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Casi algo “todo o nada”

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Blurb

Estoy seguro de que al menos alguien de los que están leyendo estas líneas tuvo en su vida a un “casi algo”. Esa persona con la que imaginamos miles y miles de escenarios en donde todo era de concreto y caramelo. Te creas expectativas que solo viven en ti y no en esa persona, de la que esperas algo del todo lo que quieres junto a ella o él. Terminas frustrado e inseguro de ti mismo y te das cuenta de que al final no fueron ni ese algo que tú pensabas que eran y te sientes como si hubieras perdido todo, sufres por algo que no fue pero que estuvo. Y dentro de ti anhelas que vuelva a estar; sin embargo, que pasa cuando, rompes con él casi algo, lo vuelven formal, pero al hacerlo, resulta que tu familia se opone y te separa de esa persona. Yo soy Dylan Rivera y los invito a leer mi vida.

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Amor a primera vista
DYLAN —¡Joven Dylan, joven Dylan!, —mi nana Isabel exclama al entrar en mi habitación—. ¡Tu padre ha llegado! Dice que quiere verte en el desayuno. Isabel ha sido mi nana desde que tenía diez años. Cuando mi madre falleció, mi padre la contrató para cuidar de mi hermana recién nacida y de mí. Mamá murió cuando mi hermana nació. Aquel día fue el más triste y al mismo tiempo cálido. Saber que, mamá, no volvería, fue desgarrador y todavía lo siento en mi corazón. Pero esa misma noche, mi hermana trajo con ella calidez y dulzura. Yo esperaba con ansias el regreso de mamá y mi hermana, sin embargo, solo llegaron papá con Rosa y mi hermana en brazos. Papá me abrazó con lágrimas en los ojos y lo entendí todo sin palabras. Recuerdo claramente ese abrazo y el llanto de papá cuando pregunté por mamá. Después de varios minutos, solo susurró: “Debes ser fuerte por tu hermana”. Luego se levantó y se encerró en su despacho. Fue entonces cuando Rosa se acercó con mi hermana; lucía pequeña, frágil y blanca como la leche, durmiendo como un angelito. Rosa me dijo que podía sostenerla y la colocó suavemente en mis brazos. Al sostenerla, la acurruqué contra mi pecho y lloré como cualquier niño lo haría, mientras Rosa me consolaba susurrando: “Llora, mi niño, llora”. Ella me confortaba cada noche hasta que logré aliviar mi dolor. —¡Dylan, levántate! —insiste—. ¡Ya es tarde para ir al colegio! Y ahí estaba yo, todavía en la cama, lidiando con una gran resaca. —¡Ya voy, nana! —dije arrastrando las palabras, mientras me levantaba con pesadez. Me forzaba a hacerlo, sobre todo porque papá estaba en casa. Una vez que estuve listo, bajé y lo encontré en la mesa, inmerso en su periódico, mientras mi hermana ya disfrutaba de su desayuno. Laura, mi hermana, está en la cúspide de la adolescencia con sus 12 años. Yo, en cambio, ya he recorrido la mayor parte de una vida universitaria. —La puntualidad siempre es primordial en los negocios —anunció papá en cuanto me acerqué. —Y no solo en los negocios —respondí, con un toque de resentimiento que no pasó desapercibido para él. Su expresión se ensombreció momentáneamente. —Desayunemos sin discutir, ¿quieres? —propuso, y aunque no lo dijo con suavidad, estuve de acuerdo. Así que comí en silencio y luego salimos de casa. Era mi responsabilidad llevar a Laura al colegio desde que aprendí a conducir. Papá siempre insistía en contratar un chofer, pero yo me negaba. Detestaba la idea de destacar más de lo que ya lo hacía con el título de “El hijo del magnate”. Las consecuencias eran inevitables; los amigos verdaderos eran escasos, y los rumores rondaban, asegurando que tenía la vida resuelta sin necesidad de esfuerzo. Sin embargo, considero que la mejor herencia que recibí de mi padre fue su