Pasaron algunos días desde el entierro. La finca, aunque hermosa, se había vuelto un sitio doloroso para Perla. Cada rincón le recordaba a su abuela: su risa, su voz suave pidiendo té, sus historias por la tarde en la terraza. Gabriel lo notó. No dijo nada de inmediato, pero estaba decidido a hacer algo. Una mañana, mientras Perla miraba por la ventana con una taza de café entre las manos, él se acercó por detrás y la abrazó por la cintura. —Empaca algo bonito… y cómodo —murmuró al oído. —¿Para qué? —preguntó ella, girando la cabeza con curiosidad. —Nos vamos. Te debo una luna de miel de verdad… y París nos está esperando. El jet privado los dejó en el aeropuerto Charles de Gaulle una madrugada templada. Perla miró las luces de la ciudad desde la ventana del auto con ojos melancólicos

