Lothar soltó una carcajada. —Entonces, ¿qué harás? ¿Encerrarte en un convento y rezar hasta que se te seque el alma?
Amara sonrió, resignada. —Sería más honorable que compartir mi lecho con un hombre como él.
Ambos rieron, y por un instante, el bosque volvió a sentirse cálido, casi familiar.
Pero la risa murió pronto.
—Debes decidirte, Amara —dijo Lothar, aún sonriendo, aunque su tono se volvió más suave—. A tus veinte años, ya te estás convirtiendo en una anciana según las leyes de los hombres.
Amara alzó una ceja, dispuesta a lanzarle una piedra o una réplica ingeniosa, pero no alcanzó a hacerlo.
El sonido de cascos sobre el barro interrumpió la calma.
Los árboles se abrieron, y un grupo de jinetes apareció entre la bruma. Sus armaduras negras llevaban grabado el emblema de un cuervo: los Randall.
El corazón de Amara se detuvo. Sintió el frío del miedo recorrerle el cuerpo.
—Lothar… —susurró, pero él ya había tomado su lanza.
El hombre que encabezaba al grupo desmontó con elegancia, su capa roja ondeando tras él.
Glen Randall. Alto, de mirada cruel, y con la sonrisa del que se sabe dueño del destino ajeno.
—Vareth —pronunció su apellido con desdén, como si escupiera veneno—. Les advertimos que la caza en estas tierras está prohibida.
Uno de sus hombres desplegó un pergamino y comenzó a leer con voz monótona:
“Por decreto del duque regente Ivan Castellane, señor de la ciudad de Rosewick y protector del reino en nombre del rey Enrique Segundo,
el derecho de caza en los bosques del norte pertenece únicamente al clan Randall.
Todo infractor será castigado con la severidad de la ley.”
Lothar no se movió. No bajó la cabeza. Ni siquiera fingió respeto.
Amara, en cambio, cayó de rodillas sobre el lodo helado, con las manos temblorosas.
—Por favor, mi señor —suplicó, su voz quebrada—. No queríamos ofender las leyes. Fue un error… solo estábamos siguiendo a un ciervo.
Glen la observó con una mueca de repugnancia.
—Una Vareth suplicando —dijo con frialdad—. Qué espectáculo tan raro.
Lothar dio un paso al frente. —Si vas a castigar a alguien, castígame a mí. Yo crucé primero la frontera.
Randall lo miró, casi con diversión. —Y así lo haré.
Todo ocurrió en un segundo. Un movimiento, un brillo metálico… y luego, el golpe seco de la espada.
Amara gritó. Un sonido desgarrador escapó de su garganta mientras la sangre de su hermano la salpicaba, manchando su rostro, su vestido, la nieve.
Lothar cayó sin un quejido. Su cuerpo quedó inmóvil, con los ojos aún abiertos mirando el cielo gris.
Randall limpió su hoja con calma y la envainó.
—Dile a tu padre, Thierry Vareth, que Glen Randall fue misericordioso hoy. Que le perdoné la vida… a uno de sus hijos.
Montó su caballo y dio la orden de retirada. Los cascos se alejaron, dejando tras de sí el silencio más cruel que Amara recordaría jamás.
Ella cayó de rodillas junto al cuerpo de su hermano, sus dedos enterrándose en el lodo frío.
Sus lágrimas caían sobre la sangre, mezclándose con ella.
Temblando, susurró entre sollozos:
—Te lo juro, Lothar… nunca más volveré a suplicarle a un hombre. Jamás.
El viento volvió a soplar, arrastrando consigo las últimas huellas de los Randall.