inteligencia, la misma que me ha permitido ser el mejor de mi clase. Hoy parecía ser otro día monótono. La rutina se repetía: llegar, estacionar el auto, esperar a Max, mi mejor amigo, y asistir a clases. No obstante, al llegar, algo rompió esa monotonía. Un grupo llamaba mi atención. Allí estaba ella, una chica acorralada verbalmente por Dante, el popular atleta del que todos hablaban. A pesar de verse tímida y asustada, ella le respondía con valentía. Mientras esperaba a Max, me convertí en espectador de esta escena. Me gusta lo que veo. Esa chica, con su vestido amarillo floreado que resplandece contra su piel, me parece encantadora. Sin embargo, me desconcierta por qué Dante la está molestando. —¡Qué, hay viejo! —dice Max al llegar junto a mí, perturbando mi concentración. —Llegas tarde —comenté, aunque mis ojos no se apartan del pequeño drama que acontece. —Casi pierdo el bus, ¿qué… qué miras, viejo? ¡Oh! Espera, ¡esa es Lucy! —exclama Max, agitando la mano en dirección a la escena. —¿La conoces? —pregunté, sorprendido. Nunca había visto a alguien enfrentarse a Dante con tanta valentía. —Sí, fuimos compañeros en la prepa —responde él, avanzando con determinación mientras Lucy abofetea a Dante. ¡Tenía que enterarme del chisme! Así que sigo a Max. Cuando llegamos, me veo atrapado por la mirada intensa de Lucy. Sus ojos, ambos dulces y poderosos, me perforan el alma. Su ceño fruncido añade carácter a sus cejas, densas y definidas como las más pobladas que haya visto. Sus pestañas largas, labios rosados, y su cabello suelto que cae en cascada, todo en ella parece radiar una mezcla de dulzura y fuerza. Su piel, de color caramelo, hace que se me erice la piel. —¡Déjala, hermano! —dice Max, su voz impregnada de una justa ira, pavimentando el camino hacia una posible confrontación. —¿Y si no qué? —responde Dante, su tono desafiante mientras empuja a Max. Decido meterme, no puedo quedarme atrás. He tenido mis encuentros con Dante, y aunque suele mostrarse como el tipo duro, todos sabemos que sin el respaldo de sus amigos, su fachada se desmorona. Debajo de esa apariencia problemática, hay un chico lidiando con sus propios líos familiares. Sin embargo, antes de permitirle que empujara a mi amigo, me interpuse. —¡Ya basta! —dije, mi voz cargada de firmeza mientras apretaba su mano con determinación. Él sabe perfectamente quién soy; su padre tiene un par de acciones en la empresa y es un buen amigo de mi padre, y seguro que no le gustaría causar problemas. —¡No te entrometas, que esto no es contigo! —respondió, la irá chisporroteando en sus palabras. —Déjala, si no quieres meterte en problemas —repliqué, presionando aún más su brazo. Sentí cómo se tensaba, pero mi mirada no vaciló. —Solo por esta vez, Dylan —gruñó, finalmente, dando un paso atrás, su furia tan evidente como inofensiva. En cuanto se marchó, Luci empezó a recoger sus cosas esparcidas por el piso. Max y yo nos apresuramos a ayudarla. Mi corazón latía con fuerza, a pesar de la calma que intentaba mantener. —¡Gracias! —dijo, levantándose, su voz cargada de alivio mientras mantenía contacto visual. —¿No sabía que habías vuelto? —preguntó Max, mientras caminábamos juntos. —De hecho, llegué anoche. Es gracias al trabajo de mamá y al programa de becas de su compañía que estoy aquí —explicó Luci, su voz un tanto robótica, pero entendía esa emoción; la conocía demasiado bien porque yo también solía sentirme así. —Bueno, hasta aquí llego yo. Parece que esta es mi clase —dijo, deteniéndose. Sus ojos me atraparon por un breve instante en el que el tiempo pareció detenerse. —¡Oh! Olvidé presentarte —dijo Max, su tono animado—. Él es Dylan. Lucy me extendió su mano, y al tocarla, sentí su calidez atravesar la mía. Una energía suave nos