La servidumbre se retiró con un gesto discreto, dejándonos solos una vez más en la penumbra del salón. Las velas proyectaban reflejos ondulantes sobre los platos y copas vacías, creando un juego de luces que acentuaba la intimidad del momento. Mientras saboreaba el postre, cuya exquisitez no podía pasar desapercibida, percibí un cambio sutil en el ambiente. La tensión aún persistía, pero algo había mutado: una nueva cercanía comenzaba a emerger, desdibujando lentamente la barrera invisible que nos separaba.
Dejó el tenedor sobre el plato, su mirada fija en mí, intensa y pesada, como si pudiera atravesar mi piel. Se levantó con calma, dejando la silla atrás, y caminó hacia un rincón del salón, donde un pequeño reproductor descansaba sobre una mesita discreta. Con un gesto pausado y deliberado, presionó un botón. De inmediato, una melodía suave comenzó a fluir, envolviendo el ambiente. Era una pieza lenta, con un piano melancólico que parecía arrastrar cada nota, acompañado por violines cuyos susurros evocaban secretos perdidos en el tiempo.
—Baila conmigo, Aria —dijo, extendiendo su mano hacia mí.
Su voz era suave, casi vulnerable, pero cargada de un magnetismo que hacía imposible negarme. Dejé la servilleta a un lado y tomé su mano, dejando que me guiara al centro del salón.
Sus manos encontraron su lugar en mi cintura y mis dedos se entrelazaron detrás de su cuello, mientras comenzábamos a movernos lentamente al compás de la música. Sentí la calidez de su palma a través del vestido, y cada movimiento parecía sincronizarse no solo con la música, sino con los latidos acelerados de mi corazón. Era como si el tiempo hubiera decidido detenerse solo para nosotros.
—No suelo hacer esto —dije, intentando romper el silencio que se había vuelto abrumador.
—¿Bailar? —preguntó, con una sonrisa ladeada.
—No. Sentirme así. Vulnerable.
Sus ojos se suavizaron, y por un momento, la máscara que siempre llevaba parecía caer. La Rata, el hombre que dominaba cada situación, parecía casi humano en ese instante.
—Tengo que confesarte que yo tampoco suelo hacer esto. Pero tú me obligas a hacerlo —admitió, y su sinceridad me tomó por sorpresa.
Seguimos moviéndonos en silencio, hasta que la melodía llegó a una parte aún más lenta y melancólica. Nuestras miradas se encontraron, y el resto del mundo dejó de existir. Su mirada era intensa, pero no intimidante; parecía buscar algo en la mía, como si quisiera asegurarse de que yo también sentía lo mismo.
Y lo sentía. Sentía cómo cada barrera que había construido para protegerme de él comenzaba a desmoronarse, cómo su presencia, su cercanía, borraban cualquier rastro de lógica o precaución. Sus labios estaban a centímetros de los míos, y podía sentir su respiración contra mi piel.
—Aria… —susurró, como si estuviera pidiendo permiso.
No respondí con palabras; en cambio, me incliné hacia él, cerrando la distancia entre nosotros. Nuestros labios se encontraron, y el mundo pareció estallar en mil colores. Su boca era suave, pero firme, y el beso era una mezcla de caricias lentas y un fuego contenido que había estado creciendo desde el momento en que nuestras miradas se cruzaron por primera vez.
Mis manos se aferraron a su cuello con más fuerza, mientras sentía que el suelo desaparecía bajo mis pies. Su beso era una promesa y una declaración, un encuentro entre dos almas que se encontraban atrapadas en un juego del que ambos estaban empezando a perder el control.
Cuando nos separamos, apenas por un instante, su frente se apoyó contra la mía. Mis labios aún hormigueaban, y mi corazón latía tan rápido que temí que él pudiera escucharlo.
—No planeé esto —admití, con la voz temblorosa.
—Ni yo —respondió, y por primera vez, su tono parecía completamente honesto.
La música seguía sonando a nuestro alrededor, pero no importaba. Había algo en ese beso que lo había cambiado todo. Algo que me decía que, aunque este juego hubiera comenzado con reglas claras, ahora estábamos en un territorio completamente desconocido.
