En el silencio del amanecer, Roberto no pudo evitar recordar los viejos días, cuando todo era otra historia. Cuando la ambición y la lealtad se mezclaban sin la corrosión del rencor acéfalo.
¿Dónde había quedado aquel hombre que soñaba con construir, no destruir? ¿Se había perdido en alguna de esas noches sin dormir, en el filo cortante de las traiciones? Cada paso que Damián daba hacia su destino parecía aplastar el poco de humanidad que le quedaba.
El teléfono volvió a vibrar en sus manos. Esta vez, el mensaje era diferente: "Reunión urgente del equipo. Hora: 9 am. Prepárense para lo peor." Roberto respiró hondo. El reloj iba en contra; el enemigo no dormiría, y ellos tampoco.
Minutos después, en una sala cercana, el equipo se disponía a enfrentar el día que decidiera todo. Clara, con la mirada implacable de quien jamás perdona, repasaba los puntos débiles detectados en la junta directiva de Vértice Global. Lisandro, el financiero, detallaba escenarios de riesgo y posibles movimientos legales que podrían desestabilizar a Salazar.
—Escuchen —dijo Damián al entrar, con voz grave, inflamado por una mezcla de rabia y convicción—. Hoy no solo vamos a golpear a Salazar en su trinchera, vamos a lanzarle la puta bomba atómica. Pero para eso, necesitamos estar más unidos, más fuertes que nunca.
Sus palabras eran fuego, y aunque algunos tenían miedo, la llamarada crecía entre ellos, el viento de la venganza no amainaba.
—Este es nuestro puto infierno, y no pienso salir de aquí hasta que demostremos quién manda —rugió Damián, con la furia de un hombre que no encuentra otra salida.
Roberto le lanzó una mirada, un instante de advertencia mezclada con lealtad inquebrantable. Sabía que ese día podrían perderlo todo, incluso a él mismo.
La mañana avanzó y con ella llegaron noticias que nadie quería. Salazar movía sus piezas con la astucia de un cazador que sabe que el pato está herido. Los aliados de Damián recibieron presiones, hubo filtraciones, y rumores de traición sembraron la semilla de la paranoia.
Las reuniones se convirtieron en un tablero de ajedrez oscuro, donde cada movimiento estaba manchado por la duda y el temor. Damián apenas descansaba, hablando con abogados, accionistas y espías. Pero la sombra de Roberto seguía a su lado, el único que se atrevía a recordarle lo que podía perder.
—No estás solo, cabrón —le dijo Roberto una noche, cuando Damián estuvo a punto de caer en la desesperación—, pero si te hundes, nos jodes a todos.
Damián asintió con tristeza, consciente de cuánta verdad había en esas palabras.
Así pasaron semanas de ataques, contraataques, alianzas rotas y nuevos pactos sellados con la misma suciedad del mundo de la alta empresa.
La obsesión de Damián aérea, inquebrantable, lo empujaba a límites que nadie habría soportado; su cuerpo se hizo una máquina de furia, su mente un campo de batalla donde se enfrentaban fantasmas y figuras del pasado.
Pero entonces, en la oscuridad, Roberto vio los primeros signos claros de la fractura interna; aquel hombre invencible empezó a mostrar grietas. Una noche, lo encontró dormido en el suelo de la oficina, con papeles desperdigados a su alrededor, la corbata desatada y el rostro cubierto de sudor y lágrimas no lloradas.
—Esto te va a matar, cabrón —lo despertó suavemente, sin intención de juzgar, solo de salvarlo—. ¿Cuánto vas a aguantar en la mierda sin hundirte?
Damián solo lo miró, agotado pero determinado.
—No puedo parar, Roberto. Si paro, me pierdo para siempre.
El amigo suspiró y le apretó el hombro.
—Entonces pelea, pero no te olvides de quién sos. Porque si te olvidas, no serás mejor que Salazar, y perdemos todos.
Esa noche, la advertencia quedó grabada en el silencio entre dos hombres cuyas almas ya no sabían si eran la salvación o la condena misma.
En las semanas siguientes, el ambiente se volvió irrespirable. La guerra que Damián había desatado contra Salazar no solo se libraba en las salas de juntas o en los correos electrónicos; también estallaba en las miradas cargadas de sospecha, en los silencios que cortaban como navajas y en las traiciones que surgían desde adentro. Cada aliado ocultaba sus propios fantasmas, cada movimiento era un riesgo que podía costarles caro.
Roberto se convirtió en el pilar inesperado que mantenía a Damián en pie cuando la obsesión parecía arrastrarlo hacia la destrucción total.
Lo encontró en varias ocasiones perdido en el despacho, rodeado de papeles y botellas vacías, con los ojos vidriosos y la mente encenagada por un torbellino de recuerdos y rabia.
Sin embargo, cada vez que Damián estaba a punto de ceder, Roberto aparecía con aquella advertencia firme, recordándole que la línea que separaba la venganza de la autodestrucción era más fina de lo que pensaba.
—Mira, cabrón —le dijo una noche, mientras limpiaban el silencio con un whisky amargo—, no eres el único que tiene cuentas pendientes con Salazar. Pero si seguís prendiéndote fuego solo, vas a quemar todo a tu alrededor. ¿Quieres ser un héroe o un cadáver con un nombre sucio?
Damián negó con la cabeza, sus ojos reflejaban el cansancio de una batalla que parecía no tener fin.
—No puedo echarme atrás, Roberto. No esta vez. No después de estar tan cerca.
Pero en el fondo sabía que Roberto tenía razón. Lo que empezó como furia se estaba convirtiendo en una obsesión que amenazaba con devorarlo por completo.
Mientras tanto, Clara seguía desentrañando las grietas internas de Vértice Global, encontrando aliados traidores en lugares inesperados y manipulando piezas en el tablero con la precisión de una cirujana. Lisandro, implacable en los números, descubría que los recursos se reducían como arena en un reloj, y que iban a necesitar más que audacia para mantener la presión.
La ciudad respiraba ajena a la tormenta que se gestaba en sus entrañas, mientras Damián y su equipo continuaban la pugna con el precio de su alma pendiendo del hilo. Pero en cada victoria amarga, en cada derrota silenciosa, la advertencia de Roberto resonaba en sus pensamientos: no perderse en la pelea, no dejar que la sombra del enemigo los fagocitara del todo.