El diario del millonario.
La dueña del brasier...
Oliver.
Esto me sucedió en mi primer diplomado. Había decidido que era un buen momento para retomar los estudios, ya que por la llegada de Violet, se habían interrumpido.
A mis 35 años la idea me causó total indiferencia. Mi vida no se modifica en lo más mínimo. O al menos así lo creí en primera instancia.
Solo quería tener más dinero para darle una buena vida a mi pequeña.
La primera consecuencia que me tocó de cerca fue que la casa comenzó a llenarse a toda hora con estudiantes que compartían conmigo las clases. Lo peor siempre fue que los profesores pedían trabajos en equipo. Al principio las caras variaba, pero de a poco se fue produciendo una selección en los compañeros de estudios hasta que solo quedaron un par de compañeras que evidentemente podían seguir mi ritmo de vida.
Una de ellas se llamaba Katherine, tenía 25 años de edad. Era mucho más joven que yo evidentemente. Kathe tenía una particularidad que noté de entrada: estaba buenísima. Medía como 1,68 o tal vez un poco más, su cabello rizado y largo de color amarillo, peinado con una cola por detrás con flequillo a la altura de sus cejas. De esa forma quedaban al descubierto unos ojos verdes muy redondos y grandes, siempre bien maquillados. Era esbelta, de largas piernas rematadas con el culo más redondo y duro que yo recuerde. Sus senos, sin ser grandes se adivinaban redondos y firmes debajo de las ajustadas prendas que usaba. Bueno, en cuanto percibí a esa tremenda mujer y mi vida empezó a ser un calvario.
El hecho de saberla inalcanzable me ponía muy mal. No pasaba día en que no la cruzara por los pasillos de la casa o la universidad y en que no me hiciera las más descomunales pajas en su honor. Por mi parte, a esa altura, yo empezaba a insinuarme como un hombre con muchísimas posibilidades de aspirar a la mujer que quisiera. Medía 1,83 y mi cuerpo era musculoso debido a los duros entrenamientos que el equipo de rugby exigía. La verdad es que no tenía problemas con las chicas de mi edad, pero eso no era consuelo: Katherine prometía cosas que, sabía, ninguna de mis ocasionales conquistas de una noche, me podría dar.
Con el correr de los meses, empecé a tratar más a Kathe. Muchas veces ella se quedaba en mi casa estudiando hasta altas horas de la noche y muchas de esas noches directamente dormía en el cuarto de huéspedes. Cuando eso sucedía me saltaba la fantasía de penetrar en su cuarto y tomarla por la fuerza. Pero claro, jamás lo hice.
De a poco fui enterándome de cosas. Ella era separada. Había tenido un mal matrimonio con un tipo que resultó ser un delincuente y que terminó sus días en prisión. Desde entonces vivía sola y no tenía novio aunque, sin dudas, no era nada parecido a la virgen María.
Aun así seguía siendo inalcanzable.
Durante el verano, teníamos la costumbre de estudiar en el parque, junto a la piscina. Eran para mí los peores momentos. A cada rato cruzaba por la casa enfundada en un minúsculo bikini y usando sandalias de altísimos tacones que resaltan más sus torneadas piernas y realzan la redondez de su culo.
A esa altura ya teníamos mucha confianza. Por eso siempre bromeamos y tenía la sensación de que me veía como un amigo.
—Qué guapo eres. ¿Cuántas chicas están muertas por ti, empresario codiciado? —decía, con una sonrisa.
A mí me volvía loco.
Créanme que era una verdadera tortura. Una vez mi nana la invitó a cenar con una pareja ocasional que ella tenía como su novio. Fue espantoso. Era un individuo semi calvo, mayor que ella, casi esquelético, con gafas y mal vestido. Creo que era filósofo o algo por el estilo. En fin, de cualquier forma me pareció un individuo patético que no compenetraba con la espectacular potra que era Katherine. Ella debió darse cuenta en algún momento y lo mandó pronto al olvido.
En otra ocasión me invitó a ir al cine. Yo no lo podía creer. Era una película prohibida y yo para ese entonces era muy papá. Ella me sacó el chip mental de que mi misión era solo ser un padre.
Pero yo la arruine.
Cuando terminó la película, la acompañé a su departamento y ella me invitó a subir. Dudo mucho que lo hiciera por sexo, pero al menos era una buena oportunidad para que yo lo intentara. De todas formas me dio tanto miedo que argumenté que era muy tarde y rechacé la oferta.
La cosa siguió así.
Ella me calentaba y yo me masturbaba. Hasta que llegó el final. Yo terminé mi diplomado y ella lo hizo unos meses después. Ya no había causa para tenerla cerca y dejé de verla.
Ese año ingresé como asesor del ejército de Alemania. Eso significaba que tendría menos tiempo para pensar en Katherine, pero cada tanto, cuando la soledad me invadía, recurría sistemáticamente a su recuerdo.
