CAPITULO 06

2088 Words
Me desperté en un silencio que se sentía más pesado que el de la noche anterior. La boca me sabía a él, a una mezcla de café y oscuridad. La noche anterior, el beso de Azrael no había sido una caricia, sino una marca, una reclamación. Había besado la culpa en mis labios, había saboreado mi miedo y, a cambio, me había ofrecido su propio infierno. Y por primera vez en mi vida, no quería escapar. Me levanté de la cama, mis músculos rígidos y doloridos. El camisón de seda que me había dado se aferraba a mi cuerpo, recordándome que ya no era una extraña en esta casa, sino una prisionera. Me dirigí a la ventana. La lluvia había cesado, y la luz de la mañana se colaba por las cortinas, iluminando las motas de polvo que bailaban en el aire. La casa parecía normal, pero yo sabía que, debajo de la fachada, se escondía un monstruo. La puerta de la habitación se abrió, y Azrael entró, como si nada hubiera pasado. Vestía un pantalón de chándal y una camiseta, y se veía tan normal que me dieron ganas de gritar. Llevaba una taza de café en la mano. —Buenos días, mi amor— dijo, su voz era un susurro que me hizo temblar. —Es hora de que veas el mundo que te ha reclamado. No le respondí. No podía. Mi mirada, llena de terror, se posó en la suya. Él sabía que había escuchado los gritos de la noche anterior. Él sabía que yo había visto la oscuridad. Y sabía que, a partir de ese momento, ya no había vuelta atrás. Ya no era la chica del callejón. Ahora era la prisionera de un monstruo. Y el infierno, el que yo creía haber creado, era solo el inicio de lo que estaba por venir. Me guio a través de la casa, nuestros pasos eran los únicos ruidos en el silencio. Bajamos las escaleras, y el olor a humedad y metal llenó mis fosas nasales. El aire se hizo más frío con cada paso, y yo supe que estábamos a punto de entrar en su mundo. Llegamos a una puerta de acero. Azrael sacó una llave y, con un sonido metálico, la abrió. Una luz tenue reveló un espacio tan estéril como un quirófano. Había sangre en el suelo. Y en el centro de la habitación, había un hombre atado a una silla. Su rostro estaba golpeado, sus ojos llenos de un terror que yo reconocía. Azrael me miró. Sus ojos, un pozo de oscuridad, se encontraron con los míos. —No te asustes, mi amor— susurró. —Mírame. Mírame a mí, no a él. Porque esto, Zahria, es la verdad. Esto es lo que soy. Me acerqué, mis pies se movían por su cuenta. Vi a Azrael, su cuerpo tenso, sus movimientos calculados. No había ira en sus ojos, solo una frialdad que me heló la sangre. El hombre en la silla suplicó. Azrael le respondió con una sonrisa helada. Y entonces, lo vi. No era un acto de violencia. Era una coreografía macabra. Con una precisión quirúrgica, Azrael rompió el cuello del hombre. El sonido fue un murmullo en la oscuridad. El hombre dejó de moverse. Y Azrael, mi monstruo, me miró. —Ahora me ves— susurró, su voz era un murmullo de complicidad. —La verdad. Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero no eran de miedo. Eran de una extraña y retorcida comprensión. En ese momento, no vi a un asesino. Vi a un hombre que no pedía disculpas por lo que era. Y en sus ojos, vi un reflejo de mí misma. La misma frialdad que yo había sentido cuando maté a mi hermano. —Veo al hombre que no pide disculpas— susurré, mis palabras eran una confesión. —Veo al monstruo. Y te entiendo. Él se acercó y me tomó la cara entre sus manos. Sus pulgares se movieron para secar las lágrimas que caían de mis ojos. —Y ahora— susurró, su aliento era cálido en mi rostro. —Ahora que me has visto, es mi turno de contarte mi historia. La razón por la que soy un monstruo. La razón por la que te elegí a ti. Y la razón por la que te mantendré, te protegeré, y te usaré. Para siempre. Sus manos, frías y calculadoras, sostuvieron mi rostro. En sus ojos no vi crueldad, sino una verdad desnudada. Y en ese instante, en medio de la sangre y el olor metálico de su infierno, no vi a un asesino, sino a un hombre que me prometía su secreto a cambio del mío. Era un trato justo, en nuestro mundo retorcido. —No, mi amor— susurró, su aliento cálido en mi rostro. —No vamos a quedarnos aquí. La verdad no reside en el dolor de otros. La mía está en un lugar que solía llamar hogar. Y ahora, lo llamaré nuestro hogar. Me tomó la mano, sus dedos entrelazándose con los míos. El contraste de su piel fría con la mía era un escalofrío que me recorría el cuerpo. Caminamos de vuelta a la sala, la chimenea aún encendida. Me sentó en el sofá de cuero, y él se arrodilló frente a mí, como un rey a su reina. —Mi historia— comenzó, su voz era un murmullo grave que se perdió en la intimidad de la habitación. —Mi historia no es la de un monstruo que vino a buscarte en la oscuridad. Es la historia de un hombre que se convirtió en uno. Por ti. Mis ojos se llenaron de lágrimas. No por miedo, sino por la cruda y dolorosa verdad. Él me miró, y vi en sus ojos un abismo de vulnerabilidad que no había visto antes. Un monstruo. Un rey. Un hombre que se había roto, y que, de alguna manera, me entendía. —Te conocí por tu hermano— susurró. —Elías. Él era mi mano derecha, mi mejor amigo. Un hombre en quien confiaba más que en mi propia sombra. Le di mi imperio. Le di mi vida. Y él, en su cobardía, me traicionó. Su voz se quebró, y por un instante, vi al hombre que había sido antes de convertirse en el monstruo que era