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Al final no fuimos a la casa de Francesco. Justo cuando mamá y yo estábamos listas, a punto de salir, con los abrigos puestos y la resignación ya instalada en el cuerpo, sonó el teléfono. El timbre rompió el silencio como un golpe seco, y mamá corrió a contestar. Yo me quedé parada en la puerta, con los brazos cruzados, apretando los dientes, porque ya sabía que nada bueno saldría de esa llamada.
—¿Aló mi niña? —dijo mamá, con su voz dulce, esa que siempre usa con Alejandra, aunque la muy desgraciada no lo merezca.
No tardó ni tres segundos en torcer la boca y arrugar el ceño. Yo ya podía imaginarme quién era. Y sí: Alejandra, la estúpida de mi prima, con esa voz que seguro sonaba cargada de falso pesar, le dijo que la cena se cancelaba, que “ellos estaban indispues
