El resto de la cita transcurrió lentamente. No se habló mucho. Finalmente, Paul trajo la cuenta y Tom arrojó el dinero tan rápido que la cuenta apenas llegó a la mesa. No quería perder tiempo en terminar la noche. En solo unos minutos, Paul trajo el cambio y se fueron.
Sophia echó unos dólares extra en la propina a espaldas de Tom y le guiñó un ojo a Paul, que volvía a limpiar la mesa. Él seguía sin darse cuenta.
Tom seguía siendo un caballero y le sostuvo la puerta a Sophia para que subiera a su Caddy. Tuvo que dar un pequeño salto para levantarse, pero se sentó y Tom cerró la puerta. El viaje a casa también fue silencioso. Sophia de vez en cuando emitía leves gemidos, intentando excitar a Tom, pero no funcionó. La impaciencia de Tom crecía a medida que pasaban por cada semáforo en rojo hacia su casa.
—¿Puedes parar ya? ¡Pareces un cachorrito moribundo, por Dios!—, dijo al entrar en su calle.
—Tranquilo , Tom —, dijo, haciendo hincapié en no decir "Tomi". Él simplemente sonrió ante su intento de "arreglar las cosas". Tom maniobró el Cadillac para meterlo en la entrada, detrás del coche de su padre.
Fue a salir a abrirle la puerta, pero Sophia lo sujetó del brazo. —No—, articuló y le dio un beso en los labios, su lengua bailando con su piercing. Soltó otro gemido y esta vez, el truco funcionó. Tom sintió un calor acumulándose en su ingle mientras jugaba con la lengua de ella con la suya.
Tom se volvió más agresivo con la lengua y las manos. Bajó las manos por su espalda y más allá de la cintura de sus pantalones. Sin darse cuenta, ella lo atrajo hacia sí, apretando sus cuerpos tanto como sus asientos lo permitían.
Sus lenguas se encontraron con fuerza. Sus manos se acariciaron las curvas. Sus deseos crecían.
Tom intentó quitarle la camisa a Sophia, pero con el codo tocó la bocina, sacándolos de su trance. De repente recordaron que estaban en la entrada de Sophia, y sus padres probablemente se preguntaban por qué tardaban tanto. Con vacilación, Sophia salió del Cadillac de Tom y se dirigió a la puerta. Le lanzó un beso antes de entrar y desaparecer tras la puerta de madera.
Mientras Tom conducía a casa, no podía apartar la mente de lo que podría haber sido esa noche. Sus imágenes mentales podrían haber sido muy parecidas a la realidad, si Bill no hubiera estado presente en su mente. Cada vez que Tom imaginaba a Sophia desnuda, el rostro perfectamente limpio de Bill aparecía en su mente.
"¿Qué demonios?", pensó, acelerando ante un semáforo en verde. "¿Por qué pienso en él? Solo es un tipo al que ayudé. Nada más. Maldita sea", se dijo a sí mismo al doblar una esquina, casi atropellando a otro conductor.
—Mierda. ¿Qué pasa? ¡No, no...! ¡Dios mío, no! —Entró en su propia entrada y salió del Cadillac, cerró la puerta con llave y caminó por la acera hacia la puerta principal. Anunció su presencia mientras tomaba una bebida y se dirigía a su habitación. Cerró la puerta tras él y aterrizó pesadamente en su cama deshecha.
Se quedó mirando fijamente el techo, sin poder encontrar nada lo suficientemente interesante como para apartar su mente de Bill.
¿Por qué pienso en él? ¡Lo único que hice fue acompañarlo a la enfermería, carajo! ¡Y sostenerle una compresa de hielo! ¡Eso es todo! ¿Qué le pasa?, se preguntó, tomando otro trago de refresco.
—Solo es un friki solitario. Maldita sea. ¿Por qué tuve que ser tan amable?
Miró el reloj. Sus números verde neón indicaban que eran poco más de las 10 de la noche.
-MAS TEMPRANO ESA NOCHE-
Bill subió las escaleras que conducían a la puerta de su apartamento. Con pereza, sacó la llave de su bolso y abrió la puerta. Al empujarla, lo recibió el aroma a marihuana recién quemada. Dejó escapar un suspiro y se dirigió a su habitación, cerrando la puerta tras él.
Estaba tumbado en la cama, leyendo el paquete que la señorita Guilmette les había asignado. No era interesante, pero le mantuvo el interés lo suficiente como para ignorar las voces de sus padres que se extendían por el aire. Apenas unas horas después, se apretó el estómago, gimiendo de hambre. Sabía que no debía salir de su habitación mientras sus padres discutían. Eso empeoraría las cosas y podría acabar en una paliza.
De repente se arrepintió de haber dado su comida a los gansos.
«Pero lo necesitaban más que yo. Supongo. ¡Ay, qué hambre!», pensó mientras paseaba por su pequeña habitación. Cuando creyó no oír más voces, salió y entró en la cocina, a solo quince pasos de su habitación. Rápidamente se sirvió un tazón de cereales y pidió una bebida. Su cafetería. De regreso a su habitación, llamaron a la puerta. Bill se giró para abrir, un poco molesto, pero su padre salió corriendo con una bolsa de papel en la mano.
—Ni se te ocurra abrir esa maldita puerta—, fueron las únicas palabras que Bill necesitó para correr a su habitación. Cerró la puerta a toda prisa; sabía lo que hacía su padre. Mañana habría otra mercancía nueva en el apartamento que realmente no necesitaban y que no tenía otra finalidad que ser cara.
Bill se sentó en su cama —el único asiento de su habitación— y empezó a hacer su tarea. Habían pasado unas horas y solo había terminado unas pocas páginas. Bill miró el reloj. Eran las 10 p. m.
«Al diablo. ¿A quién engaño? Nadie se fija en mis notas, ¿por qué debería hacerlo yo?», pensó, tirando los libros de la cama y hundiéndose bajo las sábanas.
Voces atravesaban las paredes delgadas como el papel mientras Bill intentaba conciliar el sueño. Se aferraba a su único peluche con todas sus fuerzas mientras gritaba en su interior.