2.1. Jean, me enamoras.

1226 Words
Jean la estaba pasando bien, se divertía con las palabrerías de Garza. Estaba seguro que si no llegaba a tiempo lo iba a perder. Jean me vio llegar, su mirada me decía “Ahí estás” pero se mantuvo en silencio, esperando a que le dijera algo. Lo que yo deseaba más que nada era marcharnos de ahí. ― ¿Qué te parece si me acompañas? ―le propuso Garza, al ver que yo estaba de vuelta. Jean me miró, esperando a que dijera algo. Garza se dirigió a mí. ― ¿No te molesta verdad? Estás pasándola chévere junto a Andrea… ¿me equivoco, pillín? ―lo dijo seguro de sí mismo. Se levantó de la mesa, con la intención de llevárselo. Noté que Jean pensaba aceptar su invitación, si yo no decía algo. ―Jean se va conmigo. ― ¡Qué jefe controlador y posesivo resultaste, Pedro! Garza, con su ridícula sonrisa se arregló la corbata y miró a Jean. ―Supongo que el trabajo es primero. Será otro día. ―le guiñó, y le pasó su tarjeta. Jean la aceptó. Intenté restarle importancia, ocultar mi furia, pero por dentro imaginaba mil formas de matar al hijo de puta. ―Será mejor que nos larguemos ―me incorporé malhumorado, a Jean le hice un gesto para que me siguiera. Afuera vi que tenía la tarjeta del idiota de Garza, en la mano, se lo saqué de una. ― ¿Estás loco? ―dijo sorprendido, pero no parecía ofendido. ―Ese cabrón solo quiere follarte. ―Ya me había dado cuenta… tranquilo que yo sé cuidarme... No estaba convencido de eso, pero sí estaba convencido de que el que buscá encuentra. ―Salgamos de esta porquería de reunión. ―le dije. ―Oye, yo la pasé bien... y parecía que vos igual. ―Me alegro por vos… pero necesito salir de acá. El valet trajo el carro que me proporcionó la empresa. Jean se veía relajado como siempre, de vez en cuando me miraba, parecía relajado, que se estaba divirtiendo. ― ¿Qué te pasa… ¿qué es lo gracioso? Jean me miró pícaro. ―Nada, nada, sólo que te ves como si te hubieran violado... Rápidamente arreglé mi traje, él rio a carcajadas. ― ¿Hacías cosas sucias con la tal Andrea? ―Quién, ¿yo? ―Pues, si... ― ¿Por qué lo preguntas? No es cierto...yo... ―estaba a punto de soltar una serie de excusas, ¿cómo había llegado a enterarse? ―Oye, no me debes explicaciones, sólo somos amigos... ―su tono era conciliador, y no parecía saber lo que había pasado con la mina. Su declaración era un golpe bajo. Frené de golpe. Estábamos en medio de la autopista. Jean se preocupó. ―Oye, relajate… ¿dije algo malo? Va a venir el de tránsito... Tenía razón, yo no quería problemas en una ciudad ajena, no podía decir nada acerca sus palabras, pero ese “solo somos amigos” no me gustaba. Solté un largo y profundo suspiro y volví a arrancar el coche. Iba a más de 130 km/h Jean abrió la ventanilla, reía a carcajadas, todo estaba bien, hasta que nos dimos cuenta de que teníamos una patrulla siguiéndonos. Pisé a fondo el freno y salimos volando, la patrulla dejó de seguirnos un kilómetro antes, estaba seguro que las cámaras habían registrado la placa. Jean estaba emocionado por la maniobra. ―Oye, me sorprendes. No te ves como un adicto al peligro... ―Y según vos… ¿cómo se ve un adicto al peligro? ―No como vos, ya te dije, vos pareces maestro... ―Voy entendiendo… ¿dices que me veo mal? ―Mal, no es la definición de cómo te ves... ―Me la pones difícil... ya verás cuando lleguemos. Después de escucharme, Jean se quedó en silencio. ―Toda la noche he querido que me cojas... ―susurró. ― ¿Te gusta hacerlo con un maestro? ―No… ¡qué va! Ugh, para nada, pero con vos, sí. Al día siguiente, temprano, regresamos a Buenos Aires, Jean se quedó dormido, yo fui a buscar mi coche, quería que, al despertar, tuviera de vuelta su chaqueta. Cuando estaba de regreso, se daba una ducha. Me metí y lo tomé de sorpresa. Jean medía diez centímetros menos que yo. Su piel, al contacto con la mía, se estremecía, sabía que no estaba preparado para lo que pensaba hacerle. ―Espera... al menos deja que me.... ―Sh, cállate... ―le dije. Me miraba tanto como yo a él, admiraba cada parte de su cuerpo, como si fuera la primera vez. Jean no entendía mis motivos. ― ¿Qué? Si me conoces bastante bien... ―No importa, deja que te vea... ―Tienes fetiches, ya veo... ―soltó una risilla divina. ―No lo sé, solo calla y seguí bañándote. ―Jean obedeció, seguía enjabonándose las piernas, mientras yo me masturbaba viéndolo. Era mi objeto de deseo. Ni bien se envolvió la cintura con la toalla me lo llevé con torpeza al comedor. Me besaba como para apaciguar, si es que podía al animal que llevaba dentro. Lo tumbé sobre la mesa que nunca nadie usaba. Abrí sus piernas e introduje el dedo con aparente suavidad, hasta que, una vez listo, ingresé la punta de mi pene, incrementando la fuerza y sentí como el dolor se apoderó de su cuerpo. ―Eres una bestia... hazlo suave.... ― ¿Qué tan suave? ¿Así? ―y embestí con mi duro pene y soltó un grito. Para entonces ya sabía que cuanto más pedía suavidad, recibiría exactamente lo contrario. Él simplemente jadeaba sin control, con sus piernas me aprisionaba. Vio su chaqueta sobre la silla y fue como si todo lo anterior, no hubiera existido. Comenzó a vestirse. ― ¿A dónde vas? ―Tengo asuntos que resolver. ― ¿Puedo saber de qué se trata? ―Es algo personal. Terminó de vestirse y con un “Nos vemos” se despidió. Sentí rabia, ¿a dónde iba? ¿Qué podría ser importante para salir a toda prisa al ver su chaqueta de regreso? Hasta donde había comprobado no guardaba nada realmente valioso en ella. Lo esperé hasta la medianoche, pero no apareció más, me tumbé en la cama y dejé que mi mente volara. En ese corto tiempo, rápidamente me había acostumbrado a la calidez de su cuerpo; la cama se sentía fría e inmensa sin su presencia, mi antigua soledad me sabia insípida soledad. No había cerrado los ojos toda la noche, y cuando me fijé en el despertador, supe que dentro de nada amanecería, no había rastros de Jean. Sentía como un dolor, un frío agujero perforaba lentamente mi vientre, haciéndome sentirme desdichado, no… no quería volver a sentir la agonía de estar solo. No después de haberme sentido pleno y vivo a su lado. Me aterraba volver atravesar ese largo y tormentoso proceso de retornar a mi soledad. Sumergido entre malos pensamientos, sentimientos muchos peores me invadían; celos y furia, llegó la hora de ir al trabajo, pero no conseguía moverme. Aguardé media hora más, por si milagrosamente volvía, pero no pasó nada. ―Es una pérdida de tiempo. ―me dije con amargura. Tuve que irme de la casa, con el peso de su ausencia. 
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