ahora. Un hombre que se había roto, y que, en su dolor, había destrozado a otros. —Elías me vendió— susurró. —Me vendió a mis enemigos. Me vendió a los que querían verme muerto. Y yo, en mi rabia, le di la oportunidad de vivir. Lo dejé ir, con la esperanza de que, algún día, él se arrepintiera. Pero no lo hizo. Mis lágrimas cayeron, no por el hombre que había muerto, sino por el que había sido traicionado. En ese momento, no vi a un asesino. Vi a un hombre. Un hombre que había sido traicionado por la única persona en la que confiaba. Y yo, su presa, era la única que podía entenderlo. —Y un día, mi amor— susurró, sus manos se movieron para tocar mi rostro. —Un día, me di cuenta de que mi venganza no era suficiente. Quería más. Quería que mi enemigo sintiera el dolor que yo sentía. Quería que sintiera el dolor de la traición. Y yo, en mi rabia, te encontré. Mis ojos se abrieron, y el terror se apoderó de mí. Azrael no era un monstruo. Era un rey. Y yo, su presa, era la pieza final en su tablero de ajedrez. —No te salvé— susurró. —Te tomé. Te saqué de tu infierno y te traje al mío. Y ahora, mi amor, es hora de que el infierno se convierta en nuestro hogar. Me tomó la cara entre sus manos, y me besó. Un beso que no era tierno ni gentil, sino un reclamo. Un acto de posesión. La noche era joven, y la oscuridad, nuestra única testigo. Y yo, Zahria, estaba lista para hundirme en la dulce y peligrosa verdad de Azrael. En el infierno que habíamos creado juntos. Y en el amor retorcido que nos esperaba. Su boca no era un refugio, sino una jaula. El beso de Azrael era un reclamo, un acto de posesión que no me pedía consentimiento, sino que lo exigía. Mi cuerpo se tensó, no solo por el miedo, sino por una verdad que me estaba devorando desde dentro: yo había sido una pieza en su tablero. Un peón en su gran venganza. La boca que me besaba ahora era la misma que había dictado la sentencia de mi hermano. Cuando sus labios se separaron de los míos, el aliento me abandonó. Lo miré, y vi un pozo de satisfacción en sus ojos. No había rastro de la vulnerabilidad que había mostrado al contar su historia. Él ya no era el hombre traicionado; era el depredador que había salido victorioso. —Ahora me perteneces— susurró, la voz era una seda fría que me envolvió por completo. —Tu secreto, tu pecado… es mío. Y ahora, mi amor, mi dolor, mi venganza… también te pertenecen a ti. Me quedé en silencio, mi mente un torbellino de emociones. La traición. La ira. El horror. Pero bajo todo eso, había algo más: una extraña y retorcida fascinación. Él no se había ocultado. Me había mostrado la peor parte de sí mismo, y me había obligado a enfrentarme a la mía. Sin decir una palabra, me tomó de la mano y me guio hacia el comedor. El escenario de su infierno no era la sangre del sótano, sino la normalidad de su casa. Una mesa de caoba estaba elegantemente dispuesta para dos personas. El hombre de la sombra, que había aparecido en la penumbra, nos sirvió café y un plato con tostadas y fruta fresca, moviéndose con una eficiencia que me hizo temblar. Él no era un hombre. Era una extensión de la voluntad de Azrael. Me senté, y él se sentó frente a mí, su mirada nunca abandonó la mía. El silencio era una tormenta a punto de estallar. Me obligué a tomar un sorbo de café, mis manos temblaban. —¿Por qué yo? — logré susurrar, la pregunta era un eco de la de la noche anterior. Su sonrisa era un depredador. —¿Todavía no lo entiendes? Eres la única persona en este mundo que puede entenderme. Viste mi monstruosidad, Zahria. La has visto. Y no has huido. Es más, tu propia naturaleza te ha impedido huir. Tú, como yo, tienes sangre en tus manos. Y eso nos hace iguales. Eso nos hace perfectos. Cada palabra era un puñal, una confirmación de que mi vida ya no me pertenecía. Era parte de su historia, un capítulo que él había comenzado a escribir mucho antes de que yo siquiera lo conociera. —Mi hermano…— susurré, mi voz se quebró. —Tú lo hiciste. Yo fui solo… un cebo. — No— él me interrumpió, su voz era un susurro peligroso. —Tú fuiste la última pieza. Yo te di la oportunidad de vivir, de ser libre de tu secreto. Yo te di la oportunidad de elegir. Pero tu corazón, mi amor, ya había elegido. Tú, en tu rabia, hiciste lo que yo no pude hacer. Tú, en tu dolor, me diste mi venganza. Y eso, Zahria, no tiene precio. Me sentí manipulada, usada, pero a la vez, había una extraña verdad en sus palabras. Había una conexión innegable entre el monstruo que me había forzado a enfrentar la verdad, y el monstruo que yo había sido. —¿Y ahora qué? — pregunté, la voz llena de una desesperación que no podía ocultar. —¿Qué vas a hacer conmigo? Su sonrisa se ensanchó, una promesa peligrosa que me hizo temblar. —Ahora, mi amor, vas a aprender a vivir en mi mundo. Vas a ser mi reina, mi compañera, mi igual. Vamos a construir nuestro propio infierno, y a reinar juntos. Porque solo nosotros, mi amor, podemos entender la belleza de la oscuridad. Se levantó de la mesa, y extendió su mano. —Es hora de que vivas, mi amor— susurró. —Es hora de que el infierno se convierta en tu hogar. — Y yo, en un acto de rendición, le di la mano. Y supe que mi vida, mi alma, mi ser, le pertenecían. Y que mi corazón, una vez destrozado por la traición, ahora le pertenecía al monstruo que me había obligado a enfrentarme a la verdad.
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