En Francia, a kilómetros de distancia de la escena entre Charlotte y Reinaldo, una figura solitaria se movía en las sombras de una habitación apenas iluminada. “El Arlequín”, como se hacía llamar, se encontraba en su refugio secreto, un espacio que reflejaba tanto su enigmática personalidad como su gusto refinado.
La estancia estaba envuelta en una penumbra evidente, rota únicamente por el tenue resplandor de velas estratégicamente colocadas. Las llamas danzaban suavemente, proyectando sombras caprichosas sobre las paredes, creando un ambiente de misterio y anticipación.
El Arlequín se ajustaba un traje de diseñador, con cada pieza cuidadosamente elegida y confeccionada para complementar su enigmática presencia. La tela fina se deslizaba sobre su piel como una segunda naturaleza, un reco
