Donde empieza la tensión invisible

1404 Words
El pasillo olía a desinfectante y café frío. A esa hora de la mañana, las luces aún parpadeaban y el eco de los pasos se multiplicaba en las paredes. Caminaba distraída, repasando mentalmente lo que quedaba del trabajo con Ares, cuando escuché su voz. —¿Así que ahora estudias acompañada? El corazón se me encogió antes de girarme. Dante estaba ahí, apoyado en su taquilla, con las manos en los bolsillos y esa media sonrisa que siempre usaba cuando sabía que tenía ventaja. Solo que esta vez, no sonaba a triunfo. Sonaba a reproche. —No sabía que necesitaba tu permiso —respondí, intentando que mi voz sonara firme. Él dio un paso al frente, lento, casi perezoso. —No lo necesitas. Pero antes no lo hacías. —Antes nadie me preguntaba si quería hacerlo. La frase me salió más cortante de lo que esperaba. El eco de mis palabras rebotó en el pasillo vacío, y por un segundo, ninguno de los dos supo qué decir. Dante bajó la mirada y se rascó la nuca. Cuando volvió a mirarme, su sonrisa se había borrado. —Luna… no es eso. —Entonces, ¿qué es? —pregunté, dando un paso atrás. —No sé —admitió—. Solo… era distinto cuando eras tú quien me miraba. El aire se me atascó en el pecho. No por las palabras, sino por el tono: no era arrogancia. Era desconcierto. Como si no entendiera por qué, de repente, ya no tenía el mismo efecto sobre mí. Quise responder algo ingenioso, poner distancia, pero no pude. Solo apreté los libros contra el pecho y caminé hacia el aula. Dante no me siguió. No hizo nada. Solo se quedó ahí, con esa mirada vacía de quien acaba de perder algo que ni siquiera sabía que tenía. Cuando entré al aula, mis manos temblaban. Y no supe si era por rabia… o por miedo a que tuviera razón. El aula olía a marcador nuevo y a tiza. Me senté en mi sitio intentando parecer normal, aunque todavía sentía la respiración atrapada. Abrí el cuaderno, pasé una hoja, fingí escribir algo. Nada tenía sentido. Dante entró un minuto después. Ni una palabra, ni una mirada directa. Solo el sonido de su silla al arrastrarse y el golpe seco del cuaderno sobre la mesa. Esa fue su forma de hacerse notar. No hizo falta levantar la vista para saber que estaba ahí. Su presencia siempre ocupaba más espacio del que debía. Incluso en silencio, parecía hacer ruido. Ares entró justo cuando el timbre sonó. Traía los auriculares en el cuello, el abrigo colgando del brazo y esa expresión de quien parece no tener prisa por nada. Saludó a la profesora con educación y, antes de sentarse, buscó con la mirada hasta encontrarme. Fue un instante. Un simple cruce de ojos. Pero bastó para que el aire cambiara. Dante giró ligeramente la cabeza, lo suficiente para verlo. Sus dedos tamborileaban en el borde del pupitre, un gesto que solo hacía cuando algo lo irritaba. Yo intenté concentrarme en el libro, en la pizarra, en cualquier cosa que no fueran ellos dos. Pero la tensión era casi física, un hilo invisible que se estiraba entre los tres. Durante toda la clase, sentí que cada palabra que decía la profesora flotaba en una atmósfera extraña, cargada. Ares tomaba apuntes con calma, ajeno al ruido que Dante provocaba al cambiar de postura una y otra vez. Y yo, atrapada entre ambos, solo podía pensar en una frase que no dejaba de repetirse dentro de mi cabeza: No puedo seguir siendo el reflejo de nadie. Cuando el timbre volvió a sonar, todos se levantaron de golpe. Yo fui la última en hacerlo. Ares me esperó en la puerta. Dante no se movió. Solo me siguió con la mirada, sin decir una palabra. El patio estaba lleno de voces, pero yo solo escuchaba el sonido metálico de las porterías al golpear el suelo. A veces, el ruido de los demás era lo único que podía tapar el mío. Busqué un rincón bajo el sol, junto a las escaleras del gimnasio, con Inés y Bruno. Ellos hablaban de cualquier cosa: las pruebas, los profesores, el almuerzo del comedor. Yo