Prólogo
Desde pequeña aprendí a ser invisible.
Mientras Sofía acaparaba la atención de todos —con su sonrisa perfecta, sus notas medianas y sus novios de portada de revista—, yo me perdía entre libros de ciencia y fórmulas químicas que nadie quería entender. Mamá siempre lo dejaba claro: “Sofía es todo lo que una madre puede desear. Y tú, Anastasia... tú eres rara”.
Y yo le creí. Me convencí de que ser inteligente era un defecto. Que no merecía cariño, ni comprensión, ni amor. Solo tenía que esforzarme más. Ser mejor. Lograr algo que nadie pudiera ignorar.
Por eso me convertí en bioquímica. Por eso entré a trabajar en el laboratorio del prestigioso doctor Maximiliano Beltrán. El hombre más brillante —y también más cruel— que había conocido.
Al principio me evitaba. O me miraba como si fuera una molestia más. Luego empezó a sonreírme. A quedarse en el laboratorio cuando todos se iban. A preguntarme sobre mis investigaciones, sobre mi tesis, sobre mí. Y yo... tan tonta, tan hambrienta de afecto, me ilusioné.
Hace apenas unas semanas empezó a ser diferente conmigo. Me defendió delante de otros colegas. Me dejó quedarme hasta tarde con él, trabajando codo a codo. Incluso llegó a hacerme café. Yo sabía que tenía fama de mujeriego, que las becarias anteriores no duraban... pero quería creer que conmigo era distinto.
Y anoche, cuando me besó en la sala de cultivos y me llevó a su apartamento, pensé que por fin alguien me veía. Que por fin no era la sombra de mi hermana, ni la decepción de mamá, ni la freak del laboratorio.
Me equivoqué.
Hoy, entré decidida a hablar con él. Con el corazón aún temblando por la forma en la que me sostuvo, por cómo me susurró mi nombre en la oscuridad. Pensé que me recibiría con una sonrisa, quizá con un gesto torpe, pero sincero.
Lo que recibí fue hielo.
—Llegas tarde, doctora Vargas —soltó sin mirarme—. Y por si lo olvidaste, follar conmigo no te da privilegios en el trabajo.
Me congelé en la entrada. Sentí la sangre retirarse de mi rostro.
—¿Cómo puedes decir eso? —susurré.
Él me miró, y ya no quedaba rastro del hombre que me abrazó mientras dormía.
—Fácil. Porque es la verdad. No eres especial, Anastasia. Solo fuiste otra. Una noche más.
—Anoche... fuiste cariñoso —murmuré, buscando desesperadamente algo de la ternura que creí ver en sus ojos.
Maximiliano se rió con amargura.
—¿Eso creíste? No me hagas reír. Eres lista, ¿no? ¿No te enseñaron que los hombres dicen cualquier cosa en la cama?
Quise llorar, gritar, golpearlo. Pero no podía darle ese poder.
—Me ofrecieron una beca para terminar mi maestría —dice él —. Me iré en dos semanas. Así no tendré que ver esa cara de víctima todos los días. Anda, vete. A alguien le gustará que le cuentes que fue tu “primera vez”.
Sus palabras fueron cuchillos. No solo por lo que decía... sino porque lo decía sabiendo que dolía. Porque lo planeó para herirme. Para borrarme de su mundo sin siquiera pestañear.
Di un paso atrás. Respiré hondo. Vi mi reflejo en el cristal del laboratorio: una mujer herida, rota por dentro... pero aún de pie.
—No tienes idea de lo que perdiste, Maximiliano —dije, con la voz más firme que pude—. Y algún día, cuando ya no seas nada más que un nombre en un papel, me recordarás. Porque yo no seré otra más en tu lista. Yo voy a ser alguien.
Salí del laboratorio sin mirar atrás. Mientras caminaba, pensé en mamá, en sus críticas, en cómo me decía que "nadie querría a una mujer como yo". Pensé en Sofía, en su perfección, en la vida de portada que siempre tuvo. Pensé en mí. En todo lo que callé. En todo lo que he superado sola.
Esta vez también voy a levantarme.
Y cuando lo haga, nadie más podrá derribarme.