envolvió, provocando una ligera sonrisa en su rostro. —Un gusto conocerte, Dylan. Y gracias por tu ayuda —dijo, retirando su mano lentamente. —No, fue nada —respondí, mi voz teñida de timidez ante su sonrisa deslumbrante. Esa sonrisa tenía el poder de iluminar el mundo, y su resplandor dejó una huella en mi corazón. Lucy entró en su clase, mientras Max y yo nos dirigíamos a la nuestra. Una sensación de satisfacción me envolvía, sabiendo que la había visto sonreír. No podía sacarla de mi mente, con sus encantadores ojos verdes y su piel caramelo. La clase se hizo interminable, y el reloj parecía haberse detenido. Mi deseo por verla crecía con cada minuto. El timbre sonó como un coro de alivio en mis oídos, y tan pronto como lo hizo, comencé a recoger mis libros. Para cuando el profesor anunció que podíamos irnos, ya estaba listo para salir. Salí disparado por el pasillo con la emoción, la ilusión y los nervios revoloteando en mi interior, decidido a invitarla a salir. Sin embargo, olvidé que tenía un enredo con Darla. Es una chica realmente encantadora, con su cabello rubio y sus ojos que parecen el cielo. Es muy atractiva, pero nunca me ha hecho sentir lo que siento ahora. —¿A dónde vas con tanta prisa? —preguntó, bloqueando mi camino y deteniéndome abruptamente. Al verla, mis ilusiones se desvanecieron. Me sentí como el más grande de los tontos. ¿Cómo iba a invitar a salir a una chica que apenas conocía desde hace unos minutos? Darla me tomó del cuello y empezó a hablar dulcemente, sobre, pasar un rato a solas. Sabía exactamente a qué se refería; esperaba que le diera el mismo placer que la noche anterior. Podría complacerla sin problema, pero su sonrisa ahora no lograba atraparme. Así que inventé una buena excusa para mantenerla tranquila, y ella me creyó. Sin embargo, no pude evitar que me besara, aferrándose a mi cuello como solía hacerlo, paseando su lengua por mis labios. Al finalizar el beso, noté que Lucy nos observaba desde lejos. Ella estaba hablando con Dante, solo ellos dos en esa burbuja temporal que se creó en medio del bullicio. Al cruzarse nuestras miradas, ella desvió la suya, como un secreto que no quería dejar al descubierto. Supongo que después de lo ocurrido no querrá salir conmigo, y solo espero que Dante no la incomode demasiado. Cuando Darla se fue, pude ver con nitidez cómo ella le regalaba una sonrisa a Dante. Admito que me incomodo verla sonreír con alguien más, una punzada de celos que no pude ocultar. Dante se fue poco después, dejándola sola en un rincón iluminado por la luz tenue del atardecer. Era mi oportunidad para acercarme, especialmente cuando sus ojos se clavaron en los míos como un farol en medio de la niebla. Pero después de haber besado a Darla, no encontré el valor para acercarme. Éramos dos almas hablando en un idioma silencioso, dos corazones que no lograban descifrar el enigma de sus miradas. Mi corazón latía desbocado, una mezcla de emoción y arrepentimiento. Me alejé, embargado por una vergüenza que no lograba dejar atrás, pasando la tarde entre suspiros y pensamientos de lo que pudo ser. Al regresar a casa después de clase, me sentía al borde del colapso emocional. Para distraerme, me puse los audífonos con canciones melancólicas, esperando que la música acallara el tumulto en mi pecho. Más tarde, Max llamó para invitarme al club. No tenía ánimo de socializar, pero sus palabras dieron en el clavo de mi resistencia. —¡No seas amargado, viejo! Vamos a darle la bienvenida a Lucy —dijo, convencido. Sin necesidad de más, me levanté motivado por la promesa de una noche diferente. Me di un chapuzón revitalizante, elegí mi mejor camisa negra y el perfume más sofisticado que tenía. —¿A dónde vas a esta hora? —preguntó mi papá al verme salir de mi