Y por primera vez en mucho tiempo, no tenía miedo.
La música cambió. Un acorde suave y melancólico inundó el salón, marcando un cambio en la atmósfera. Las notas eran como un susurro entre las sombras, envolviéndonos en algo íntimo, como si la misma noche conspirara a nuestro favor.
Él se levantó lentamente, ajustando el cuello de su chaqueta con un gesto casual, pero sus ojos se clavaron en los míos con una intensidad que me dejó sin aliento.
—Baila conmigo, Aria. —No era una pregunta, era una declaración. Una invitación a algo más profundo, más peligroso.
Quise decir algo ingenioso, algo que demostrara que aún tenía el control, pero las palabras se me quedaron atoradas en la garganta. En cambio, asentí, dejando que mi mano descansara en la suya. Su tacto era cálido, firme, y cuando nuestros dedos se entrelazaron, sentí un cosquilleo que me recorrió hasta la columna.
Me guio al centro del salón, donde el eco de nuestros pasos se desvaneció en la penumbra. Su mano se posó con delicadeza en mi cintura, mientras la otra mantenía la mía prisionera en un agarre que era a la vez gentil y posesivo.
—¿Siempre invitas a bailar a las mujeres después de cenar? —logré preguntar, intentando restar importancia al momento, aunque mi corazón latía con fuerza.
Él sonrió, esa sonrisa suya que parecía desarmarme cada vez más.
—Solo a las que me interesan.
La respuesta me descolocó. No esperaba esa franqueza, y menos con la suavidad con la que lo dijo. Mi cuerpo se movió al compás de la música, pero mi mente estaba en caos.
Los segundos se hicieron minutos, y las notas de la melodía parecían alargarse como un susurro interminable. La cercanía entre nosotros era sofocante. Podía sentir el calor de su cuerpo, el roce de su aliento cada vez que hablaba.
—¿Qué estás pensando? —preguntó en voz baja, como si tuviera miedo de romper el hechizo del momento.
—Que tal vez deberíamos dejar esto aquí, antes de que se complique más. —Mi voz sonó más temblorosa de lo que quería, pero no podía evitarlo.
—¿Y por qué querrías detenerlo? —Su mirada bajó a mis labios, y mi respiración se quedó atrapada en mi garganta.
No tuve tiempo de responder. La distancia entre nosotros desapareció cuando sus labios encontraron los míos. Fue un beso lento, como si quisiera saborearlo, descubrir cada rincón de mi alma en ese momento.
Al principio, me quedé inmóvil, sorprendida por la intensidad de lo que estaba sucediendo. Pero pronto, el calor se apoderó de mí. Mis dedos se aferraron a su hombro, mientras mi otra mano subía para enredarse en su cabello.
Sentí todo: la suavidad de sus labios, el contraste entre su firmeza y su delicadeza, la manera en que su respiración se mezclaba con la mía. Era como si el tiempo se hubiera detenido, como si el mundo entero se hubiera reducido a este instante.
Cuando nos separamos, nuestros rostros seguían tan cerca que podía sentir el roce de su nariz contra la mía. Abrí los ojos lentamente y lo encontré, observándome, como si estuviera buscando algo en mi mirada, algo que quizás él mismo temía encontrar.
—¿Estás bien? —preguntó en un susurro, su voz ahora más suave, más vulnerable.
Tragué saliva, intentando encontrar las palabras adecuadas.
—No lo sé. Nunca me habían besado así.
Él sonrió, pero esta vez no era su sonrisa habitual, calculadora y segura. Había algo diferente, algo más real.
—Entonces me alegra ser el primero.
Mi corazón latía desbocado, y por un momento, me permití olvidar todo. Las dudas, el peligro, las razones por las que esto no debía suceder... Todo desapareció en la calidez de su mirada.
La música seguía sonando, pero ya no importaba. Lo único que existía éramos nosotros, atrapados en un baile que ya no necesitaba música para continuar.