Un día me enteré por mi nana que se había vuelto a casar. Me insulté por ser tan idiota. Si antes había sido difícil, ahora sería poco menos que imposible. Un par de años más tarde supe que había tenido una hija. Me enteré porque la encontré en la calle empujando un cochecito de bebé.
Yo caminaba junto a mi pequeña hija de dos años cuando la vi.
—Debemos imprimir este recuerdo para siempre —dijo con emoción al verme.
La verdad es que dudo que lo dijera con alguna intención oculta. También dudo que supiera que al decirlo me clavaba un puñal en el corazón. Lo cierto es que yo la vi más hermosa que nunca y mi calentura se disparó al infinito.
Tres meses más tarde me enteré de que se había divorciado y mi esperanza renació. Pero para entonces la vida había cambiado. Yo era hombre casado con Violet. Además, ayudaba a los chicos de las Fuerzas Especiales y tenía el tiempo corto por no ver a mi pequeña que me pedía atención.
Ya no era tampoco un niño calentón. También en la cama había tenido mis batallas y Katherine se había transformado en un deseo incumplido y asumido. Pero unas semanas más tarde, la vida me encontró en la casa de mi nana por un trámite de varios días que debía realizar en mi ciudad natal.
Curioseando en la biblioteca, encontré sin querer la agenda de mi vieja y automáticamente no pude evitar verificar si la dirección de Katherine estaba allí. Y estaba. Claro que estaba. Mi cerebro automáticamente hizo un plan. Al otro día la llamé. Mi nana y ella se hicieron muy amigas después de conocerse.
Tuve la suerte de que Kathe atendiera, porque después me enteré de que vivía con su hija y yo no quería motivar las preguntas que cualquier hija sin padre haría a su madre acerca del desconocido que la había invitado a cenar.
Por supuesto que ella aceptó verme.
¡Hacía tanto tiempo!
Pero por otra parte, no era descabellado pensar que, si la invitaba a salir ella imaginaría mis intenciones de follármela. Quedé en pasarla a buscar por su casa esa misma noche. Y solo le puse una condición:
Déjame verte como antes.
En rigor de verdad le mentí un poco. Le dije que esa noche tenía una cena a la que se suponía debía ir acompañado, pero dado que no tenía esposa, había pensado que quizás ella quisiera ser mi pareja. De paso podríamos charlar de tiempos pasados.
La recogí a las esa noche y mi sorpresa al verla fue mayúscula. Estaba mejor que nunca. Su cuerpo no había cambiado nada. Estaba bien cuidado. Mucha gimnasia y pocos excesos. Lucía un vestido n***o ajustadísimo de falda a la rodilla, medias negras que acentuaban sus siempre excelentes piernas y zapatos negros de taco altísimo. Había cortado su cabello a la altura de los hombros y su maquillaje resaltaba, como siempre, sus ojos redondos.
Tuve que esforzarme en el auto para vencer la tentación de acariciarle las piernas cuando ella las cruzó mientras recorríamos el camino al restaurant que había elegido. Era un lugar muy bien puesto en las afueras de la ciudad. A esa hora solo estaba lleno de parejas mayores y grupos de hombres o mujeres celebrando su encuentro social semanal.
—¿No era una fiesta? —pregunto, cuando notó que no había ninguna a la vista.
Sonreí.
—Lo es —contesté—. Es solo que nosotros somos los únicos invitados.
Ella me devolvió la sonrisa y simplemente se sentó cuando aparté caballerosamente la silla para que lo hiciera. Fue una cena Increíble. Hablamos de todo un poco y regamos nuestra charla con abundante vino, detalle que intencionalmente cuidé que no fallara. Nos contamos nuestras vidas y verdaderamente la disfrutamos. Pero todo acaba. Ya los postres habían pasado y era hora de partir. Y en toda la velada yo no había dado ni un solo atisbo de mis verdaderas intenciones. Una vez sentados dentro del automóvil, y antes de arrancar el motor, me dije:
Ahora o nunca.
Me recosté en el asiento abandonando la llave de ignición mientras sentía su mirada puesta en mí y en total silencio.
—¿Sabes una cosa? Siempre quise invitarte a bailar —rompí el silencio.
Aunque no lo parezca, esa invitación era un avance hacia terrenos más íntimos. En la penumbra de una discoteca, con música de fondo y entre tragos, tenía yo la habilidad de follarme hasta a un muerto. Segundos largos como siglos demoraron su respuesta. Pero al fin contestó, luego de consultar su reloj.
—Me encantaría —respondió con una sonrisa.
Fuimos a un lugar muy agradable, con terrazas al aire libre que permitían gozar del excelente clima reinante. La música era fuerte y de ritmo rápido, por lo que nos sentamos y seguimos nuestra charla mientras bebíamos unas copas.
Cuando la música cambió a cumbia la invité a bailar. Primero separados, pude apreciar a la distancia el cuerpazo que iba a ser mío en cuestión de un par de horas más. Mi erección fue instantánea de solo pensarlo. Así que la tomé de la cintura y apoyé mi instrumento contra su cuerpo para que ella lo notara. La reacción fue silenciosa, pero instantánea. Sus manos se colgaron de mi cuello y mis manos empezaron a dibujar círculos en su culito. No bailamos mucho. La situación empezaba a desencadenarse.
