La noche se había tragado a Vértice, pero no a sus demonios. El aire estaba cargado de pólvora y tensión, un perfume rancio que podía olerse en cada esquina maldita de la ciudad. En el edificio que hacía las veces de cuartel general de Sofía, un zumbido eléctrico recorría la sala principal. No eran solo las luces parpadeantes ni el sonido seco de los fusiles descansando en las paredes: era la presencia de todos los que se habían teñido en sangre y promesas rotas, convocados para decidir el destino de la manada. Sofía, con la mirada afilada como una navaja recién sacada de la hoja, entró al lugar sin permiso ni excusas. Sus botas dejaron una estela de tierra y rabia mientras tomaba lugar en frente de la mesa larga, donde ya estaban sentados sus más fieles guerreros y compinches. Cada u