habitación. —Quedé con Max en el club —respondí tratando de sonar despreocupado. —No llegues tarde, Dylan. Y no quiero que llegues ebrio. No me hagas quitarte los privilegios de los que gozas —dijo con tono sereno pero firme. —Descuida, no volveré tarde —respondí con una sonrisa, intentando tranquilizar a mi madre antes de salir rápidamente de casa. Conducía mi auto deportivo hacia el club, sintiendo una gran emoción vibrar en mi interior. Al llegar, vi a mis amigos habituales: Max, David, John, Emma, Karla y, por supuesto, la impresionante Lucy. Esa chica tenía una sonrisa que iluminaba cada rincón del lugar mientras charlaba con las chicas y Max. —¡Miren, ahí viene Dylan! —gritó Emma, llena de entusiasmo mientras se aferraba al brazo de Max. Los dos habían estado saliendo por más de un año, y su relación sólida era evidente. Max me lanzó un saludo amistoso—. Pensamos que no vendrías, viejo. —Estaba un poco cansado —me excusé, aunque la excitación del momento ya había borrado cualquier rastro de fatiga. Max bromeó—. ¡Jo, seguro fue culpa de Darla! —¡Calla, hermano! —respondí, intentando controlar la risa. Sabía que Max solo quería molestarme. Aunque, justo en ese instante, sentí una punzada de nervios al darme cuenta de que probablemente Lucy ya sabía sobre Darla. En la escuela, los rumores volaban como el viento, más rápido de lo que desearía. Pero si Lucy iba a aceptarme algún día, debía conocerme tal cual soy, con toda mi locura. Tomé asiento frente a Lucy, nuestras miradas se cruzaron de inmediato. Bebimos un par de cervezas mientras la charla fluía alrededor de la mesa. Hablamos de sueños y metas; Lucy compartió su ambición de ser una gran abogada, una aspiración inspiradora. Había vivido en varias ciudades debido al trabajo de su madre, y Max no escatimó en elogios para ella—. Puedo asegurar que eres más inteligente que cualquiera de aquí, incluso que Dylan —bromeó. Los demás no tardaron en unirse a la conversación con risas y exclamaciones de incredulidad. Yo solo me quedé en silencio, disfrutando de la melodía de sus voces, mientras intercambiaba miradas furtivas y sonrisas cómplices con Lucy. Había algo especial en esos momentos, algo que resonaba más allá de las palabras, un vínculo que parecía forjarse con cada sonrisa compartida. Los chicos discutían acaloradamente sobre quién de nosotros dos era más inteligente, pero para mí, la verdadera competencia era no desviar mi atención de Lucy. —Bueno, como no estamos llegando a ninguna parte, la única manera de resolver esto es que ambos se inscriban en la competencia de este año —sugirió Emma, parada sobre el asiento. Nos miramos con alegría y, en medio de un brindis, aceptamos el reto. Sentí una conexión especial en su sonrisa. Después de algunos tragos más, dimos la bienvenida a Lucy al grupo de nuestra manera habitual, sacudiendo las cervezas y cubriéndola de espuma en medio de risas. Después, ella fue al baño a limpiarse un poco, y no le perdí la vista de encima. La observé salir del baño y dirigirse al balcón a atender una llamada. Me dije a mí mismo que debía hacer algo, así que tomé un par de cervezas y me acerqué al balcón, directo hacia ella. La escuché hablar con un tono algo molesto, así que esperé pacientemente a que terminara la llamada antes de acercarme. Tan pronto colgó, me acerqué. —¡Hola! —saludé para captar su atención. —¡Dylan! —exclamó sorprendida. —Sí, soy yo —respondí, y ella me sonrió. —¿Vienes por compasión? —bromeó. —Vengo a desearte suerte —le contesté, y bebimos un par de cervezas más, pero lo que en realidad me embriagó fue su sonrisa. Aquellos minutos fueron mágicos para mí: las estrellas, la noche fría, ella, y el bum de mi corazón latiendo a mil por hora.

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