asentía, fingiendo interés. Hasta que lo vi. Dante. De pie, con su grupo de siempre, a pocos metros. Parecía relajado, pero sus ojos no. Seguían cada movimiento que hacíamos, como si midiera la distancia entre nosotros. Inés me miró de reojo. —¿Va a decirme qué pasa o tengo que adivinarlo? —Nada —respondí rápido. —Claro, “nada”. Como si no hubiéramos visto lo del pasillo —intervino Bruno, dándole un mordisco a su bocadillo. No tuve tiempo de contestar. Ares apareció con su mochila colgada de un solo hombro. Se acercó despacio, como quien sabe que está entrando en territorio marcado. —Soler —me llamó, sin dudar. —¿Sí? —Necesito revisar algo del trabajo antes de que se me olvide. Me levanté. Y entonces, el aire cambió. Dante lo vio acercarse. Sonrió, pero esa sonrisa no tenía nada de amable. —Vaya, el nuevo no pierde el tiempo —dijo, con un tono lo bastante alto como para que lo oyéramos. Ares se detuvo, sin mirarlo directamente. —Solo intento cumplir con mis deberes —respondió con tranquilidad. —Claro. Muy responsable de tu parte. El silencio que siguió pesó más que la frase. Yo quería que se detuvieran, que todo volviera a ser simple. Pero no podía moverme. Ares, sin perder la compostura, giró la cabeza apenas un poco. —Si tienes algo que decir, dilo. —Nada que no sepas —contestó Dante, encogiéndose de hombros—. Solo que te estás metiendo donde no deberías. Esa frase me atravesó. No por lo que implicaba… sino por cómo la dijo. Como si yo fuera un terreno, un espacio que se pudiera conquistar. Ares lo miró por primera vez, serio. —No suelo pedir permiso para ser amable. La tensión se cortaba en el aire. Los demás chicos empezaron a mirar, oliendo el conflicto. Pero Dante solo sonrió, esa sonrisa vacía que ya no tenía brillo. —Tranquilo, hermano —dijo, bajando el tono—. Era solo un comentario. Ares asintió, sin más. —Pues no hace falta. Se giró hacia mí. —¿Vamos? Yo solo asentí. A medida que caminábamos hacia la puerta del patio, sentí las miradas detrás, el rumor creciendo. Dante no dijo nada más, pero lo sentí. Esa mirada, fija, punzante. Esa mirada que decía sin palabras: no he terminado contigo. El timbre del final de jornada sonó como un golpe seco. Todos salieron del aula hablando al mismo tiempo, riendo, empujándose, como si nada en el mundo pesara tanto como los exámenes del lunes. Yo recogí mis cosas despacio, deseando pasar desapercibida. Otra vez. Ares esperó en la puerta, como hacía últimamente. No decía nada, solo estaba ahí, con esa presencia tranquila que, sin querer, empezaba a volverse costumbre. —¿Listos para otro día largo? —preguntó, más para llenar el aire que por esperar respuesta. Asentí con una sonrisa leve, y salimos juntos al pasillo. El ruido de los demás se fue diluyendo a medida que avanzábamos hacia la salida. El suelo brillaba con la luz del atardecer que entraba por las ventanas, proyectando sombras alargadas. Todo parecía normal. Hasta que dejé de sentirlo. A mitad del pasillo, el silencio se volvió espeso. Me giré. Dante estaba al fondo. De pie, quieto, los brazos cruzados. No había rabia en su mirada. Tampoco tristeza. Solo ese tipo de intensidad que no necesita palabras para doler. Ares también lo vio. Su paso se volvió más lento, pero no se detuvo. Solo dijo, con voz serena: —Vamos. No lo pensé. Caminé. El corazón me latía tan fuerte que apenas escuchaba el eco de mis propios pasos. No quise mirar atrás, pero algo dentro de mí lo hizo igual. Dante seguía ahí, observando. No había reproche. Solo esa certeza muda de que, a partir de ese momento, nada volvería a ser igual. Cuando cruzamos la puerta del instituto, el aire frío de la tarde me golpeó la cara. Respiré hondo. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que el mundo giraba sin que yo tuviera que pedir permiso para existir en él. Pero aun así… al cerrar los ojos, seguía sintiendo su mirada.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD