Capítulo 6 – Un paso hacia mí

1334 Words
(Perspectiva de Miguel) Victoria y yo casi nunca peleábamos. Era raro. Y cuando pasaba, no duraba más de un día. Si algo se tensaba entre nosotros, casi siempre era yo el que explotaba. Pero ella… ella siempre era la que volvía. Incluso cuando yo movía todo para que “casualmente” nos cruzáramos, al final, siempre era ella quien terminaba buscándome con cualquier excusa. Era ella quien daba el primer paso. Pero esta vez, no. Esta vez todo era distinto. La vi acercarse desde lejos. Con cada paso suyo, sentía que me acercaba más al borde, golpeándome el pecho como un recordatorio de todo lo que estaba en juego. El corazón me latía tan fuerte que parecía querer romperme las costillas. Las sienes me retumbaban, los puños sudaban enterrados en los bolsillos, y la garganta... hecha un puto nudo. Solo necesitaba una mirada. Un gesto. Cualquier cosa que me dijera que aún estábamos en la misma página. Yo estaba ahí. Esperando que, al verme, se acercara. Que hiciéramos lo de siempre: lanzarnos reproches, rompernos con palabras, arder en rabia… y, al final, rendirnos. Como si pelear solo fuera parte del camino de regreso. Pero entonces… la vi acercarse. Victoria… y sus dos malditas escoltas. Las gemelas, pegadas a ella como su guardia personal, una a cada lado. Pasaron frente a mí. Victoria, con la cabeza en alto, fingiendo que no existía. Sin mirarme. Ni una maldita vez. Ni un solo segundo para mí. Como si yo fuera cualquier pendejo más. Y las gemelas… ni una palabra. Pero sus miradas bastaron. Una advertencia muda. Como si me dijeran: “Ni lo intentes”. Y eso me hervía la sangre. Ese silencio suyo me dolió más que cualquier grito o reproche que hubiera podido lanzarme. Porque al menos peleando… aún había algo. Algo que dolía, sí, pero que todavía nos unía. Pero esto… esto era otra cosa. Un vacío frío y cruel. Como si me hubiera borrado sin explicación. Como si yo no importara una mierda. —¿En serio? —murmuré, apretando los dientes. Maldición… la sangre me hervía. Sentí cómo la rabia me subía por la garganta, enredada con ese miedo que no quería nombrar. Por un segundo, pensé que tal vez ya me había dejado atrás. Que ya había tomado una decisión. Que simplemente… no quería volver a verme. ¿Así de fácil? ¿De verdad pensaba borrarme así? Tal vez ya había decidido que no valía la pena. ¿Y si ya era tarde? ¿Y si ya la había perdido? ¡No, maldita sea! No iba a dejarla ir así. No esta vez. Porque esa mujer era mía. Aunque aún no lo supiera. Me incorporé de golpe y fui tras ellas. Las alcancé a mitad de la acera. —¡Victoria! —la llamé, firme, con una voz que hizo que varias cabezas se giraran. Pero ella ni se inmutó. Apreté el paso, apartando gente sin importar nada, hasta alcanzarla. La tomé del brazo, no con fuerza, pero sí con la decisión de no dejarla ir, y la obligué a mirarme. Necesitaba que lo hiciera. Ella giró, sorprendida, sus ojos negros clavándose en los míos. —Vic… ¿podemos hablar? —le dije en voz baja, mirándola de frente. Se detuvo. Pero no respondió de inmediato. Solo me miró con una mezcla de enojo… y algo más. Algo que no supe leer, pero que me rompió un poco más por dentro. Entonces Mina se adelantó, frunciendo el ceño. —¡Suéltala, Miguel!... Ni siquiera la terminé de escuchar. Yo solo podía mirar a Victoria, hundido en sus ojos, buscando aunque fuera una pizca de piedad. Por un segundo, aparté la vista hacia Mina. Le sostuve la mirada sin parpadear. —No te metas —le solté, frío—. Esto es entre ella y yo. Volví a Victoria. Tragué saliva. Apreté su brazo un poco más. —Por favor… —añadí, suplicando con la mirada. Odiaba tener que suplicar. Pero por ella… por ella haría