La noche había caído sobre la ciudad, densa y sin estrellas, pero en mi santuario, la oscuridad era un lienzo. Zahria. Sentada en el borde de mi cama, la tenue luz de la lámpara apenas rozaba su piel. El camisón de seda que le había dado se aferraba a sus curvas con una tímida sensualidad, y la verdad de lo que había escuchado esa noche, el secreto que la atormentaba, bailaba entre nosotros como un fantasma.
Me acerqué, mis pasos silenciados por la alfombra persa. Ella no se movió, sus ojos fijos en el reflejo distorsionado de la ventana. La había desnudado con mis ojos mil veces, había despojado su alma de cada capa de mentira, pero ahora, en mi espacio, en mi lecho, la veía como el premio final. Mi obra maestra.
—No te tengo miedo— susurró, la frase era una mentira audaz que ya no tenía cabida entre nosotros.
Me detuve justo detrás de ella. Mi aliento, caliente y cargado de mi propia oscuridad, rozó la piel expuesta de su cuello. Sentí un escalofrío recorrer su cuerpo, una respuesta involuntaria a mi cercanía.
—Deberías— le respondí, mi voz era un murmullo grave que se perdió en la intimidad de la habitación. —Porque el miedo, mi amor, es el preludio de la posesión.
Mi mano se alzó, no para tocarla, sino para rozar el aire a escasos milímetros de su piel. Podía sentir el calor que emanaba de ella, una energía que me llamaba, que me exigía.
—Tu inocencia, esa que intentas proteger— continué, mis palabras eran caricias invisibles, —es el último velo que te cubre. Y esta noche, Zahria, caerá.
Ella cerró los ojos, y vi cómo sus manos se aferraban a la seda del camisón. No había resistencia en su gesto, solo una tensa anticipación que encendía algo primitivo en mí. Un monstruo. Un deseo. Una necesidad.
Me incliné más, mi boca ahora junto a su oído.
—He saboreado tu culpa, Zahria. He bebido de tu dolor. Y ahora, quiero probar la parte más dulce de tu oscuridad.
Mi pulgar se deslizó, finalmente, para rozar la curva de su mandíbula. Su piel era suave, perfecta, una invitación a la profanación.
Ella jadeó, un sonido apenas perceptible que me confirmó mi poder. Su cuerpo temblaba, y yo sabía que no era de miedo, sino de una verdad que ambos habíamos negado. El lazo retorcido que nos unía, la conexión de dos almas que habían bailado con la muerte.
—No pidas piedad— susurré, mis labios casi rozando los suyos. —Porque en mi mundo, la piedad es una debilidad. Y yo, mi amor, solo tengo fuerza para ofrecerte. La fuerza de mi obsesión.
Y entonces, la besé. Un beso que no era tierno ni gentil, sino un reclamo. Un acto de posesión. La noche era joven, y la oscuridad, nuestra única testigo. Y yo, Azrael, estaba listo para hundirme en la dulce y peligrosa verdad de Zahria. En el infierno que habíamos creado juntos. Y en el amor retorcido que nos esperaba.