Días después del caos, Nueva Orleans sigue viva —como siempre—, latiendo con ese pulso frenético que no se detiene ni con la muerte. Las calles huelen al carnaval, a cerveza y a incienso. Nadie habla abiertamente del asesinato del alcalde, pero todos lo saben. Lo susurran entre risas, como si fuera una historia más de esta ciudad que nunca duerme.
Yo, por mi parte, estoy tranquila.
Demasiado tranquila.
El Mardi Gras sigue su curso, como había previsto. Las carrozas desfilan por la avenida St. Charles, las máscaras ocultan rostros hipócritas y el jazz suena como si el mundo no se hubiese teñido de sangre hace unas noches. Nadie me miraba con sospecha, nadie relacionaba mi nombre con la bala que había atravesado el cráneo de Máximo Donovan frente a todos los medios.
Mi plan había funcionado a la perfección. Y mis hombres… mis hombres habían cumplido como los dioses.
Ahora, sentada en el sofá de mi oficina, veo las noticias en la pantalla del televisor empotrado en la pared, donde hay un programa sobre lo ocurrido esa tarde. Las imágenes del hotel The Ritz se repetían una y otra vez. Cámaras, periodistas, cintas amarillas, flashes, el fiscal dando declaraciones vacías. Nadie sabía nada. Nadie había visto nada. Y nadie, absolutamente nadie, se atrevía a mencionar mi nombre.
La prensa, claro, se alimentaba del morbo. “El alcalde Donovan asesinado en un acto público.” “Posibles motivaciones políticas.” “Se sospecha de un francotirador profesional.”
Sonrío. Claro que era un profesional. Es de los míos.
El sonido de pasos detrás de mí me saca del trance. El irlandés entra sin tocar, como suele hacer. Lleva una camisa negra arremangada, y el cabello despeinado le da un aire de hombre que no teme ensuciarse las manos. Cierra la puerta con suavidad y me observa por unos segundos antes de hablar.
—¿Estás bien? — pregunta cuando nota que estoy viendo el programa sobre Donovan.
Su voz tiene un tono bajo, casi cuidadoso.
Apago el televisor y me reclino en el sofá. La luz de la tarde se cuela por las persianas, dibujando líneas doradas sobre el suelo oscuro del despacho.
—Siento que me he quitado un peso de encima — respondo al fin. — Las cosas iban a salirse de control, y lo sabes. —Killian asiente, cruzándose de brazos. Lo observo desde mi lugar. Es sereno, pero sus ojos me leen con precisión y es algo que me desconcierta. Él sabe cuándo miento, cuándo dudo o cuándo estoy a punto de romper. —Era necesario —añado. — Máximo pensó que podía usarme, que podía traicionarme y seguir respirando. No aprendió que, en mi mundo, las segundas oportunidades no existen.
El silencio entre nosotros es cómodo. Solo se escucha el zumbido del aire acondicionado y el eco lejano del saxofón que alguien toca en el club. Me levanto, camino hasta la ventana. Desde aquí puedo ver parte del barrio francés, los balcones repletos de banderas y las calles inundadas de confeti. La ciudad celebra, como si la muerte del alcalde no fuera más que una anécdota.
—Muchos me subestiman, ¿sabes? — digo sin girarme. — Me miran y creen que soy una muñeca vestida de poder, una mujer jugando en el tablero de los hombres. Me creen estúpida por haber tomado el control de algo que, por generaciones, fue gobernado solo por ellos. —Me giro hacia él. —Quieren que falle. Quieren verme caer.
Sus ojos me buscan, atentos.
—Pero no voy a darles el gusto a ninguno de ellos — continúo con calma. — No después de todo lo que he hecho para llegar aquí.
Hay algo de orgullo en mi voz, y también algo de cansancio. El poder pesa, aunque uno no lo diga en voz alta. El irlandés se acerca lentamente y se apoya en el escritorio, justo donde hace unas horas reposaban los informes sobre nuestras rutas y negocios.
—¿Puedo hacerte una pregunta? — dice con ese tono que usa cuando teme la respuesta.
Asiento con la cabeza.
—¿Alguna vez pensaste en la posibilidad de tener un hijo con el antiguo Yizmal? Alguien que en un futuro pudiera tomar el puesto.
Lo miro unos segundos. La pregunta me golpea con la fuerza de un recuerdo.
Ciaran.
Su nombre aún tiene filo. Cierro los ojos por un instante y veo su sonrisa, su voz grave, enseñándome los códigos, los movimientos, el arte de mandar sin necesidad de gritar. Me enseñó a moverme entre monstruos sin convertirme en uno… o al menos, eso intentó.
Abro los ojos y lo miro.
—Sí — respondo al fin. — Lo pensé. —Camino hacia el escritorio y tomo una copa vacía, solo para tener algo entre las manos. —Pero Ciaran quería que esperáramos — suspiro—. Decía que yo era muy joven, que aún tenía que aprender, que quería enseñarme el mundo antes de atarme a algo tan grande como un hijo.
El irlandés asiente lentamente. Tiene ese gesto pensativo que me gusta: el de quien analiza sin juzgar. Se sienta en el sillón frente al mío, y por un instante el ambiente parece calmarse, como si la ciudad entera contuviera el aliento.
—Una parte de mí está bien por no haberlo tenido —confieso. — Esta vida… no es para criar a nadie. No hay espacio para la inocencia entre las paredes de mi mundo. —Camino hasta la ventana otra vez. El reflejo de las luces de neón tiñe el cristal de rojo. —Pero otra parte —continúo, bajando la voz —sabe que lo habríamos protegido con uñas y dientes. Ciaran y yo no habríamos permitido que nadie se acercara a él.
Mis palabras se quedan suspendidas en el aire. Por un momento, siento una punzada en el pecho que no tiene que ver con la culpa ni con la tristeza, sino con algo más primitivo: la sensación de pérdida por algo que nunca existió.
El irlandés se levanta y se acerca, colocándose a mi lado. Su voz es un susurro.
—No lo dudo — dice. —Habrías sido una gran madre.
Asiento con un leve movimiento, sin mirarlo.
—Tal vez — murmuro.
Pero en silencio, pienso que no lo sé. No estoy segura de poder amar sin controlar, de proteger sin poseer, de criar sin convertirlo en una extensión de mis heridas.
Miro el reflejo de la ciudad y, por un segundo, me veo a mí misma con el rostro de una mujer que ya no pertenece a ningún lugar. Ni al poder ni a la ternura.
—Máximo está muerto, Aurelia —dice irlandés, rompiendo mis pensamientos. —El tablero se ha movido.
Sonrío.
—Lo sé. Y ahora todos los demás están tomando nota. —Me doy la vuelta y regreso a mi escritorio. Tomo una copa, la lleno de bourbon y la levanto hacia él. —Por el orden restablecido.
Él sonríe y asiente, chocando su vaso con el mío. Bebo un sorbo y dejo que el alcohol me queme la garganta.
— No lo olvides, irlandés — digo mientras dejo el vaso sobre el escritorio. — En esta ciudad nadie respeta a una mujer hasta que la temen.
Él se ríe bajo, esa risa que me gusta porque suena con incredulidad y admiración mezcladas.
— Y tú te has asegurado de eso.
Asiento, volviendo la mirada al televisor apagado.
El rostro de Máximo Donovan sigue grabado en mi mente. Sus ojos abiertos, incrédulos, el instante exacto en que comprendió quién lo había condenado. Y pienso, con una calma casi cruel, que a veces la justicia no necesita jueces ni juicios. Solo una mente fría, una bala certera y una mujer decidida a no volver a ser una víctima nunca más.