cualquier cosa. Además, sabía que no podía perder la oportunidad de arreglar el desastre que yo mismo había causado. Mina chasqueó la lengua, molesta, pero Victoria le respondió con un gesto cansado. Suspiró… y luego la apartó, acercándose a mí. Dio un paso. Solo uno. Y con eso me bastaba. En cuanto lo hizo, una maldita chispa de triunfo me recorrió el pecho. Ahí lo supe. Me estaba eligiendo. A mí. Por encima del orgullo, del coraje, del dolor. Por encima de ellas. Una parte de mí —la más cabrona, la más orgullosa— se sintió satisfecha. Porque, por más que ella se negara a sentir, por más que intentaran alejarla de mí… al final, ahí estaba. Volviendo a mí. Como siempre. Las gemelas se fueron, frías y altivas, pero no sin antes regalarme una última mirada de esas que dicen: “Te odiamos”. Me importaba una mierda. Teniéndola ahí, a mi lado, bajé la mirada a su pequeña mano, suspendida a un costado como si estuviera esperándome. Y entonces me nació una necesidad visceral de juntar su mano con la mía. Dudé. Pensé que tal vez se molestaría, que tal vez se apartaría… pero no podía evitarlo. Extendí la mano con cautela, como si el más mínimo movimiento brusco pudiera romper el momento. En cuanto sus dedos se entrelazaron con los míos, una descarga me cruzó el pecho. No era la primera vez que la tocaba, pero esta vez... esta vez fue distinto. No había rabia, ni impulso, ni juego. Solo ella. Solo yo. No la apreté, no tiré de ella. Solo la tomé, con una suavidad que, incluso para mí, resultaba extraña. Sentí cómo su mano temblaba apenas, cómo dudaba… y, aun así, no me apartó. No me rechazó. Ahí supe que había algo, aunque fuera una grieta mínima. Algo por donde colarme. Le sonreí. No esa sonrisa mía de siempre, no esa maldita mueca arrogante y confiada que usó para esconder lo que siento. Fue apenas una curva pequeña, apenas perceptible. Pero era real. La más sincera que había dado. No por costumbre, ni por juego. Era otra cosa. Algo más íntimo. Algo que no me atrevía ni a nombrar todavía. —¿Tienes sed? —le pregunté, en voz baja. No era solo por cortesía. Quería que estuviera bien… como cuando era una mocosa que apenas me llegaba al pecho y me aseguraba de que no se cayera al correr. Solo que ahora… ya no era una niña. Pero ese impulso de cuidarla seguía ahí, solo que distinto. Ahora quería verla bien… porque deseaba que se sintiera segura, cómoda, tranquila, estando conmigo. Ella negó suavemente. Apenas un susurro escapó de sus labios. Asentí, y sin decir nada, le quité la mochila. Lo hice sin pensar. No era algo que soliera hacer. Ni con ella… ni con nadie. Pero también eso era nuevo para mi. Ese impulso de atenderla, de estar para ella… como si ya fuera mi mujer. Bajé la mirada, buscando las palabras justas. No quería presionarla. —¿Quieres… caminar conmigo? La voz me salió baja, casi rota. Pero lo dije. Tenía que intentarlo. Y cuando asintió, sin decir nada… sentí que podía volver a respirar. Seguíamos tomados de la mano. Y no la solté. Ni por un segundo. Y joder… caminar con ella así, sintiéndola mía, aunque fuera solo un poco, me hacía sentir el cabrón más afortunado del planeta. Su mano en la mía, su presencia tan cerca, tan viva, me daba la certeza de que quizá todavía había una oportunidad. Caminábamos sin rumbo, sin prisa, sin decir palabra. Pero no importaba. Porque a cada paso sentía que el mundo quedaba atrás… y ella seguía conmigo. A mi lado. Ahora más que nunca, sabía que no quería perderla. ¡No, mierda! No podía dejar que eso pasara. Tenía que dejar claro que la quería para mí. Tenía que decírselo. Pero… ¿y si no me quería cerca? ¿Y si me rechazaba de plano?
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