Sin decir palabra, la tomé de la mano y la llevé al auto de regreso. Arranqué y conduje directamente con rumbo al hotel más cercano. Y en el viaje ya pude empezar lo que siempre había deseado. Empecé a acariciar sus piernas y a colarme bajo sus faldas con destino a sus braguitas. Estaba muy mojada. Cómo pude llegamos al hotel, pedí la habitación y la conduje dentro tomada de la cintura y sin dejar de besarla. Al entrar, cerré la puerta a mis espaldas y me apoyé sobre ella. Con mis brazos la invité a hincarse para que me la chupara.
Verla así, a mis pies, chupando el m*****o como una puta sedienta me puso a mil. Yo la observaba, le acariciaba la cabeza mientras hablaba.
—Así es, cariño. Chúpamela bien. Vas a ser mi putita personal. Hasta te pagaré por tu trabajo —estaba tan excitado.
Ella también estaba cada vez más. Cuando sintió que yo explotaría, retiró sus labios. Se levantó y caminó por el cuarto para coger la primera botella de champagne que encontró. Sin decir palabra, me la alargó para que la descorchara, cosa que yo hice. Luego la tomó por el pico y bebió un largo trago mientras yo la desvestía a mi placer. Y mi placer consistió en sacarle todo, dejándola solo con su minúscula tanguita, zapatos y un collar de oro en su garganta. Había soñado tenerla así mucho tiempo. Ahora iba a gozarlo. Ella se percató de mi deseo y caminó lentamente por la habitación para que yo pudiera follarla con los ojos. Desnuda era maravillosa. Yo habría asumido sin dramas los defectos que suponía tendría a esta edad. Pero parecía de veinte. Senos parados, culo erguido, piernas duras y lisas.
Esta vez ella se apoyó de espaldas a la pared. Recogió una pierna y también la apoyó. Era una invitación a lengüetear su coño. Me arrodillé, y comencé a lamerlo con pasión. Sus jugos caían a mares e inundaban mi garganta. Mis manos apretaban sus nalgas y ella, entre orgasmo y orgasmo, apagaba su sed con champagne bebiendo directamente de la botella.
No sé cuántas veces habrá acabado. Pero fueron muchas y ese era mi objetivo. Quería que se sintiera más follada que nunca antes. Me incorporé y la puse en cuatro patas sobre la cama. Mi polla estaba deseosa por explotar. Ya de por sí mi instrumento es grande, pero confieso que hasta a mí me impresionó su tamaño en este momento. Me dolía por la tensión de la piel. La penetré de golpe y con furia. Ella lanzó un alarido de placer que me asustó un poco. Y con solo ese acto tuvo un orgasmo.
—¡Oliver! —gimió.
La bombeaba con fuerza a veces y me detenía otras para acariciar sus senos o besarla en el cuello y boca. Mis manos jugaban con su culito embadurnándolo con sus propios jugos para lubricarla. Sin quitar mi polla de su raja la penetré por el culo con dos de mis dedos.
—Eso. Fóllame, fóllame con dos pollas —decía fuera de sí.
Yo quité mi m*****o de su coño y de un golpe le partí en dos el culo. Ahora sí era la revancha. Por todas esas pajas. Por todos esos años. Ella gritaba de placer.
—Acábate, acábate en mi culo. Lléname con tu leche y déjame beber el resto —sus gemidos eran de desespero.
—No lo haré, cariño. A menos que me jures que serás para siempre esclava de mi polla. Y si te vuelves a casar, le pondrás los cuernos al infeliz y lo besarás aún con el gusto de mi leche en tu garganta —le respondí, penetrándola duro.
—Lo juro, Lo juro —gemía a todo pulmón—. Por favor, córrete en… —ella se vino y más atrás fui yo.
Sentí el chorro de leche inundando su recto. Suavemente, aún gozando, la retiré de su orificio y ella se abalanzó hacia la rígida estaca para beber todo el jugo remanente y dejármela inmaculada.
Yo la veía aún sin poder creerlo.
¡La compañera de clase! Allí, desesperada por beber mi leche y por dársela.
Tardamos un rato en recuperarnos. Pero de solo mirarla me excitaba y volvía a follarla. No sé cuántas veces lo hicimos hasta que el sueño y el cansancio nos venció. La calentura fue tal que aún antes de salir, ya duchados y vestidos, volví a follarla levantando su falda y apartando el hilito de su tanguita con mis dedos.
Después de aquella noche, no perdimos jamás el contacto. Ella se ha casado nuevamente con un viejo.
¡Pobre!
Es buen tipo y hasta me da lástima ver cómo cree que su esposa es una señora cuando en realidad ha cumplido fielmente su juramento de ser mi esclava particular.
Muchas veces la he follado con su marido durmiendo en la habitación contigua y de esa primera vez, me llevé su brasier.
Un hermoso recuerdo.