Capítulo 3: Propuesta de guerra

1182 Words
El aire de la sala de juntas estaba envenenado de tensión. Damián Castillo apoyó las manos firmes sobre la mesa, sintiendo el pulso de su propio odio latiendo en las venas como un tambor furioso. A su alrededor, su gente: leales, sí, pero también cansados de las medias tintas y la espera. Por un momento, solo escuchó su respiración y el zumbido eléctrico del monitor al fondo. El reloj marcaba las ocho en punto. Nadie se atrevía a hablar primero. —Basta de mierdas —arrancó Damián, la voz ronca, con un filo que podría cortar acero—. Llevamos años esperando el puto momento. Hoy no solo vamos a joder a Salazar… hoy vamos a arrancarle el alma a ese hijo de puta y a cualquiera que se interponga. Roberto, a su derecha, lo miró de reojo. Sabía que si dedicaba unas palabras de calma, Damián iba a mandarlo al carajo, así que guardó silencio. —¿Esto es otra de tus amenazas o ya tienes algo concreto? —preguntó Clara desde el extremo de la mesa, con la mirada gélida, desafiante, mostrando que no iba a comerse un discurso vacío. Damián sonrió de lado, como un animal a punto de saltar. —No, Clara. Esta vez sí traigo fuego real. Vamos a adquirir Vértice Global. Vamos a tomarla por los huevos y no la vamos a soltar hasta que Salazar y su maldito séquito estén en la puta calle, pidiendo limosna. Se hizo un silencio de muerte, como de tormenta segundos antes de estallar. Un par de sillas crujieron. Una taza temblorosa cayó al suelo. —¿Estás loco? —susurró Lisandro, el estratega financiero—. Vértice Global es el puto corazón de Salazar. ¿Sabes cuántos cabrones van a salir corriendo a defenderlo cuando huela que vamos tras su corona? Damián golpeó la mesa, haciendo saltar los papeles. —¡Me cago en siembra y cosecha! —escupió con rabia—. Ya me metieron en la mierda una vez. Ya me revolcaron en sus mentiras. Hoy la cagada va a ser para ellos. No vine aquí a lamernos las heridas, vine a ponerles una bomba debajo del trono. Roberto intervino, esta vez con una gravedad que heló el aire. —Esto no es solo dinero, Damián. Si compramos Vértice Global, la guerra va a ser total. Van a sacudir el árbol hasta que les caigan todos los sapos. Vamos a tener que pelear con los dientes, con las uñas… —hizo una pausa, mirando alrededor—. Y sin compasión. Clara clavó los dedos en la mesa, dejando escapar una sonrisa torcida. Su voz sonó a plomo: —¿Tienes el respaldo suficiente? Porque puedes gritarle a los fantasmas todo lo que quieras, pero o logras la liquidez o terminas en el puto fondo del río… con todos nosotros atados a tu cuello. La mirada de Damián brilló con furia pura. —Ya no somos los mismos cabrones de hace tres años, Clara. Mis contactos tienen hambre, mis aliados quieren sangre; nadie va a retroceder. Si tengo que vaciar mis cuentas y endeudarme hasta convertirme en un espectro, lo hago —levantó la voz, retador—. Pero esta vez nadie, ni Salazar, ni sus perros, ni los fantasmas del pasado, van a volver a romperme. Las puertas se cerraron detrás de su decisión como una sentencia. Nadie habló por largos segundos, pero todos entendían: estaban cruzando el umbral. —Bueno, pues —murmuró Roberto—. Bienvenidos al puto infierno. Damián miró a su gente… sus soldados. Algunos temblaban, otros sonreían. Todos encendidos por la chispa de la venganza. —Prepárense. Hoy empieza la guerra. Que nadie espere dormir tranquilo. El que no esté listo para quemarse, que se largue ahora o cierre el pico para siempre. Nadie se movió. La tormenta estaba desatada. Roberto se pasó la mano por el rostro, como si intentara borrar la tensión a la fuerza. Lisandro, el financiero, miraba los papeles como si pudieran revelarle una salida milagrosa a la locura en la que estaban a punto de embarcarse. Damián, por su parte, observaba a cada uno de ellos, midiendo lealtades en la oscuridad de sus miradas. Sabía que ese era el instante en que se forjan las leyendas… o las ruinas. —Lisandro, quiero el puto reporte de las acciones de Vértice para las nueve —ordenó, sin espacio para el titubeo—. Y si tienes miedo de que nos quedemos sin fondos, ponte creativo. Quiero opciones, aunque sea venderle el alma al diablo. Lisandro asintió con un gesto que mezclaba la resignación y la adrenalina del miedo. —Clara —continuó Damián, girando hacia ella—. Quiero saber todo lo que puedas de la junta directiva. Corres peligro, lo sabes, pero eres la única perra lo suficientemente astuta como para encontrar las grietas —y le dedicó una media sonrisa retorcida. Clara solo asintió, tragándose una réplica envenenada. El juego sucio siempre había sido su especialidad y lo sabían. Roberto soltó un bufido, irónico. —¿Y nosotros qué? ¿Nos estampamos de frente o qué carajo? —Ustedes se mueven en las sombras —respondió Damián, apuntando con el dedo—. Contacten a quienes nos deben favores. Presionen. Amenacen si hace falta. Nadie quiere verse del lado equivocado de esta guerra. El aire se volvió más denso mientras cada uno procesaba la magnitud del encargo. Para muchos era la primera vez que sentían que la pelea con Salazar ya no era una simple venganza personal, sino una verdadera guerra corporativa, donde perder significaba arriesgarlo incluso todo. Damián apretó los dientes y sintió la rabia arder como una antorcha en el estómago. Vislumbró, por un instante, la imagen burlona de Salazar y casi pudo oler el perfume barato de traición que impregnaba cada recuerdo. No, pensó, no me detendré aunque tenga que pasar por encima de todos los cabrones de este maldito sector. La puerta se abrió bruscamente: uno de los asistentes de Damián, pálido y desencajado, apareció en el umbral. —Señor… hay movimiento en las cuentas de Vértice. Parece que alguien más quiere entrar al juego —balbuceó. La noticia cayó como un rayo en la sala. —Mierda —masculló Clara, instintivamente sacando el móvil—. Sabía que esos bastardos no estaban dormidos. —¡No importa! —rugió Damián, con el pecho inflado de furia—. Si quieren jugar con fuego, van a quemarse. Nadie dijo que sería fácil, pero ya no podemos frenar. El equipo se puso en acción, como un enjambre enloquecido. Las computadoras comenzaron a chisporrotear, las llamadas volaban, las amenazas cruzadas se convirtieron en el idioma común. La noche parecía querer tragárselos a todos, pero era la chispa de la batalla la que iluminaba el lugar. En ese salón cargado de humo y sudor, Damián sintió que el infierno personal que le había dejado Salazar, finalmente, se abría al mundo. Su mirada se endureció aún más. Esta vez, pensó, la tormenta la iba a llevar él. Y que Dios se apiadara del que intentara detenerlo.
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